Una de las reclamaciones (¿quejas? ¿ataques?) más comunes que veo en las columnas de opinión de este periódico es parecida a esto: “No entiendo cómo un medio cuyo slogan es que ofrece periodismo de rigor puede tener como columnistas a personas tan… (llena aquí los espacios con retahíla de insultos)”. Los artículos firmados por Redacción, los más cercanos a una exposición objetiva de información, son los menos; o sea, la mayor parte de lo que leemos está expresamente firmado y filtrado por una persona con su historia personal, estudios, lecturas, predilecciones, prejuicios y visión del mundo particular. Después de leer la excelente columna de esta semana de Catalina Ruiz-Navarro, varios de los temas que toca se han quedado revoloteando en mi cabeza, entre ellos su creencia de que el periodismo de opinión es el hogar más adecuado para el filósofo contemporáneo. La filosofía no es una ciencia sino un arte, así que, realmente: ¿cómo puede ser riguroso un periodismo basado en la mirada subjetiva de los que te narran la información?
Después de haber transitado por varios talleres de escritura, algunos más crueles que otros, comprendí algo: las faltas de ortografía y errores de redacción pueden corregirse; la ausencia de alma no. Conozco un par de escritores que poseen una maestría absoluta del lenguaje. Sus textos, usualmente largos, son técnicamente perfectos. No confunden los tiempos verbales, conocen los sinónimos menos utilizados para las palabras más recurridas, saben dónde poner un punto, una coma, puntos suspensivos, etcétera. Respeto la perfección y siempre abogaré por que se respete a la herramienta de trabajo. Es más, no estoy de acuerdo con algunas de las nuevas reglas gramaticales aprobadas por la Real Academia Española, que facilitan la escritura quitando acentos que antes existían, por ejemplo. Pero esto no es lo más importante. Si el texto no posee un trozo del alma de su autor (aclaro que me refiero en este caso a la ficción), no respirará, no será una criatura palpitante a la que oler, a la que estrujar, a la que apuñalar, si es necesario. Hay textos que uno consume percibiendo que se traga con cada párrafo un suspiro de su autor, y no porque hablen de su historia personal, sino porque han pasado a través de ella como agua filtrada a través de rocas volcánicas o café a través de un filtro de papel. El café no contiene papel, ni el agua rocas, pero algo ha sucedido en el tránsito, y los líquidos sabrán diferente, su esencia habrá cambiado por habérseles permitido pasearse y filtrarse a través de distintos cuerpos.
Al terminar, puede que entendamos algo más: del autor, del mundo, de nosotros mismos. Algo quizá indefinible, profundo, silencioso. Creo que el comienzo de la literatura está en la escritura autobiográfica porque entre más personal es una historia, más universal se vuelve. Todos ansiamos conectar con la parte humana de los demás, para recobrar nuestra propia humanidad y mirarnos en un espejo. Cuando un artista se ha horadado para llegar a su partícula más humana, más esencial e indivisible, es imposible de ignorar. Uno como espectador, lector o escucha, si está listo para la fusión, tomará a esa partícula para hacerla suya. Nos habrán ofrecido un átomo de humanidad, una pizca de comprensión, y la incorporaremos a nuestro cosmos hambrienta, ansiosamente.
Leemos las noticias por la misma razón que consumimos (en el sentido de engullir) arte: para comprender mejor el mundo que nos rodea y el que nos habita. Al ser escritas por una persona, las columnas de opinión pregonan con orgullo su origen subjetivo, y por lo tanto su dosis de rocas volcánicas. ¿Por qué elegimos mirar el mundo a través de los anteojos de otras personas en vez de directamente? Porque el “directamente” no existe. A cambio, tenemos un crisol de lentes que lo agrandan, lo encogen, lo embellecen, lo tiñen de rojo, de azul, de dorado. En un periódico como este, en el que los poetas, los escritores de ficción, como yo, los politólogos, sociólogos y periodistas de profesión tienen el mismo espacio para expresarse, se está creando un caleidoscopio vivo y palpitante a través del cual los lectores pueden pasearse para mirar el mismo mundo, transformarlo y crear una nueva versión, una nueva opinión absolutamente personal y humana. Ayotzinapa a través de los ojos de un poeta. De un escritor. De un sociólogo. Cuánta riqueza, cuántas miradas, cuántas palabras y elementos para re-narrar, para comprender y aprender a pensar. Necesitamos esta rigurosa subjetividad, es deseable en el arte, en las columnas de opinión, en todo, pues nos hará comprender la esencia de algo, más que los hechos. Por eso leemos con atención los artículos firmados y pasamos rápido por los anónimos, los “objetivos”. Al final, la comprensión humana de una emoción o de un hecho trasciende el poder, simplemente, enumerar lo que ha sucedido. Nos hace conectar. Mirar. Mirarnos.
Como dice Catalina, hay que desarrollar una piel dura para hacer opinión. Uno abre las puertas de su casa y cualquiera puede entrar. Algunos de los invitados estarán enojados, otros serán silenciosos espectadores, otros más se probarán las diferentes gafas y quizá no elegirán un par. Pero todos serán humanos y aportarán una de sus pizcas de comprensión, de humanidad, de esencia. De rigurosa subjetividad.