La muerte voluntaria de Luis González de Alba (1944-2016), el domingo pasado, evocó el último acto, bestial y fanático, de Yukio Mishima (1925-1970). El suicidio siempre estuvo ligado a la literatura, pero hay casos, como los mencionados, que constituyen en sí mismos gestos poéticos definitivos.
Ciudad de México, 8 de octubre (SinEmbargo).- “La peripecia existencial y la obra literaria de Yukio Mishima fueron la preparación fundamentada de su propio sacrificio ritual, anticipado como un poema barroco”, dice la voz del locutor en un documental sobre la vida y muerte del artista japonés, elaborado por TVE.
Se refiere al fatídico 25 de noviembre de 1970, cuando el autor de más de veinte novelas, decenas de piezas teatrales y numerosos cuentos, poemas, artículos y ensayos, acompañado de cuatro miembros de la Tatenokai, una milicia privada creada por el propio Mishima, se hizo el harakiri que terminó con su vida, a los 45 años de edad.
En realidad fue la ceremonia del seppuku, una muerte ritual muy dolorosa que se cierra con la decapitación a cargo de un asistente y con la que el candidato en varias oportunidades al Premio Nobel entró a la historia.
El suicidio y la literatura siempre han tenido, desafortunadamente, una relación estrecha, pero hay muertes voluntarias que constituyen gestos literarios definitivos, ceremonias teatrales destinadas a conmover un sistema social y público determinado.
Eso fue la muerte de Mishima y eso también fue, sin duda alguna, la partida del mexicano Luis González de Alba, el pasado domingo, en Guadalajara.
Al igual que en el caso de Mishima, el autor de Los días y los años construyó una obra literaria marcada por las ideas políticas y la militancia: la pluma como herramienta de protesta y transformación.
Con una pistola 22 en el pecho en su casa de Guadalajara, el líder del movimiento del ’68, un hecho por el que sufrió prisión en Lecumberri, cerró un ciclo de pensamiento al rojo vivo, que más allá de valoraciones intelectuales y políticas, pareció que lo iba condenando poco a poco a una prisión existencial caracterizada por el resentimiento y la amargura.
EL SUICIDIO, UN GESTO DE CONGRUENCIA
“Sí, quizá no era una persona entrañable. Sí, quizá era un misógino. Sí, sus columnas políticas eran incómodas, a veces excesivas. Sí, eligió (y planeó hace meses) quitarse la vida en 2 de octubre, (y, cabrón como era, hasta logró ser trending topic, para rabia de sus detractores, que no son pocos). Sí, su columna de ayer domingo, su despedida rabiosa, cargada de rudeza por demás innecesaria da cuenta de quién era, letra a letra”, escribe en un pequeño ensayo a mano alzada a pocas horas del fallecimiento de Luis González de Alba la periodista Adriana Bernal.
“Su Twitter y su Facebook también dan cuenta de ello, pero, como todo en la vida, hay peros destacables: la literaturización de la autobiografía, incluso del auto-escarnio; su narrativa homosexual como encuentro consigo mismo; la poética homo erectus como un camino de dolor…. su afán, estudio y reflexión en temas científicos. En política: sus rabias, sus enconos. Su “pleito casado”, rabioso, dolido, enconado, hiriente, cargado de maldad hacia Elena Poniatowska que, en lo personal, a los años ya me parece rudeza innecesaria…Crueldad per sé…”, prosigue la titular de la página literaria que lleva su nombre (adrianabernal.mx).
“En medio de todos y cada uno de sus NO, sus Sí. Que son muchos. El último de ellos: yo me largo de esta vida el dos de octubre. De un balazo, con una .22 (porque es un arma pequeña, porque no pesa, porque tiene poco rebote) y no en los sesos, en el mero pecho, directo al corazón (o indirecto, a saber). Y ahí, que no en “el valor para suicidarse”, sino en la elección decidida y planeada de quitarse la vida hay un tema, un gran tema. Una lección. Queramos aprenderla o no. Queramos verla o no. Pensarla o no”, desafía Bernal.
“También en su rabia, en sus posturas, hay un legado. Hay una historia. Hay camino para transitar hacia la reflexión”, concluye.
“Su muerte ha sido el acto último de su salvaje libertad”, opinó en su columna de Milenio el escritor Héctor Aguilar Camín, quien formó parte de los agradecimientos del último libro de González de Alba: El último tequila, editado por Cal y Arena y contó los últimos pasos dados por el escritor, anticipando su muerte voluntaria.
“Luis pasó las últimas semanas arreglando febrilmente con su editor de Cal y Arena, Rafael Pérez Gay, la cesión de todos sus derechos para la publicación de su obra, incluyendo dos libros ahora póstumos: su revisión cabal del 68 y una colección de artículos de divulgación científica.
