Jean Baudrillard (Reims, 1929 – París, 2007) Ensayista y sociólogo francés. Estudió filología en La Sorbona y fue profesor en la facultad de Letras y Ciencias Humanas en París-Nanterre. Baudrillard analizó las modernas sociedades de consumo, centrándose en los medios de comunicación como creadores de simulacros (manipulación de información, cifras oscilantes) y de la cultura virtual como concreción de un mundo hiperreal en que los sujetos pasan a ser objetos. Por sus puntos de vista subjetivos y deliberadamente polémicos fue considerado un abanderado de la idea de la llamada posmodernidad.
Por Betina Keizman
Ciudad de México, 8 de septiembre (SinEmbargo).-
El insaciable
Un hombre muy pobre se encontró con un viejo amigo que hacía milagros. El primero se quejó amargamente de su pobreza y el otro, para ayudarlo, tocó con su dedo un ladrillo que se convirtió en oro y se lo ofreció. El pobre dijo que eso era muy poco. Entonces su amigo tocó una estatua de piedra que también se convirtió en oro y se la dio. El pobre volvió a decir que era muy poco. Su amigo le preguntó: “Dime entonces, ¿qué quieres?”. El pobre contestó: “Quiero tu dedo”
Feng Menglong. Tomado de Largueza del cuento corto chino
Desfilaron manchas azules, anaranjadas, rojas, como las que se contemplan al dirigir los ojos directo al sol, pero en este caso no lo cegaba la luminosidad sino su propio esfuerzo por entender. El enunciado era indescifrable: “La vida es una serie de posibilidades, un juego hermético donde las vías del azar enredan la voluntad y definen a su arbitrio los acontecimientos”. Desde cuándo las palabras podían ser tan esquivas o sádicas. Se masajeó la cabeza, insistiendo a la altura de las sienes. Cual hada salvadora, una clienta entró en el negocio, por completo inconsciente de su papel de redentora casual. El paso firme, algo acelerado, definía su apuro por finiquitar las compras al filo del mediodía. La mujer quiso ver medias, remeras, anteojos de sol y al final optó por un piyama infantil con un diseño de autitos azules y rojos. Cerrando la puerta tras ella, Lauro bajó la cortina del negocio cuando el reloj señalaba la una de la tarde.
Su interés por la frase de la semana venía de larga data y no era muy distinto a la atracción que alguna gente tiene por el horóscopo o las necrológicas; los memes, por el contrario, constituyen otro episodio del mundo de las adicciones, un episodio que no puede archivarse, uno que circula tan rápido que cuando la pantalla se oscurece ya empezamos a olvidarlo. Digamos que en su caso la frase de la semana era un trámite sin mayores repercusiones, un rito degradado a gesto automático no muy distinto al que nos lleva a prender la luz en un cuarto oscuro. Al final del día pegaba las frases en un cuaderno que con los años se había abultado y cuyas hojas iniciales estaban amarillentas e ilegibles. Ni siquiera recordaba el origen de la costumbre, tampoco qué motivos determinaron que la conservara por tantos años. Lo único certero es que la sentencia de Baudrillard lo enfrentaba por primera vez el problema de la comprensión. La dificultad le recordó, casi automáticamente, sus años de escuela. Allá lejos y hace tiempo, Lauro estaba entre los alumnos aventajados. No estudiaba para las pruebas pero pasaba sin estrecheces gracias a su memoria ágil, aliada a cierta elasticidad mental que le permitía anticipar las preguntas. El tiempo había barrido esa tonicidad, y ahora, mal de cuarentón, sus reflejos perdían urgencia en un proceso que asociaba al desgaste de los materiales de su propio cuerpo.
