La primera vez duele, cómo no. La primera vez, cuando te has hecho más promesas de las que te daría la vida para cumplir, cuando has develado el presente y empeñado el futuro, cuando te has creído que el amor basta, duele, cómo no. Esta vez empiezas a sentir el desacomodo adentro unos meses antes: las palabras suenan diferente, los abrazos dan comezón. Lo ignoras. Pero empiezas a despertarte con una tristeza silenciosa a la que no te atreves a nombrar, para que no sea cierta. Se siguen viendo, como si nada, y te parece que el otro se esfuerza demasiado. Sonríe demasiado. Insiste en cuánto te quiere y es porque se da cuenta, aunque su darse cuenta sobrepase su conciencia. Su piel se da cuenta y exige más de la tuya; la tuya es de teflón y rechaza los dedos de antes: los poros se levantan como espinas y nada te quita el frío. ¿Todo bien? Todo bien, porque no estás listo para explicar nada más.
La tristeza un día se queda dormida y llega la irritación. Su llegada es muy bienvenida porque parece explicarlo todo, y lo que se puede explicar se puede corregir. ¿Todo bien? Es que esto. Es que lo otro. Cambia. Cambio. Cambiemos y las promesas intactas, ey, que las relaciones tienen que evolucionar y las etapas y los procesos y éramos tan jóvenes después de todo. Demasiado jóvenes para aferrarnos, demasiado viejos para liberarnos y dejarlo ir, como dice una canción, y eligen ser demasiado viejos y no dejarlo ir, porque los jóvenes siempre se sienten demasiado viejos: la vida se les va en un respiro, les vuelve en el siguiente y se les acaba en un adiós. Comienzan a pesar los pasos y los gestos que enamoraban son desoladores porque ves en ellos la última vez que nos reiremos con una película, la última vez que nos lloverá camino a casa, la última vez que haremos el amor, y esa última vez es decisiva porque tras nombrarla será imposible de repetir. Lloras, aunque haya sido animal. O tierna. O imperfecta. Lloras y el llanto en la cama o es de éxtasis o es de lo otro y ¿todo bien? Se rompe el dique y no, nada bien.
Entonces llegas a ese café, una tarde. Llegas primero, demasiado puntual, tras haber pensado qué ponerte por horas. Qué tontería: a quién le importa. No quieres ponerte nada que pueda remitir a otra memoria. No quieres ponerte tu ropa favorita y luego no poder volverla a usar. No quieres verte demasiado bien, pero tampoco demasiado triste ni aparentando que no dormiste por pensar en cuál será la primera frase, aunque después eso tampoco importe. Hay cafeterías que están hechas para eso: los meseros son discretos, como de la familia, la gente come rápido y se va, no hay internet ni café demasiado bueno y las galletas muchas veces son de hace muchos días. Esta no es especialmente triste: es cotidiana, y perfecta para esto.
Pides un café aunque sabes que no te lo tomarás. El otro llega y también tiene su frase. El otro sí que se puso guapo, se peinó como te gusta, planea, lleno de entusiasmo, en cómo revertirá tu condena. No sabe que llevas dueleando muchas semanas. Pide otro café y se lo toma de un trago, nerviosamente. Crees que hay mucho que decir pero la cosa se acaba pronto y tal vez se acaba prematuramente por culpa de la mirada indiscreta de una mujer sentada a unas mesas de distancia. Te mira tristemente, a ti, que estás terminando. ¿Cómo se atreve? Baja la mirada y vuelves a lo tuyo, destrozada la solemnidad y la privacidad del momento. Vienen los roces de mano esperados pero ya no esperanzados, las sonrisas tristes, el quizá mañana o pasado mañana o no, no hay nada que hacer porque ya no te quiero o sí te quiero pero no hay nada que hacer de cualquier modo. No quieres esperar el cambio y dejas el café sobrepagado, aunque el otro insiste en pagar como si eso le salvara la dignidad. La chica aquella vuelve a mirar de reojo y te parece que quiere sonreír. No es una mala sonrisa, pero ni la empatía te viene bien ahora, así que te levantas y sales primero, porque no quieres despedirte y seguir caminando con el otro hacia el mismo estacionamiento, hacia la misma parada de camión.
Fue civilizado y eso te enorgullece. ¿Cuál sería el caso de hacer un espectáculo? Para la primera vez está bien: llorar en un parque, abrazarse sentados en el suelo, volverse a hacer promesas y romperlas de inmediato porque la pura perspectiva de despedirse de nuevo una semana después es tan desgarradora, que sobrepasa el desgarre que ahora mismo es tan profundo que te tiene todo el cuerpo dormido. Mátame de una vez y punto. Aferrarse a las piernas del otro para que no se vaya. Querer encogerse hasta ser un hueco y que pase por ahí el viento, que pase, como el tiempo, como el dolor, que pase. Memorizar los ojos ahora ajenos del otro. Memorizar el ahogo para prometerse a uno mismo no volver a amar a nadie. Enfurecerse con quienes pueden sonreír, con el verde del pasto por ser verde y con el futuro por existir y augurar absolutamente nada bueno. Tirarse al suelo a escuchar la misma canción, marearse en el laberinto en busca de otra manera, de un viaje en el tiempo para volver a enamorarse y hacer todo distinto, escribir una carta inacabable que explica todo y no resuelve nada, enflaquecer hasta ser pura hambre, pura sed, llamar y colgar, llamar y llorarse, volverse a convencer y volverse a romper, eso está bien para allá atrás, para cuando creías que para amar había una sola oportunidad, un corazón que se rompía y, convertido en cenizas, se iba por aquel hueco, que era lo que quedaba de ti.
La primera vez duele, cómo no. Duele más que todas, sí, pero no porque amaras más, sino porque creías que al dar el corazón lo perderías. No sabías que se te puliría el alma como un espejo y que sería más exacta cada vez, más inteligente para buscar a quién reflejar. Duele más porque hay menos de ti que cure a lo que queda. Cuando subas al camión podrás sumirte en la melancolía de haber amado y perdido, otra vez. Cuando llegues a casa podrás quitarte la ducha que te diste antes del encuentro, comer helado, sudar mientras lloras y dormirte con ropa, todo eso. A los diecisiete hay más vida delante, pero es como si no. Se puede morir de amor, matar de amor. A los treinta resulta que se puede ser demasiado joven para aferrarse, pero nunca demasiado viejo para liberarse y dejar ir.