Sandra Lorenzano
08/09/2024 - 12:02 am
No olvidar el cardumen al que pertenecemos
“Las historias propias y ajenas que se van cruzando en el relato construyen una conmovedora red de recuerdos, dolores y solidaridades”.
A veces pareciera que la vida se nos va en buscar estrategias para escapar a la melancolía. O para convertirla no en un eterno domingo en la tarde, como es la inclinación del melancólico, sino en un camino para conectar con aquella parte de la realidad de dentro y de fuera de nosotros mismos que más nos importa. La melancolía hace equilibrio en el filo del tiempo, ese gran enigma.
Podemos entonces vislumbrar algo de ese misterio que nos vincula a lo inefable. Como cuando miramos el firmamento y nos perdemos en la profundidad de las estrellas.
“Ojalá los telescopios no miraran sólo al cielo, sino que pudieran traspasar la tierra para poderlos ubicar”, dice una mujer en una de las escenas del documental de Patricio Guzmán, “Nostalgia de la luz”. En él, a partir del imponente paisaje del Desierto de Atacama, en el norte de Chile, con el cielo más limpio del mundo para estudiar la bóveda celeste, el cineasta dice: “La memoria del pasado da luz a la oscuridad y calla al silencio. Vuelve a estar ahí con un solo propósito: cuestionar el presente y darle sentido.”
Atacama es, de este modo, el gran libro de las evocaciones. Allí los astrónomos estudian la memoria que guardan los astros, y los arqueólogos pueden reconstruir el pasado gracias a que ese suelo reseco guarda los restos momificados de seres que habitaron allí hace miles de años. Pero hay también otros arqueólogos, especialmente mujeres, que podríamos llamar “arqueólogas del dolor”. Son las hijas, las madres, las compañeras, de los torturados y desaparecidos durante la dictadura de Pinochet. Entre el arriba y el abajo, el cineasta les rinde un bellísimo homenaje a las que están y a los que ya no están.
Un viaje similar nos propone la escritora y actriz, también chilena, Nona Fernández, en su conmovedor libro Voyager (Random House, 2019). Treinta años menor que Patricio Guzmán (él nació en 1941 y ella en 1971), también Nona construye su texto en torno a la memoria: la del cosmos y la de la dictadura. Esta suerte de ensayo autobiográfico comienza con un desmayo de la madre. Cuando ésta vuelve en sí, no recuerda lo sucedido; lo reconstruye, entonces, a partir de los testimonios de quienes la vieron perder el sentido. Las imágenes de los estudios neurológicos que le realizan le recuerdan a la narradora un paisaje astral.
La astronomía y la astrología cruzan en estas páginas ciencia y mitos, recuerdos y sueños. El Desierto de Atacama y un hospital le permiten explorar, como las sondas “Voyager” lanzadas por la NASA, “fragmentos de la memoria estelar”.
Casi al mismo tiempo que comienzan los desmayos maternos, Nona Fernández recibe una invitación a “firmar una solicitud dirigida a la Unión Astronómica Internacional” para “avalar la intención de crear una nueva constelación en el firmamento”. Una constelación para honrar la memoria de veintiséis hombres de los miles de asesinados por el régimen militar: veintiséis chilenos ejecutados por la llamada “Caravana de la muerte”. Así se vuelve la madrina de uno de ellos: Mario Argüelles Toro, asesinado a los 34 años. Su viuda, Violeta Berríos, forma parte del grupo de mujeres de Calama que rastrillaron, durante más de veinte años, el desierto en busca de algún resto de sus seres queridos. La memoria del cielo y la memoria de la arena.
Las historias propias y ajenas que se van cruzando en el relato construyen una conmovedora red de recuerdos, dolores y solidaridades.
A los seres humanos nos sucede como a la imagen de Piscis, la constelación del zodiaco, en la que las estrellas parecen formar dos peces amarrados por una cuerda desde sus colas. “Cada uno de ellos va hacia lugares opuestos, pero no pueden separarse, la cuerda los mantiene unidos” (p. 74)
La ceremonia que se hace para bautizar a las estrellas se convierte en un ritual de duelo colectivo y llanto sanador: “Sacando una pena que está ahí, anclada en algún lugar de nuestros cuerpos. Un sentimiento común que reconocemos, un lazo invisible que nos une y nos da a entender que sólo somos peces amarrados de la cola a otros peces. La soga que nos ata es el talismán que nos protege. La llevamos para no perdernos, para no olvidar nunca el cardumen al que pertenecemos.” (p. 101)
Seguramente recordar esto -el cardumen, la pertenencia, la alegría de sentirnos acompañados- es el mejor modo de escapar a la melancolía. Incluso los domingos en la tarde.
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