Cuando se levantó el dolor de cabeza estaba declarado y para exorcizar esa rigidez, tal vez por un intento pueril de romper la rutina, fuera por a o por b, decidió que ese sábado mantendría el local cerrado. Si no era por esos lujos, qué beneficios obtenía de su carácter de trabajador autónomo. Así que por la mañana dejó pasar las horas, paladeó su decisión en la cama y después se obligó a un desayuno dilatado con pan tostado y café. Más tarde descartó los planes habituales del fin de semana: reunirse con los amigos de la cancha, visitar a su padre o retardarse con una cerveza. Digamos que, para estar a la altura de aquella frase, una vocecita interna le exigía sustraerse de los gestos rutinarios, de los sabores convencionales a fuerza de repetidos, como tomar un whisky con hielo, ni siquiera tenía whisky en su casa, le pareció la única salida que vislumbraba en ese instante para su propia sumisión culpable ante los dioses fofos de la reiteración. Para colmo, la sentencia de Baudrillard estaba entre los diarios que su mujer usaba para limpiar los vidrios, es decir que cargaba una especie de estigma, a menos que considerara aquello como un rescate de la muerte, nada tan lejos de la verdad, porque si seguían comprando el diario era justamente para almacenar una provisión de papel a la hora de limpiar los vidrios. Imaginó que llamaba por teléfono al periódico y pedía hablar con el encargado de la columna. No se lo pasarían. Puede que fuera el cadete, un pinche que surfeaba en internet frases selectas de la cultura universal. ¿Acaso la frase estaba escrita en chino? La leyó otra vez. No descartaba que por insistencia o por melodía la comprensión se abriera paso sin que él mismo se diera cuenta, colándose entre las redes de su propia inteligencia. Niente. Rendido por rendido barajó otra opción: someterse a una intención leve, relegar las actividades y que la postergación allanara un camino que lo alcanzara con el golpe iluminador de un rayo de saber. De nuevo pensó en la escuela, puede que lo inventara, pero a veces los conocimientos los había adquirido mirando distraído hacia otro lado. “La vida es una serie de posibilidades, un juego hermético donde las vías del azar enredan la voluntad y definen a su arbitrio los acontecimientos”. Lo más peliagudo venía después: “lo que no se realiza aporta tanto al mundo de lo existente como lo que sí se realiza. Cuando la separación entre las dos opciones es irreversible” –leyó Lauro– “cada opción vive en la nostalgia o imposibilidad de lo que no fue”. Trató de calzar la frase en alguna estructura mental que le aportara sentido, pero de nuevo falló. Devolvió la hoja, plegada, a la mesita de luz.
El año anterior se había obsesionado con un programa de televisión donde unos tipos compraban depósitos cerrados. Era una emisión que se alimentaba de la intriga, una especie de tótem de paja y cuero a cuyo alrededor danzaban los protagonistas bajo un estribillo hipnótico: qué vamos a encontrar, qué vamos a encontrar, qué vamos a encontrar. De aquella pregunta madre se desprendían otras que caían arrastrando a la siguiente: ¿el hallazgo será más valioso que el precio del depósito?, ¿les cambiaría la vida con un billete de ida a la felicidad? ¿Habría ganancia, un tesoro o tendrían que conformarse otra vez con ropas cagadas por los gatos y juegos infantiles arqueados por la humedad? Esas y otras ansiedades disfrutaban de la vida autónoma de las sanguijuelas que chupan la sangre de sus portadores. Era un programa sanguijuela, justamente, desde su misma concepción, aunque los participantes fingieran ignorar el origen de desastre de aquellos cuartos cerrados y se obligaran a pensar en mudanzas u olvidos, descartando las opciones más probables de divorcios, muertes y bancarrota vital generalizada. Hablando con honestidad, por qué se aficionó al programa si en un principio, lo recuerda bien, se había sentido desacoplado de esas expectativas groseras y de la insistente ambición. En particular le disgustaban los planos detalle del perfil de los participantes, donde siempre podía contarse con una lengua ansiosa que tanteara la cavidad interior de la boca, produciendo en las mejillas ondulaciones crispadas que le provocaban vergüenza ajena. Pero a fuerza de ver el programa, esas impresiones se modificaron. Para empezar, tuvo que reconocer que experimentaba en carne propia la intriga que antecedía a la apertura de la bodega. Temblaba junto a ellos ante la inminencia. Los tipos, aunque estúpidos y con esas vestimentas que subrayaban un aire extranjero, daban forma tangible a un estado de emoción que solo en ocasiones excepcionales se manifiesta sin ningún pudor. Lo mejor del programa eran sus monólogos frente a las cámaras, cuando sopesaban sus objetos poniéndole nombre al temor de salir estafados. Todos trasmitían una mentalidad de acopio que les permeaba las carnes, un momento fofo de manos húmedas en dirección al contenido de la compra a ciegas. Lo peor es que aun compartiendo alguna fracción de sus expectativas, temblando con ellos en el instante de la apertura del depósito, Lauro sospechaba que en la escena había un aprendizaje que se le escapaba de entre las manos, como si en una reunión fuera el único que no entendiera un chiste que los demás comparten.
