CUANDO EL TRASTORNO MENTAL SE SOMETE A JUICIO

09/07/2014 - 12:00 am

Detrás de cada delito hay una mente, una compleja singularidad relacionada con un entorno aún más complicado. Los grandes códigos y legislaciones del sistema penal chocan con el laberíntico cerebro y las circunstancias de cada individuo. De hecho, según el Código Penal mexicano, el trastorno mental –cuando no es provocado por voluntad propia o imprudencia– es una exclusión de responsabilidad penal y no la raíz del ilícito. Pero para que los detenidos puedan convertirse en “inimputables” es necesario que se determine si la persona padece un trastorno mental y ahí es donde las autoridades mexicanas fallan.

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Ciudad de México, 9 de julio (SinEmbargo).– Cuando el hijo de Patricia Ruiz fue juzgado por poseer objetos robados, ella no tenía idea del vínculo entre las autoridades judiciales y la psiquiatría. También ignoraba que el debido proceso de su hijo era violado por no ser informado sobre su derecho a pasar por un peritaje psiquiátrico. “Jamás lo piden y eso la gente no sabe. Yo no sabía”, reconoce cuatro años después de aquella experiencia en una agencia del Ministerio Público (MP) de Iztapalapa, en el Distrito Federal.

Un custodio del MP le sugirió solicitar el dictamen psiquiátrico de su hijo, pero cuando lo hizo le contestaron que –a pesar de ser obligación de la defensa o el juez– ella no lo había pedido a tiempo. Entonces buscó alternativas y, tiempo después, exigió una evaluación en el Hospital Psiquiátrico “Fray Bernardino”. Le diagnosticaron esquizofrenia; es decir, alteración en la percepción visual y auditiva.

En las audiencias del proceso penal, si se considera necesario, “el juez, el Ministerio Público (fiscal) o la defensa solicita un equipo de peritaje (un psiquiatra o un psicólogo) para que se realice una revisión y se determine si la persona padece un trastorno mental, y con ello se convierta en inimputable”, explica Clara Castillo Lara, especialista en Ciencias Penales y Política Criminal del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe).

Sin embargo, la incompatibilidad entre el rígido sistema penal y la mente se hace evidente cuando debe determinarse si se está frente a un trastorno mental transitorio o permanente, ya que de eso depende “si la sanción consiste en una pena de cárcel o una medida de seguridad; es decir, si el acusado es enviado a un hospital psiquiátrico por una orden judicial justificada”, precisa Castillo. Dictaminar la diferencia es complicado.

Según Guillermo Pruneda Padilla, psiquiatra y psicoterapeuta de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), todos los seres humanos tenemos algún tipo de daño cerebral. “No existe un cerebro perfecto”, apunta el especialista, pero cada uno tiene niveles de gravedad y debilidad. Toda conducta se debe a razones subjetivas, como la personalidad o la situación socioeconómica, u orgánicas, las cuales están relacionadas con el sistema nervioso y la genética.

Todo influye para crear un universo impresionante, comenta Pruneda Padilla, y plantea que para diagnosticar es necesario realizar una historia clínica mediante entrevista directa, entrevistas a familiares y conocidos, así como estudios de encefalograma, según sea el caso. “No puedes poner una etiqueta si no estás seguro”, advierte.

Una vez que se tiene un plano general sobre el contexto y el estado mental del acusado al momento del acto delictivo, puede confirmarse si la persona sólo estaba bajo la reacción temporal de sustancias neuronales o externas, o si presenta un patrón de comportamiento y por ende se trata de un trastorno que engloba de por vida toda la personalidad. “Las personas con trastorno mental permanente no se curan, se controlan con buena voluntad del paciente y asistencia”, explica el psiquiatra.

