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La última gran estrella, cinta protagonizada por el actor Burt Reynolds para recordar su legado

08/10/2018 - 12:10 am

El director Adam Rifkin le otorgó a Burt Reynolds un papel definitivo para corroborar unas aptitudes dramáticas que nunca fueron ponderadas con justicia.

Por Lorenzo Ayuso

Madrid/Ciudad de México, 8 octubre octubre (ElDiario.es/SinEmbargo).- “¿Sabes cómo llaman a mis películas hoy en día? ¡Camp! Ya no asustan a nadie”, se compungía un contrariado Boris Karloff para justificar su decisión de retirarse en la primera bobina de El héroe anda suelto. No era Karloff el que amenazaba con su repliegue, sino su trasunto Byron Orlok, pero hasta la cadencia fonética del nombre desnudaba el juego de espejos armado por Peter Bogdanovich en su debut como director: oponer el horror falso, el que se proyecta bajo estrictas acotaciones y tramoyas, al real, que no responde a ningún arbitrio. El talludo caballero del Terror Clásico se ajustaba los galones para acallar el cañón del francotirador que asolaba el estreno de su último producto, y replantearse su trascendencia en su último rollo vital. Por mucho que titilase, su estrella perduró. Aún perdura.

Vic Edwards, alter ego a imagen y semejanza de Burt Reynolds, ergo La última gran estrella, hace por el bribón con el mostacho más espeso que Hollywood haya visto encerar lo mismo que media centuria antes hiciera Orlok por Karloff. Proporcionarle un estrado desde el que inclinarse en una genuflexión antes del aplauso definitivo. Uno bien merecido.

CRÉDITOS QUE SON DEBITOS

“Hay tres etapas en la vida de un actor: joven, viejo y “se te ve bien”. Mi consejo a los actores maduros, que no siempre he seguido, es interpretar a personajes acordes a tu edad. Los galanes tienden a insistir demasiado. No puedes meter tripa eternamente”, advertía Burton Leon, natural de Lansing, Michigan, en su autobiografía But Enough About Me, publicada en 2015.

Para entonces, achacando la incipiente ochentena, daba ejemplos de la imposibilidad de vencer al destino por más que el cine se lo propusiera con su promesa de eternidad: operaciones de corazón, cadera y espalda, tratamientos de choque contra las adicciones a los tranquilizantes para apaciguar los dolores provocados por años de stunts… Todo ello muescó su cuerpo, confiriéndole una fragilidad impropia del descarado macho alfa que fue. No se puede ser siempre un Rompehuesos.

En La última gran estrella, la motricidad de quien fuera en los cincuenta promesa truncada del fútbol americano y jinete aguerrido en la década siguiente se dictamina dificultosa, encorvado sobre su bastón. Esos numerosos cuadros en los que los jóvenes a su alrededor lo observan ir y venir nos muestran una parsimonia inevitable, que sin embargo contrasta con la energía que aún emana del primer plano. Aun recostado, aunque el tiempo haya ido consumiendo sus rasgos, su voz ruge tajante, poderosa; y su arqueo de cejas tan cargado de la ironía y teatralidad que uno recordase.

Burt Reynolds y Ariel Winter en La última gran estrella. Foto: ElDiario.es

Adam Rifkin sabe gestionar la pólvora que este eterno admirador de Spencer Tracy guardaba en la recámara, esperando el momento adecuado para detonarla. Cuenta el guionista de Pequeños guerreros que nunca hubiera seguido adelante con el proyecto si Bandit hubiera rechazado su oferta, pues había sido escrito específicamente para él y para nadie más. Resulta evidente el paralelismo entre la pandilla de cinéfagos obnubilados por recibir a Vic Edwards en su precario festival cinematográfico y la dicha que debió de sentir el cineasta y fan al escuchar el sí rotundo de su ídolo formativo.

“Quería devolverle algo por todos los años de alegrías que nos había dado a mí y a sus fans durante décadas”, explicaba Rifkin en una elegía pública publicada por Deadline Hollywood. La admiración que profesa se atestigua al otorgarle la oportunidad de actuar y no de figurar, tarea a la que se había visto reducido en los años previos de apariciones en títulos ignotos casi siempre destinados al vídeo. Años en los que era solo un gustoso reclamo para inversores carrozas y espectadores confusos, donde no parecía requerírsele más que su nombre, perdido del radar de los estudios a los que tanto dinero reportó. Aquí tiene un papel, uno que estruja con la fuerza de un joven, con el temple de un anciano y, demonios, luciendo bien.