Con el pretexto de un resfrío, le pidió a su mujer que lo suplantara en el negocio y dedicó tres días al programa de los gordos. Tal como lo esperaba, ella aceptó sin hacer preguntas, reafirmando un contrato tácito entre ellos que subrayaba esas concesiones siempre y cuando se mantuvieran en una escala reducida. Encerrado en la pieza, Lauro se concentró en detalles y coincidencias del programa de los garages, por ejemplo en el conductor fantasma. En algunas emisiones asomaba su espalda flaca, vestido con un jean y una remera negra; en otras era solamente una voz que hurgaba en las ansiedades de los gordos como quien introduce su dedo en una poción de lodo e insectos. Con la repetición de la temporada completa, Lauro decantó algunas escenas que dejó correr como cortina de fondo en la computadora. Su predilecta era el primer plano del bigotudo que sudaba antes de abrir el garaje donde mágicamente (nunca mejor palabra) descubría un alfa romeo rojo en el que trataba de introducirse sin éxito: Imposible tanta grasa colgante en un alfa romeo. Llegó a la conclusión de que los gordos encarnaban un estadio superior en la escala de la incomprensión. Habitaban la alucinación del hallazgo y vivían sometidos a un mundo evanescente, que se escapa entre los dedos. Lauro los contemplaba como quien observa hipopótamos. De vez en cuando los productores buscaban variantes, entonces los alternaban con unos tipos agudos y nerviosos, disipados en la angustia, posiblemente individuos de hábitos más diversificados que rotarían de reality a reality y que eran visitantes apenas esporádicos del mundo de los garajes y los galpones.
Al tercer día, tuvo otra idea. Los gordos eran genios de la falta de sentido. Aquel de bigote que ni de broma se quitaba un gorro de béisbol que ocultaba su presumible pelada, ése había rozado la revelación. De creerle, su interés en el programa excedía el valor material. El del bigote había encontrado en un garaje (precio: cincuenta dólares) un perro de jardín, sentadito y de hocico abierto. Se rascó bajo la gorra. Según las escalas del programa, esa pieza era el sumun del fracaso: barato y convencional. La cámara hostigó los labios ajustados bajo el bigote y después removió la derrota en las mejillas rosáceas que acaso palpitaban. Pero el de la gorra era un luchador y alzó la cabeza: había que sobreponerse, él no era un blando. No estás vencido ni aun vencido, subtitularon. Con una mueca, el gordo hurgó en el agujero que siempre tienen esas figuras de cerámica para evitar las grietas en el horno. “Puede esconder una sorpresa”, anticipó, colgado del hilo delgado de la confianza. Lanzó un alarido: una pezuña rota. La cámara se zambulle en su gesto victorioso y luego se desliza y hace zoom en la pata del perro de cerámica donde, efectivamente hay una pezuña cascada. ¿Cómo se había roto? ¿Dónde?, pregunta el gordo, bien subido al tobogán de su veta criminalística. Es un arma homicida, confirma: en algún lugar una porción de esa uña de perro está enterrada en la cabeza de un tipo joven. ¿Cuánto vale un objeto criminal?, desafía a la cámara. Suena el fondo musical.