No obstante, desde 1975 el psicólogo y filósofo Michael Foucault aseguraba en su obra Vigilar y Castigar que la prisión nunca ha funcionado para reformar al sujeto, sólo para administrar irregularidades. Pruneda coincide con esta reflexión al afirmar que “las cárceles no sirven para una chingada”, pues son la antítesis de la curación. Entonces, ¿un hospital o anexo psiquiátrico son la opción?

QUE NO MOLESTEN

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Existen casos en que al  ignorarse el factor de salud mental, los imputados son enviados a celdas ajenas a los anexos psiquiátricos de los centros penitenciarios.

Pero una cosa es la teoría y otra la práctica, reconoce Clara Castillo. “Depende de la importancia que se le otorgue a los derechos humanos. En ese sentido, España es un país más respetado por su cultura jurídica. Que se haga en México ya es otra cosa. Que se puede hacer, se puede hacer, pero como es nuevo, casi no lo solicitan”.

Mientras en Alemania esta práctica ya funcionaba desde principios del siglo XIX, en el sistema penitenciario mexicano apenas hace 38 años se pasó de Lecumberri a los Centros de Readaptación Social; y en el Código Penal de 1983, de “locos e imbéciles” a “trastorno mental o desarrollo intelectual retardado”, según Sergio García Ramírez, del Instituto de Investigaciones Jurídicas (IIJ) de la UNAM.

Desde 1997, el Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial (Cevarepsi) es el único espacio de la Ciudad de México que brinda tratamiento psiquiátrico para internos provenientes de otros reclusorios. El cupo máximo es para 426 hombres y el tiempo de estancia depende del trastorno mental y el delito. Pero existen casos en los cuales los reos, al resultar “peligrosos para sí mismos y para los demás reclusos, permanecen ahí hasta cumplir su condena”, aclara la psicóloga Sofía Velázquez, quien implementó en dicha institución un programa de acondicionamiento físico, que ayudó a favorecer la socialización entre internos de los dormitorios uno y dos (trastornos intelectuales).

El año pasado, según datos de la Subsecretaría del Sistema Penitenciario del Distrito Federal, de los 334 internopacientes, 61 por ciento estaba sentenciado por robo armado.

Ahí fue canalizado el hijo de Patricia, tras ser diagnosticado en el “Fray Bernardino”.

El ambiente del Cevarepsi es diferente al de las cárceles. Entre aroma a fármacos y cuerpos atarantados, se brinda asesoría académica, servicio de biblioteca, actividades artísticas y deportivas. Además se practica el cultivo de plantas, reciclado y fabricación de  floreros y portarretratos. El presupuesto del material proviene de donaciones de familiares y de la venta de los productos hechos por los internos.

El centro ofrece los medicamentos que necesitan los pacientes, aunque “más bien los mantienen dopados”, opina la señora Ruiz. Cuenta que algunos los tiran o los venden a quienes quieren un poco más de sus aturdidores efectos.

No obstante, la psicóloga Sofía Velázquez precisa que los pacientes con retraso mental no son medicados. Y agrega que  los internos también reciben terapia psicológica individual y grupal, aunque no de manera constante.

Durante tres años Patricia se trasladaba hasta Xochimilco para visitar a su hijo. En 2013 terminó su estancia en el centro y fue trasladado al Reclusorio Norte. El drástico cambio de hábitos fue evidente: a pesar de estar en el anexo psiquiátrico, Patricia denuncia que ahora convive con los otros presos, quienes suelen agredirlo. Además, ahí su hijo no tiene acceso a libros, los cuales son su único escape del control del medicamento, de las rejas, de sus alucinaciones y monólogos internos.

Ella percibe discriminación y líos para solicitar servicios médicos. “Prefieren tenerlos dopados, controlados, que no molesten”, insiste. El abrumante efecto de una pastilla es más rápido que sentarse frente a cada interno y sumergirse en su aparato psíquico para descubrir el motivo de aquel acto cometido bajo determinada circunstancia o estado.

–Si una persona con un trastorno mental es incorporada a un ambiente carcelario de encierro, falta de higiene y violencia entre internos, ¿su estado se agrava?

