Jorge Alberto Gudiño Hernández
09/07/2023 - 12:02 am
Esos pequeños logros
Aunque uno no siempre escribe. Procrastinaba yo cuando llegó el mensaje de texto a mi teléfono. Era el banco diciéndome que se había evitado una compra con mi tarjeta de crédito terminación XXXX, que les llamara.
Para quienes trabajamos en casa, la productividad se mide con parámetros diferentes de los que se utilizan en una oficina. Escribir una cuartilla que nos convenza puede significar una satisfacción mayor que completar complejas tablas en una hoja de cálculo. Si esa página es la última de una novela en la que llevamos ocupados más de un año, entonces esos dos mil o tres mil caracteres nos representan más que la conclusión del balance anual de cierta empresa.
Aunque uno no siempre escribe. Procrastinaba yo cuando llegó el mensaje de texto a mi teléfono. Era el banco diciéndome que se había evitado una compra con mi tarjeta de crédito terminación XXXX, que les llamara. Les llamé. El número más una espera de cerca de cinco minutos y ocho o nueve teclas. Por fin, la voz de una persona. En efecto, alguien había intentado hacer una compra con mi tarjeta de crédito. Lo bueno es que el banco lo había impedido. Lo malo es que me tendrían que bloquear mi tarjeta y darme una nueva. Nada grave. Algunos días de espera. Me preguntaron si prefería que me la mandaren a casa o que pasare por ella a una sucursal. Como las sucursales bancarias no me gustan, elegí la primera opción. “La tendrá entre cinco y nueve días hábiles”.
Colgué contento: al menos, me había ahorrado el trámite de reportar una compra ajena con todas las consecuencias que ello implica. Hasta agradecí el buen funcionamiento de los sistemas de detección de mi banco.
A las dos semanas no había llegado la tarjeta. El problema es que, asociada a ésta, estaba la tarjeta digital con la que pago varios servicios. Un lío estar cambiando el método de pago, pero nada que un temple estoico no pudiera aguantar. Llamé, de nuevo. Cinco minutos y ocho o nueve teclas. La voz de una persona. Me dijo que, en efecto, mi tarjeta se había mandado, pero el mensajero no había encontrado mi dirección. Una barbaridad en esta época de GPS y envíos por doquier. Para reducir el tiempo de espera, me sugirió que la recogiera en sucursal entre tres y cinco días hábiles. Acepté. Acordamos la sucursal que más me convenía y volví a esperar.
Llegó el día. Fui a la sucursal. Me atendieron con más diligencia de la esperada. No, no estaba ahí sino en otra a unas cuantas cuadras. ¿Por qué? Ni idea. Yo no tengo idea, la ejecutiva bancaria tampoco y ni modo de volver a llamar. Caminé hasta la otra sucursal. Ya no fueron tan diligentes. Esperé un buen rato. Por fin, me dieron mi bolsa de plástico con un sobre dentro (en la bolsa, por cierto, decía que mi dirección no existe). La tarjeta se tenía que activar en el cajero. Ahí había mucha cola. Así que regresé a la sucursal original que tenía muchos cajeros automáticos y pocas personas. La activé, por fin, tres semanas después de ese primer mensaje.
Confieso que, mientras caminaba de regreso a mi casa, sonreí con satisfacción: lo había conseguido sin demasiado sufrimiento. Hasta llegué a ver la nueva tarjeta con cierto cariño. Claro está que bastaron unos segundos de reflexión para darme cuenta de que, tras varias llamadas y visitas a sucursales bancarias, estaba exactamente igual que tres semanas antes. Es decir, mi satisfacción no provenía de haber obtenido algo. Ni modo, me dije, a veces es una página que considero bien escrita, a veces una tarjeta. Uno no puede esperar que todos nuestros logros sean iguales.
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