VOLVER A RECONOCERSE

“He hecho más de un centenar de películas. Estaré orgulloso de cinco de ellas”, calcula el expeditivo Sharky, alias Stick, alias Malone, al pensar en su historial. ¿Boogie Nights? Bah, nunca la llegó a ver entera, escocido como estuvo con Paul Thomas Anderson y su desinterés por el deporte. ¿Defensa? Si tuviera que encapsular uno de sus filmes en una máquina del tiempo, sería la de Boorman, claro. ¿Y La última gran estrella? Para cuando dejó sus recuerdos redactados, aún restaban un par de primaveras para que le llegara su manuscrito al buzón del otrora gran cacique de la taquilla estadounidense entre 1978 y 1982. Pero no dudaría en descuadrar su balance al incluirlo en el haber.

Por de pronto, no verán bólidos quemando goma ni chicas con las que flirtear, como él mismo bromease en plena promoción llamando la atención sobre ciertas constantes de su carrera. En su lugar, hay grandes parlamentos que permiten al protagonista reafirmarse ante quienes lo tenían por un mero showman, el invitado más fogoso de Johnny Carson. Como si no fuera eso suficiente.

Burt Reynolds, entre aplausos en La última gran estrella. Foto: ElDiario.es

Es una interpretación introspectiva y retrospectiva, con la que conciliar, de nuevo, dos mundos: el real y el espejo deformante de la fama ya caducada (el otrora viril vaquero al servicio de La ley del revolver al galope de un caballito de juguete delante de un universitario con handycam). Una interpretación honesta, para terminar de expurgar los pecados pasados (¿sentiría el homenajeado la confesión de Vic a su primera mujer Claudia como una súplica pública a Sally Field? Sea como fuere, es un momento escénico excelso). Una interpretación de la que también aprender por su enfoque y temple, en contraste con el excitabilidad de que hacen gala tanto Ariel Winter como su improvisada asistente personal y el resto del reparto de tardoadolescentes que aún no domina el arte de embrujar a la cámara.

Pero como todo aprendizaje, la interpretación se basa en el auto-aprendizaje. Reconocerse y darse margen para crecer, corregirse y mejorar. Rifkin hace literal esa máxima, con un inspirado e inmersivo uso del metraje de archivo (algo de lo que sabe bien, siendo uno de los gurús dentro del macroproyecto Trailers From Hell), que cita al anciano con su yo de los años dorados, para comunicarles unas últimas directrices. Sendos encuentros con el hombre crepuscular pueda resolver deudas pendientes y quedar en paz con el icono eterno.

LO MEJOR ESTÁ POR VENIR

“Miro atrás y me siento orgulloso de lo que conseguí y decepcionado por mis fallos. Siempre quise experimentarlo todo y caer con gracia. Hasta ahora ha ido bien. Sé que soy viejo, pero me siento joven. Y hay algo que no me podrán quitar jamás. Nadie se lo ha pasado mejor que yo”. El punto final en las memorias de Burt Reynolds parecía escrito para ser leído con la entonación de un punto seguido, como previendo un buen mensaje que grabar en lápida por si acaso la parca le pillara de improviso, pero con una cierta curiosidad, incluso esperanza, en el futuro.

¿Qué hubiera sido de él una vez en el Hollywood de Quentin Tarantino, cuya hilera de estrellas se mostraba ansioso por engrosar apenas tres semanas antes del fundido a negro definitivo? El retorno a las grandes ligas, incluso la posibilidad de aspirar al eunuco dorado. La sola idea era ilusionante para un intérprete de 82 años que se había probado capaz de seguir pasándoselo bien ocupando obediente su marca en el set. Más aún, que se demostró en condiciones de cargar la responsabilidad de una cinta sobre su dañada espalda si era menester. Cuando esta se tambalea, tan ensimismada en su premisa como para costarle avanzar, es él el bastión que devuelve el equilibrio. Empujarlo a tal sobreesfuerzo solo puede entenderse como otra señal de respeto a unas aptitudes dramáticas no siempre ponderadas con justicia.

Burt, copiloto de Burt en La última gran estrella. Foto: ElDiario.es

La última gran estrella no solo supone la reverencia largamente postergada, el premio honorífico que le faltaba, sino también la posibilidad de que el Caradura sienta que aún esperan millas por recorrer. Disfrutar de la idea del final, durase lo que durase.

“Con que ganó un Óscar. ¿Y a quién le importa?”, resuelve con desdén un productor cuando le ofrecen a un sustituto para Orlok/Karloff, nada más empezar a pasar por los rodillos El héroe anda suelto. El lord de los sustos, enrocado en la idea de que el mundo ya no precisaba de sus servicios, acabará contradiciéndose al desarmar al psicótico de un certero bastonazo. “¿Es esto de lo que tenía miedo?”, se cuestionaba en sus (casi) últimas palabras estampadas sobre celuloide. En el tercer acto es donde se prueba quién tiene los arrestos, quién perdura. Quién es, sigue siendo, una estrella, por mucho que haya titilado.

Vic/Burt sonríe, acaso porque comprende también que la realidad se le quedó pequeña. Quedan las películas, queda en las películas.

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