–A veces. Lo más común es que caiga en una depresión horrible– responde Guillermo Pruneda–. Si yo hago un estudio sociológico, psicológico y psiquiátrico de la población, la mayoría sería diagnosticada con un trastorno mental.

–¿A nivel social o carcelario?

–La cárcel refleja una sociedad en cuanto a su nivel de cultura y de educación. Si un psiquiatra fuera director de una cárcel, tras varias terapias de grupo, sacaría a todos. Muchas veces la conducta humana es consecuencia del hambre, de sueño, de resentimientos. Nadie se mete en broncas gratis; la sociedad es muy injusta.

“EL DESEO DE MATAR NO SE ME QUITA”

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Carlos I.S.H. tiene la palabra “Peyote” tatuada en la parte inferior de su pierna derecha. Es el seudónimo con el que firma sus grafitis. Su pasión. Ese cactus verde grisáceo lo condujo a estar durante seis años rodeado de bardas y tediosas rutinas. Tiene 28 años y hace tres salió del Reclusorio Oriente, tras cumplir su condena por tentativa de homicidio. “El peyote en serio te pone loco”, asegura agrandando sus ojos mientras sostiene una cerveza Indio.

Cuando estudiaba en la prepa, decidió acompañar a un amigo al desierto de Real de Catorce en San Luis Potosí. Entre tierra polvorienta ajena a la ciudad, arbustos y tambores, probó una alta dosis de gajos del también llamado hikuri. En ese momento inició un proceso de introspección espiritual el cual, según cuenta, aún no termina.

Asegura que fue como si hubiera encendido una mecha y un acto lo hubiera llevado a otro y a otro. Ahí estaba con el corazón y respiración acelerados, rodeado de un juego caleidoscópico de visiones coloridas provenientes de su propio interior. Sentía la conciencia y la percepción de cada detalle de forma ampliada y extraordinaria. Sin embargo, aquellos efectos psicodélicos no se quedaron en el desierto.

Una noche, mientras conversaba con una figura de la Santa Muerte, el viento tiró la efigie. No se explica por qué a partir de ese accidente, lo invadió un profundo deseo de matar. En una ocasión tuvo la delirante idea de que su novia de entonces era bruja y debía asesinarla. Le pidió que se fuera, pero aquella terca pulsión no se iba.

Aquellas voces no paraban de susurrarle que matara. Llegó un momento en que el “mata, mata, ¡mata!” lo aturdió tanto que agarró un cuchillo y salió a picar a un señor que pasaba por la calle. Necesitaba hacerlo. Calmó su impulso, pero su víctima no falleció.

Parpadeos después, se encontraba en el Ministerio Público de la Delegación Miguel Hidalgo, en el Distrito Federal. Una vez que el juez determinó que la detención era legal y se le explicó por qué estaba detenido,  Carlos declaró que atribuía su acción al consumo de peyote, pero —así lo percibió— no le creyeron y, desde luego, sus alucinaciones no valían como pruebas.

En esos instantes, Carlos no fue consciente de nada durante el proceso penal. Estaba en trance. Se sentía en otra frecuencia, no recordaba su identidad. “Mi mente se estaba reseteando”, describe girando sus dedos índices para ilustrar aquella sensación. De hecho, creía que los ataques con el cuchillo habían sido un sueño. Durante dos días estuvo en el área de ingreso del Reclusorio Oriente,  junto con otros internos recién llegados.

Pero antes de que intentara adaptarse a aquella ciudad tras las rejas, se lo llevaron en una camioneta. Sintió que el trayecto fue largo (después sabría que viajó de Iztapalapa hasta Xochimilco). Al salir del vehículo, lo primero que percibió fue “un olor cabrón a medicina. Sabía que era otra cárcel, pero qué pedo, ahora qué, no mames”.

