Mi experiencia sobre este asunto del amor entre los pueblos indígenas se relaciona más bien con el lugar donde he realizado trabajo de campo desde hace veinte años. Lo que me han compartido mis interlocutores nahuas es revelador para mí mismo.
Por Iván Pérez Téllez
Secretaría de Cultura de la CDMX
Ciudad de México, 8 de noviembre (SinEmbargo).- Hace tres meses murió mi abuela materna. Ella no quiso ser enterrada en el pueblo totonaco donde nació, donde reposan los restos de mi abuelo. Prefirió, en cambio, ser sepultada en un lugar en el que era avecindada, donde prácticamente no tenía familia. A mi abuela la “regalaron” con mi abuelo cuando ella apenas tenía 14 años; el primer año durmió a lado de sus suegros, era muy joven para desposarse aún para los estándares totonacos. El amor, por supuesto, no existe en los pueblos indígenas tal como se le concibe en la sociedad no indígena, en todo caso eso que conocemos como amor nace del trabajo mancomunado, la convivencia, el comer juntos, el procrear. Mi abuela, a pesar de que mi abuelo cumplió con todo aquello, no logró amarlo, o no sé, el hecho es que nunca estuvo en paz con ese asunto. Nunca estuvo tranquila con no tener un margen de decisión, y así se lo comunicó a sus hijas al final de sus días.
Mi experiencia sobre este asunto del amor entre los pueblos indígenas se relaciona más bien con el lugar donde he realizado trabajo de campo desde hace veinte años. Lo que me han compartido mis interlocutores nahuas es revelador para mí mismo. En una ocasión, hace algunos años, una joven pareja -en ese momento ya con una familia consolidada- me hablaba de sus desencuentro amorosos, de sus incomprensiones mutuas al momento del “cortejo”. Él era un hombre trabajador y de una familia acomodada del pueblo, ella era más joven que él y sus consideraciones rondaban en ese momento sobre la idea del amor romántico citadino; él por su parte estaba chapado a la antigua, creía que era muy buen partido dado que era trabajador y responsable, así que sin haber hablado con ella pensó que era suficiente mandar a la siwatlanki -pedidora- para que le concedieran en matrimonio a la chica. No resultó nada simple, ella no lo conocía y lo veía como una persona algo mayor y, como decía, anticuado. La labor de la pedidora fue por supuesto ardua y después de varias visitas y entrega de regalos -nada se hace diciendo, sino haciendo e insistiendo- le concedieron a la mujer en matrimonio. No obstante, ese primer desencuentro rondaba con frecuencia en la cabeza de él. En esa ocasión, en su casa, se reprochaban mutuamente las incomprensiones, él se había sentido rechazado, ella le reclamaba por qué no se había animado a hablarle, como ya acostumbraban los jóvenes de su generación.
Como mencioné, el amor no existía entre los nahuas de hace veinte años; es decir el amor y el respeto no pueden existir como sentimientos en abstracto, ni como discurso. Ahora todo se ha modificado gracias a la utilización de tecnologías y al alto grado de escolarización en el pueblo, entre otros factores. Sin embargo, algo queda de ese esquema de amor, en el que se demuestra interés y afecto haciendo y no hablando. No es con palabras que se “enamora” a una mujer, sino haciendo, gastando dinero, haciendo fiestas, comidas, involucrando a las familias y recurriendo a los protocolos rituales nahuas. Una mujer cuesta, piensan mis interlocutores nahuas. A decir verdad, la reciente bonanza económica también ha posibilitado que se retomen algunas prácticas asociadas a la diplomacia de la petición y casamiento nahua; enviar a una siwatlanki a que hable con las piedras del tenamastle, los verdaderos dueños del hogar; llevar tlapalole o regalos como aguardiente o pan bollo, son prácticas que se fortalecen. Con todo, hoy día es cada vez más frecuente que las relaciones interpersonales se den entre individuos, y no entre familias como ocurría antaño, y que la idea de enamoramiento citadino prevalezca entre los jóvenes nahuas.
Entre los nahuas -esto parece una obviedad-, el deseo y la infidelidad existen, sí, pero el esquema general, aceptado por hombres y mujeres, pondera el valor de la pareja monógama. Antiguamente, algunos comerciantes varones tenían hasta dos esposas, los nahuas en general se “compadecían”, consideraban de por sí es difícil sostener una relación con una sola mujer, con dos: doblemente, en todos los sentidos. En este sentido, los cuerpos no se consumen, desde la perspectiva nahua es un poco insensato -y una clara falta de respeto- estar buscando en muchas mujeres lo que ya de por sí tiene una. En cierta ocasión, me dijeron claramente: “Pero si todas tienen lo mismo”.
Para los nahuas es torpe buscar lo que ya de por sí posee una pareja, en el caso de la sexualidad. Pero este modelo no sólo es aceptado por las mujeres, entre los propios hombres parece operar. En su experiencia migrante de finales del siglo pasado, mis amigos nahuas pasaron largas temporadas en Estados Unidos trabajando hasta tres turnos al día para conseguir ahorrar dinero suficiente para capitalizarse y retornar a su pueblo, como efectivamente lo hicieron una década después. Durante este largo periodo era habitual que no tuvieran una vida sexual, hablo de la generalidad. Otras experiencias contrastaban porque algunos agricultores nahuas regresaban completamente cambiados después de su experiencia migratoria, y sus relaciones amatorias con mujeres norteamericanas; desde su perspectiva, no habían seducido a una mujer mestiza de la región -que los miran con desprecio y racismo- sino a una “gringa” que estaba, en una supuesta escala, en un peldaño claramente superior. Eso les había cambiado la vida, ese aspecto de su vida. Incluso algunos jóvenes nahuas se casaron allá.
Como en nuestra sociedad, el machismo existe, la violencia igual. Es interesante cómo en la concepción nahua estos mismos rasgos sociales se viven, aunque de manera inversa: un hombre no es gran cosa por sí mismo, para ser una verdadera persona necesita unirse a una mujer, sólo así un hombre podrá acceder a tener una responsabilidad y establecer relaciones sociales comunitarias, como el compadrazgo, incluso ostentar un cargo civil o religioso. Es más, una persona que no se desposa será siempre considerada siempre como un infante, y durante su ritual fúnebre se le tratará como un ser incompleto, como un niño, y su destino post mortem no será el Miktlan, lugar de las personas acabaladas y plenas. En este sentido, los logros de un hombre son considerados también los de su esposa, un mayordomo principal será tratado a morir de manera especial, de igual modo la mujer, el trabajo fue de los dos.
Mi abuela no quiso ser enterrada junto a su marido, y dudo que quiera verlo en el otro mundo, más bien hablaba de extrañar a su madre y a sus hermanos, tenía ganas de irse allá a encontrarse con ellos, y así lo hizo. ¿El destino de ella hubiera sido distinto de haber elegido si casarse o no?, ¿hubiera tenido una mejor vida? Sinceramente no lo sé, mi abuela era reservada y sus sentimientos era una materia nebulosa, pero de haber tenido un margen de decisión algo hubiese sido distinto, de esto estoy seguro. Por mi parte, cuando llegue el momento, espero ver nuevamente a mi abuela Esperanza, allá, en el otro lado.