La vida es como el Tetris: te avienta piezas de colores y tu futuro depende de que sepas acomodarlas de la mejor manera. Mil personas podrían jugar el mismo juego y nunca transcurriría igual… es absolutamente personal y personalizable, puedes jugar con música o en silencio, elegir los colores de tus piezas (en algunas versiones) y elegir qué tecla hace qué. Hay piezas que quedan donde sea y otras que son una maldición y sólo estorban, pero no hay manera de evitarlas. En Tetris uno cree que hay un dios decidiendo qué pieza enviar, y que se fija en nuestras buenas acciones para decidir, o sea, si uno tiene la paciencia de esperar la pieza que necesita y guardarle el espacio, tiene fe en que llegará, y lo más seguro es que llegue, tarde o temprano, pero no porque nos hayan lanzado una bendición bien merecida luego de todos esos aparatosos cubos, sino por que tocaba, simplemente. De pronto, hay momentos en que las cosas parecen estar en orden: ahí nos rascamos la nariz, cambiamos de posición, nos confiamos… y es entonces cuando todo empieza a irse al carajo: la velocidad aumenta, las piezas caen desordenadamente e incluso las que nos parecían las mejores, arruinan todo, crean huecos, arruinan estrategias, nos traicionan. “Bueno, ya chole, ¿no? Ya me despidieron, ya se murió mi gato, ya se descompuso mi baño. Nomás me falta que me caiga un piano en la cabeza”. Y la tormenta sigue y sigue.
Mi naturaleza obsesiva hace que el Tetris siga siendo, luego de décadas y ante una oferta de juegos infinitamente más ingeniosos, mi favorito. Sin embargo, mi puntaje está atascado desde hace años y dadas las horas que le invierto al maldito juego, es incomprensible. ¿Por qué soy tan mala en Tetris? Y si el Tetris es como la vida… ¿qué estoy diciendo? Para explicarlo será útil mencionar otro juego en el que siempre se espera que yo sea excepcionalmente buena: el Scrabble. Nadie quiere jugar Scrabble con “la escritora” y yo admito que prefiero preservar el mito que embarcarme en una partida: siempre pierdo. ¿La razón? No que todos mis contrincantes tengan un vocabulario más amplio que el mío, sino que, al parecer, no acabo de entender el objetivo del juego. Jugadas como una “s” al final de la palabra de otro jugador son mejores que esperar a juntar las letras que forman “guateque”, pero ¿a quién le importan los puntos? A mí no. Esas jugadas me parecen sucias y poco honorables. Ciertamente prefiero la gloria ingrata de “guateque” que el puntaje malhabido de la “s”. En Tetris me pasa lo mismo: debería hacer lo mejor posible con las piezas que llegan, pero soy incapaz: quiero, siempre, que mis construcciones sean impecables, sin huecos y, de preferencia, que las columnas estén ordenadas por colores. Eso me recuerda la frase de alguna comedia romántica “don’t wait for Mr. Right. Have fun with Mr. Right Now” (algo así como “no esperes al Hombre Perfecto, diviértete con el Hombre Presente”). Además, soy de las que aprieta la barra espaciadora para hacer que las piezas bajen más rápido, lo cual siempre perjudica mi juego. ¿Por qué lo hago? Porque me gustan la emoción, la velocidad. Porque cuando las piezas se amontonan y arruinan todo, el reto es más grande y yo quiero vencerlo, arreglarlo, limpiarlo. Soy, para bien y para mal, de las que siempre esperan que llegue la barra más larga (sin albur) A veces llega, a veces no. Pero cuando aparece y una la ve venir, relamiéndose de expectación (de nuevo sin albur), qué alegría. Y cuando cae donde debe caer y la tensión se libera y una puede decirse “lo sabía, valió la pena esperar”, qué bien se siente. Quiero que todo sea perfecto, o que todo se derrumbe y se vaya al demonio; yo la seguiré esperando. Y seguiré creyendo, aunque las pruebas demuestren lo contrario, que alguien allá arriba, sea el Pixel Cosmogónico o el Dios del Tetris, se apiadará de cuánto he esperado y me mandará, al fin, la pieza correcta.