La música del cierre del programa redobló los platillos del éxito. En su casa y aún frente al televisor, Lauro decide indagar. La computadora resuena su tintintin bajo una circunstancia evidente: no vive en la ciudad del gordo de la gorra y de ninguna manera sabría buscar en las noticias de Missouri (era Missouri) la crónica del cadáver con la uña cerámica incrustada en la cabeza. Ni siquiera entiende inglés y la cerámica es un material débil, difícilmente letal en un ataque. Aun así revisa los diarios nacionales y para su sorpresa encuentra una nota en las últimas páginas de la tercera edición. Una mujer fue atacada por su novio celoso. La hallaron en su departamento y en el informe forense se detalla que en su cabeza hallaron incrustado un trozo de cerámica cuyas características el diario omite. Pero dice claramente: pieza de cerámica. La imagen del departamento que ilustra la noticia deja ver una pizzería vecina que Lauro frecuentaba en la adolescencia. Es una coincidencia absurda, lo sabe, solamente que esa imposibilidad, lejos de alegrarlo, le parece amenazante, igual que esas series televisivas de moda en que una pandemia acaba con el mundo gracias a una dispersión tan desmesurada y radical como la de la misma serie que en dos, tres o cuatro meses, alcanza hasta los territorios más alejados del planeta. Ya nada está lejos -se dice- y apaga la computadora. Siente su propia respiración agitada; otra vez le duele la cabeza. Cierra los ojos. No es fácil, pero finalmente se tranquiliza. Minutos después, aspira el aire fresco de la calle y se siente particularmente satisfecho de haber evitado lo que considera una trampa mortífera.
Después de eso, todavía miró dos o tres veces más el programa de los gordos para comprobar la extinción del encanto. Cuando recordaba la satisfacción del gordo de la gorra frente a la pezuña rota, pensaba también, de inmediato, en la distancia que separa Missuri de su rincón del mundo. Sin razón, hay que aclararlo, la idea de esa distancia y de esa unión constituía una gota ácida que insistentemente percudía algún rincón de sí mismo que prefería ignorar, sería una pieza conquistada por las arañas, allí, en su pecho, pero factible de abrir su compuerta y exponer un estado interior imprevisible, mejor dicho, ruinoso. En la semana siguiente, se enfermó de veras. Despertó afiebrado, le dolían los huesos y el malestar general escaló hasta un grado que no le permitía subir la escalera, aunque le resultara imposible definir si se debía al dolor o al agotamiento. En una segunda etapa, la debilidad de sus músculos se transmitió a sus emociones y le dio por llorar: se sentaba en el sillón, en penumbras, y lloraba hasta extenuarse. Su mujer lo acompañó al médico y los análisis de sangre arrojaron un diagnóstico de anemia y colesterol elevado. Le recetaron un multivitanímico, un antidepresivo herbal y caminata rápida. Perdió dos kilos pero, para su sorpresa, la actividad fue un paliativo eficaz para su estado general.
Aquello había pasado el año anterior. Volvió a pensar en la frase, infiltrada como una advertencia: “La vida es una serie de posibilidades, un juego hermético donde las vías del azar enredan la voluntad y definen a su arbitrio los acontecimientos”. Se recomendó cautela. Reconocía sensaciones similares a las que le había producido el programa de los garajes, un efecto de vías físicas: esa alegría, el choque de una emoción y el rebote de insuficiencia, algo que definía una necesidad ociosa acoplada a un deseo persistente, probablemente una reacción similar a la que sufren los diabéticos en relación con el azúcar. Ya se sabe, el diagnóstico en nada atenúa los síntomas. La frase de Baudrillard lo atrapó y llegó un momento en que apenas conseguía abocarse a su trabajo, incluso encargar las compras del mes o mantener una conversación casual se le hacía cuesta arriba. “Cuando la separación entre las dos opciones es irreversible” –recitaba Lauro– “cada opción vive en la nostalgia o imposibilidad de lo que no fue”.
Vaya a saber por qué vía caprichosa se le ocurrió que lo que no fue debía referirse a un objeto. Si así fuera podía rastrear en su vida, dónde, de otro modo, posibles encarnaciones de algo truncado. Habría alguna huella, se dijo, un contorno de suciedad que definiera una silueta que faltaba. Buscó en su casa, sobre todo en el lavadero donde iban a parar los objetos víctimas de la renovación vital de sus habitantes. No quería pecar de descuidado, pero la reflexión sobre las pelotitas de tenis, la cinta para correr, los marcos para las fotos, unas cortinas viejas y los libros usados arrojaron el saldo inequívoco de lo indiferente. Entonces se le ocurrió que lo que no fue implicaba alguna elección vital o, de plano, un amor. Aquello le presentaba otro problema porque desde los inicios de la relación, su mujer había eliminado cualquier recuerdo de una vida que la excluyera. Lauro recuerda que a regañadientes admitió un retrato de su madre, muerta en el mismo año en que empezaron a salir juntos y con la que ni tiempo tuvo de malquistarse.