Escuchó a alguien decir la palabra loco. ¿Loco por qué? Lo habían trasladado al Cevarepsi. Un psiquiatra le cuestionó sobre la relación con su familia y las voces que aseguraba escuchar. “Con mi familia no se metan, a mí háganme lo que quieran”, le contestó. Luego vio a una enfermera dirigirse hacia él con una charola. Le acercó poco a poco una jeringa. De su actitud defensiva, pasó a ver borroso. Todo se movía.

A partir de entonces comenzaría a recibir Haloperidol, un antipsicótico que lo hacía sentirse “como engarrotado”, inmóvil. Tras preguntarle cómo eran sus días allá dentro, confiesa que en poco tiempo se pierde la percepción del tiempo.

Sentado, drogado con medicamentos y bajo “normas tontas”, describe esa época como aburrida, tediosa, horrible. A pesar de que en el taller de pintura el profesor Ricardo Caballero le prestaba libros sobre grafiti, la dosis del antipsicótico lo imposibilitaba la mayoría de las veces.

Las visitas de su mamá eran su única vía para “salir” por un momento y saber qué pasaba del otro lado del alambre de púas. No obstante, también reconoce las diferencias de trato entre un reclusorio y el centro.

Durante sus seis años de prisión, Carlos fue una pelota de ping pong. Viajó de oriente a sur, de sobrepoblación a atención, de escasez de comida y agua a cobijas, de una ciudad viciada donde “los internos tienen el control” a un espacio donde hay solidaridad entre los internopacientes: “Hay banda que tenías que estar bañando porque por su condición, a ellos no les importa”.

Ante la marcada distinción, advierte que algunos de sus compañeros en el reclusorio “se hacían pasar por locos, fingían que se querían matar” para que los trasladaran al Cevarepsi, hecho que confirma la psicóloga Sofía Velázquez: existen internos que, con su transtorno mental, conservan el intelecto suficiente para manipular las pruebas psicológicas y  regresar a los beneficios del centro.

Los muros se han ido. No más murmullos colectivos, olores desagradables, peleas por un pedazo de comida o suelo para dormir. Cumplió su condena. “El hecho de que estés preso no significa que no seas libre”, precisa cuando se le cuestiona qué significa para él la libertad tras aquellos años. Estar rodeado por rejas, reos de todo tipo, policías, medicamento y rutinarios momentos no le arrebató su principal convicción de que “el sistema está mal y es necesaria una reinversión del mundo” y, por lo tanto, mientras pueda elegir, pensar o actuar según esa fuerte premisa, se sentirá libre.

–¿Crees que te sirvió la rehabilitación?– se le pregunta mientras él inhala el cigarro de marihuana que preparó durante la charla.

–No creo en la rehabilitación. El castigo es tonto, no tiene sentido. El encierro no genera reflexión, sino resentimiento, inconformidad. El deseo de matar no se me quita, pero sé que hay autocontrol.

Está seguro de que el peyote le mostró otra visión de la vida. Considera que antes era más arrogante y grosero, y ahora,  más tolerante y sensible. Un cactus logró más que una determinada mirada sobre cada uno de sus movimientos y silencios.

En palabras de Michael Foucault, “la prisión constituye un doble error económico: directamente por el costo intrínseco de su organización e, indirectamente, por el costo de la delincuencia que no reprime”.

–¿Cómo te autocontrolas?– se le cuestiona a quien minutos antes ha confesado que por momentos le dan ataques de inquietud o agresión.

–Pienso en las consecuencias. Por ejemplo, lo que me pasó me llevó a reflexionar que en segundos suceden cosas que te traen efectos graves. Perdí seis años de mi vida. Carlos subraya ese hueco que tuvo durante su juventud, ese lapso que considera desperdiciado.

Aquella “memoria y tiempo de lo que nunca se fue, de la vida que no tuvo, de lo que no será jamás”, mencionada por Rodrigo Parrini en el libro Panópticos y laberintos . Pese a las incontables dosis de Haloperidol y a los más de dos mil días bajo la custodia de las rejas, él aún tiene el deseo de matar. A veces sueña que mata o que lo matan, lo cual lo hace sentir impotente.

