En una ocasión iba yo caminando por un sendero de terracería, al anochecer, en un pueblo cercano a la capital. No había nadie a mi alrededor, el cielo era de un morado más bien sombrío, y las gotas que habían quedado colgando en las ramas de los árboles caían perezosamente. Al doblar una esquina, me encontré con que un hombre caminaba a la par que yo. No supe si acelerar el paso o detenerme, así que mejor seguí al mismo ritmo, pero mi tranquilidad se había esfumado. Me moví a la derecha para evadir un charco, y él se movió a la derecha también. ¿Me seguía? ¿Qué pretendía? El aullido lejano de un coyote me distrajo y él pareció distraído también… ¿o se detenía para no perderme el rastro? Mi corazón se aceleró e imaginé un montón de escenarios de confrontación, escape, violencia. No supe si echarme a correr o cambiar de rumbo: temía que él volviera en sus pasos, que mis miedos se confirmaran. Entonces noté que cada tanto él volteaba en mi dirección, nervioso. ¡Nervioso! Pero… ¡soy inofensiva!, me dije, indignada. “Pero… ¡soy inofensivo!”, se dijo él sin duda. Sólo entonces se me ocurrió que él podía temerme a mí, igual que yo a él. Que venía, a la par que yo, preguntándose porqué estaba yo ahí, si lo estaba siguiendo, qué quería. Entonces me oculté detrás de un portón y dejé que siguiera su camino tranquilo, concediéndole que yo era tan El Otro como él, que su miedo era igual de real o igual de infundado.
Ayer un amigo mío lamentó públicamente los recientes asesinatos de dos hombres negros a manos de policías en Estados Unidos, y las respuestas en su muro de Facebook me llamaron la atención a un fenómeno con el que me vengo topando cada vez más a menudo: la gente le recriminaba su tristeza por estos dos hombres, “cuando en México todos los días muere gente y a nadie le importa”. La masa virtual apoyaba la moción, reclamando que mi amigo se fijara más en las noticias de fuera de México, o que le importara más un negro que un estudiante desaparecido. La masacre ocurrida en el bar gay de Orlando hace unas semanas suscitó el mismo tipo de reacciones por parte de… ¿del auditorio, podríamos decir? “¿Por qué es más importante la vida de los gringos homosexuales que la de los estudiantes mexicanos?”. “¿Por qué a las feministas les importa sólo la violencia contra las mujeres y no contra cualquiera?”. “¿Por qué te conmueve la imagen del niño sirio ahogado cuando aquí…?”.
Al parecer, la empatía debe ser selectiva y patriota, o provoca una especie de intolerancia que al menos a mí me resulta chocante, pues busca engrosar la línea entre el Yo y el Otro, lo cual es, justamente, el origen de todos los odios, nacionales o extranjeros, femeninos o masculinos, sureños o norteños, etcétera, que aquejan a la Humanidad hoy. El asunto me recuerda a las personas que juzgan a los activistas en pro de los animales, reclamándoles que amen más a otra especie que a la propia, como si una beneficencia eliminara la posibilidad de las otras, cuando en realidad pasa todo lo contrario: el que es capaz de conmoverse por la vida de un animal, es mucho más propenso a la compasión por uno de sus semejantes; el que es capaz de verse en un Otro por más remoto que sea, es más propenso a buscarse en ese infinito espejo aquí, allá, acullá, y eso al mundo le beneficia: la empatía, la comprensión, la parálisis y la conmoción ante las tragedias ajenas nos mantienen con la piel descubierta y el corazón atento. Una indignación que cruza fronteras físicas, de raza, de especie, de género y de tiempo es el mejor antídoto contra el miedo que nos damos unos a otros y que se convierte, en un instante, en odio.