Sin embargo, tras una exploración de lo evidente y de las huellas proscriptas, las conclusiones de Lauro fueron rigurosas: no había en su casa ningún objeto, recuerdo o trazo de nostalgia, ninguna pérdida del orden de lo irreparable. Podía considerarse afortunado. Pero si le había faltado conciencia, el rastro que buscaba estaría enterrado en una valija, precipitado entre los cachivaches del cuartito, en definitiva, maltratado por un descuido ligero. Hizo un repaso mental. Descartó más rápido que tarde las novias de la primera juventud. ¿Cómo se llamaba? ¿Ana o Inés? Lo mismo para las salidas con amigos, la intensidad de la borrachera, el tiempo libre de la calle, todo ese pasado que la nostalgia apenas conseguía animar. Sin embargo cabía la posibilidad, por qué no, de que ese vacío de recuerdos ocultara un olvido reparable. De ser el caso, bastaría animar las condiciones para sanear su memoria porque, finalmente, nadie en su buen juicio rechaza la gloria de recuperar algo intenso y sobre el buen juicio de Lauro nada hay que objetar.
Aquella idea le alimentó la esperanza y como primera medida renovó la pintura del local. Acto seguido, encargó a un carpintero un letrero pirograbado sobre madera rústica, donde hizo grabar la frase de Baudrillard con letras en cursiva, como las de los salmos. Lo colgó detrás del mostrador de modo tal que era lo primero que se veía al entrar. Lo menos que se puede decir es que el letrero inscribía una veta de originalidad en un negocio dedicado a la venta de medias de mujer y de niño, ropa interior, pijamas, camisones, calzoncillos, bombachas y corpiños.
Contra lo esperado, el cartel apenas despertó curiosidad. Se diría que no lo veían o, si pensaban algo, omitían compartirlo. A quienes preguntaban, Lauro respondía alzando los hombros o aclaraba que era un asunto de su mujer, que atendía en las últimas horas de la tarde. Las más predispuestas a reflexionar sobre la frase de Baudrillard fueron las vecinas mayores, pero al poco tiempo resultó evidente que ningún cliente avanzaba una comprensión mejor que la suya.
No faltaron las decepciones. Una clienta que buscaba unos zoquetes y a la que orientó hacia un diseño con espadas y cañones que se vendían poco, quiso saber quién era Baudrillard. Era una pregunta ligera, acaso producto de una mal entendida buena educación, pero al menos perturbaba la meseta de indiferencia a la que se habían ajustado los efectos del cartel. Excepcionalmente, Lauro empezó a responderle, pero ella le dirigió una mirada sombrada, como si hubiera olvidado su propia pregunta o, más simple aún, no esperara una respuesta. La mujer salió del local mientras Lauro se dejaba caer, rendido, sobre el taburete. Imaginó enredaderas donde trepar, las patas como membranas. Nada nos pertenece más y mejor que las ilusiones, independientemente de lo tontas que sean.
También en el café o cuando se duchaba después del fulbito, Lauro pensaba en Baudrillard. Intuía que su interés se refugiaba ahora en una condición lateral, fortaleciéndose a la sombra de sus propias especulaciones. En los últimos tiempos había renunciado a conocer la opinión de los otros porque las preguntas lo exponían a zonas de hielo, condiciones de convivialidad extremadamente frágiles, piernas y manos sin adherencias en un universo sin puntales. La semana anterior, el arquero de su equipo de futbol había estado en su local y le había preguntado por el cartel; Lauro se alzó de hombros. En los tiempos muertos, jugaba a leer la frase de diferentes maneras: sonido por sonido, deletreando, como estribillo de una canción de moda, “Llegó la fiesta, pa’ tu boquita/Toda la noche, todito el día”, “más por azar” “que por voluntad” “se define” “lo que yo pienso”. Después lo leía como chinito, rumiado por un gangoso o recitando la definición de la rae para cada palabra. En eso estaba la tarde en que Baudrillard entró para comprar un pijama. Salía para Córdoba y le temía a las noches frías de la montaña, eso dijo mientras Lauro envolvía el paquete. Ella miró el cartel, demasiado rápido para leerlo: Qué raro. Es mi apellido. Tenemos familia en el norte de Francia.