Dejó la tarea de la edición de este último volumen en manos de Rogelio Villarreal, junto con las regalías correspondientes, en pago por su trabajo. Advirtió a Pérez Gay que su sobrino tenía el resto de los derechos y con él debía arreglarse”, cuenta el autor de La guerra de Galio.
“Estoy triste pero no estoy de luto. No creo estar frente a una desventura personal, sino frente a una muerte elegida, que fue para su autor una liberación, el último acto de una vida salvajemente dedicada a ser libre”, advierte Aguilar Camín.
LA MULTIPLICIDAD DE UN ÚLTIMO ACTO
Uno no se mata por una cuestión política ni para timonear un acto teatral en el límite; las causas de una muerte voluntaria son secretas y complejas. En el caso de Luis González de Alba, que era seropositivo, también sufría de vértigo, un trastorno espantoso que produce la sensación de movimiento cuando está todo quieto.
“En alguna comida en el ya extinto restaurante Tinto y Blanco, Luis me dijo que en el momento que se supo seropositivo le había caído un veinte: tenía que pensar de qué se quería morir. Tenía claro que de sida no y luchó y se cuidó todo lo necesario para nunca desarrollar la enfermedad. Le parecía horrible, dijo, morir de cáncer, así que había tomado la decisión que procurar el infarto: pidió un chuletón de cordero con harta grasa”, escribe Diego Petersen en su columna de El Informador.
Quién sabe si la enfermedad fue el principal motivo para quitarse la vida, pero eso no es lo importante aquí, donde lo que tratamos de dimensionar es precisamente lo que ese acto tiene de multiplicador al explotar fuera de la órbita de lo privado, resignificando una fecha o funcionando como un discurso opuesto a un estado de las cosas con las que no se está de acuerdo.
En los últimos tiempos, los pensamientos de Luis González de Alba eran cuando menos temerarios. Decía cosas indefendibles como que los padres de los 43 eran unos vividores o atacaba sistemáticamente a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en un ejercicio nada original de demonizar a las víctimas, tan extendido en nuestros días.
El que ayer lideraba un pensamiento contracultural, fue en la vejez cimentando un ideario muy ajustado al poder imperante que hoy predican y divulgan sus admiradores calificándolo como el “más lúcido de su generación”.
Sin embargo, el último acto está ahí, pretendiendo volar con alas amplias sobre los debates domésticos entre los que se quejan porque La Jornada “ninguneó su muerte” y aquellos que lo pintaron poco menos que como un proto-hombre incomprendido que entre muchos secretos hasta el de la vida parecía poseer.
Suicidarse un 2 de octubre parece haber sido para Luis González de Alba una ceremonia a lo Mishima, quien entre otras cosas pretendió reinstaurar el imperio en Japón y se destripó frente a las cámaras de televisión.
“El artista que llevaba dentro fue sin duda quien decidió cómo hacer el mejor uso de la muerte. Por muy horrible que nos parezca su muerte, tanto a nosotros como a sus compatriotas, no se puede negar que tuvo un toque de nobleza. Nadie dirá que fue obra de un loco, ni siquiera de un momento de locura”, escribió Henry Miller (1891-1980) en su hermoso ensayo Reflexiones sobre la muerte de Mishima.
“No lo veo meramente preocupado por restaurar la monarquía, ni siquiera por reconstruir un ejército japonés, sino más bien por despertar al pueblo japonés a la belleza y eficacia de su propio modo de vida tradicional”, agregaba el autor de Sexus.
A diferencia del escritor japonés, el mexicano de Charcas eligió un suicidio privado y en soledad absoluta. Como cuando el poeta Paul Celan (1920-1970), cansado de escribir en la lengua de sus victimarios, se arrojó al Sena a la temprana edad de 50 años. Como cuando el cubano Reinaldo Arenas (1943-1990) entregó su voluntad final al deseo de una Cuba que pretendía libre de un Gobierno con el que no concordaba.
“Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre”, escribió el autor de Antes que anochezca, quien tenía apenas 47 años cuando falleció, convencido de que Fidel Castro había sido el causante de todos sus padecimientos en el exilio en Nueva York.
Una breve recorrida por las redes sociales es muestra hoy de debates encendidos en torno a la figura de Luis González de Alba. Los que lo adoran deshonran a los que lo cuestionan y viceversa.
Su último gesto literario ha funcionado al parecer como combustible para las llamas enardecidas que arden junto a su cadáver todavía tibio.
Sin embargo, es esa autoinmolación lo que le permite trascender con una dignidad extraordinaria la mera taxonomía de la actualidad. Preso de la historia, se entregó en cuerpo y alma a la historia y como Mishima, su muerte tuvo un gran toque de nobleza. Y no, no estaba loco.