El TESORO DE MI VIDA

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Justo la noche en que Néstor Varela gozaba de la exquisita adrenalina que implica entregarse a vivir y, semidesnudo, recitaba con gritos uno de sus poemas, autoridades sanitarias entraron a su casa para internarlo contra su voluntad en un hospital psiquiátrico.

Justo cuando había encontrado el rumbo de su vida y descubierto que es posible ser libre, el escritor fue encerrado. Los días anteriores habían sido de descubrimiento. Tenía sed de más.

A pesar de involucrarse en la política, aspirar lecturas e ideas, gozar de sexo y diversión, deseaba más y más. Huyó de su zona de confort, tomó un avión e intentó desatarse de las instituciones que lo rodeaban (familia, amigos y academia). Tras una breve estancia en Londres, llegó a Barcelona, la raíz de su ser, al lugar donde nació. Buscaba experimentar y construir desde cero. Pero siempre con la convicción de que a mayor libertad, mayor ética.

Con el paso de los días, un intenso brío comenzó a invadirlo. Sus pensamientos eran vertiginosos, hilaba muchas ideas en microsegundos. “Preguntaba dónde se localizaba cierto lugar, pero mis ideas internas no me permitían escucharlos”, explica. Por las mañanas nadaba en el mar y practicaba yoga para intentar equilibrarse, pero por las madrugadas escribía y fumaba exageradamente.

Llegó el momento en que dejó de  dormir y comer. Precisa que al explotar cada latido de su corazón, rasguñó la muerte y así fue consciente de la vida. Bastó que un miembro de su familia señalara su comportamiento como anormal para que durante 16 días estuviera internado en el hospital psiquiátrico de Barcelona.

“Ninguna conducta ni ningún comportamiento puede ser una enfermedad. Mientras tengamos hospitalización mental involuntaria, la psiquiatría será una prisión, un crimen contra la humanidad; no es medicina”, asegura el psiquiatra Thomas Szasz, precursor de la antipsiquiatría junto con David Cooper.

Néstor intentó dialogar con los médicos. “Tenía el tesoro de mi vida en mis manos”, relata conmocionado, y ellos no lo escucharon, sólo lo medicaron. “Fue horrible. Medicado no sientes, no puedes llorar”.

Estuvo encamado. Los efectos de la intervención psiquiátrica resultaron un remedio seguro contra los desvíos de su imaginación y genialidad. Escribía poco. Leía poco. Con la condición de seguir bajo observación de un psiquiatra, se le permitió volver a la Ciudad de México. Él cedió con tal de no seguir ahí.

“Existen muchísimos estudios que confirman el desequilibrio químico en el cerebro –opina Velázquez sobre la premisa de la antipsiquiatría que asegura que aquello es un invento de la industria farmacéutica–, el problema es que algunos psiquiatras medican sin que el paciente lo necesite”. Parcialmente, se le retiró la medicación y todavía visita a su terapeuta. Se pronuncia completamente en contra de la psiquiatría como una medida. Su alternativa es la ética, la cual toma como el escudo que limita sus acciones.

***

¿Por qué ignorar el determinismo psicológico, es decir, que toda conducta humana, incluyendo la delictiva, depende de su estado psíquico, el cual es oscilante? ¿El autocontrol es posible? ¿La psiquiatría es la solución o los denominados trastornos mentales solo son una reacción defensiva ante el enfermo entorno social? Después de todo, reflexiona el filósofo Edgar Morin, “la sociedad es producida por las interacciones entre individuos, pero la sociedad, una vez producida, retroactúa sobre los individuos y los produce”.

Dulce Olvera
Reportera de temas de crisis climática, derechos humanos y economía. Egresada de la FCPyS de la UNAM.
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