¡Qué materialismo lo había llevado a confundir el mensaje! Era ridículo haber supuesto que la frase señalaba un objeto, incluso un estado de cuestión. En un descuido de ella, con las sienes latiendo ante el temor de ser descubierto, Lauro deslizó dentro del cajón semiabierto la billetera que la mujer había apoyado sobre el mostrador. Todo se dio rápido.
Al día siguiente, Baudrillard reapareció para recuperar su billetera. Él ya se había quitado la alianza y le pidió su número de teléfono. Se sentía feliz. Ella era más joven, unos diez años tal vez. Se vestía a la moda y Lauro adivinó que mantenía su bronceado incluso en invierno. Dos semanas después el círculo pálido de su dedo se había desvanecido.
Descubrió que es fácil desarmar una vida, aunque en el proceso siempre se enfrentan aristas engorrosas: cerraron el negocio y con su mujer repartieron el plazo fijo que guardaban en común. A ese remate pacífico ayudó que él no reclamara nada, ni siquiera la computadora ni la televisión, tampoco los muebles que consideró sin valor en el mercado. Quien se siente predispuesto a un cambio de vida sabe bien que debe pagar su cuota en comodidades o, cuanto menos, gastos. Aunque los vaivenes afectivos sí causaron sus cimbronazos. Su cuñada se sintió ofendida por la docilidad del proceso y avivó el rencor de su hermana a golpe de recuerdos: entonces sí se sucedieron las escenas, las fotos rotas, hubo amenazas. Pero cuando la cuñada se ausentó durante las vacaciones, la situación recuperó un cauce sosegado, también más acorde con sus personalidades. Por fin, la venta del local y la tasación de la casa terminaron de saldar la división de bienes. Al cabo de pocos meses la vida de Lauro no se parecía en nada a lo que era, ni tampoco a lo que con manifiesta desidia, como todos, había proyectado para su futuro. Última sorpresa, también su exmujer extrajo de sí otro diseño de vida, el progresivo incremento de una fuerza vital, una suerte de semilla futura que le permitió rehacerse, como dijo, y que después de un estado de desorientación que duró varios meses, la halló al año siguiente esperando un hijo. Hasta donde Lauro sabía, tampoco ella quería tener hijos. Pero es frecuente que algunas decisiones provoquen mudanzas de tercer o cuarto grado, actúan ni más ni menos como esas oleadas que en el mar manso se forman ante el paso de un barco con motor.
Por desgracia, sus propios cambios fueron menos venturosos. Para empezar retomó su antiguo trabajo de contador en las oficinas de un club barrial que el intendente había remozado, probablemente para cubrir acuerdos de corrupción. Los efectos visibles de esa acción estaban en las dos canchas norma IRAM, en los camarines de diseño italiano y en su propia contratación para reforzar un equipo de tres empleadas administrativas que llevaba allí más de veinte años. Manías más, manías menos, las mujeres lo admitieron cuando Lauro demostró que no venía a cuestionar los hábitos de nadie. Su intuición se había fortalecido en los últimos tiempos, sobre todo a la hora de discernir los mejores caminos para abrirse paso. El jefe de la oficina incluso aceptó el cartel de madera con la frase de Baudrillard, que fue a parar detrás del escritorio, encima de su propia cabeza. A la hora de pagar, algunos socios del club arriesgaban un comentario al respecto mientras buscaban la tarjeta de crédito o el efectivo para la mensualidad. Podía estar satisfecho de que el club fuera tolerante con esos remanentes de temperamento que las empresas modernas cubren a brochazos de uniformidad.
Pero su vida con Baudrillard no fluía. Sin proponérselo, Lauro había esperado signos de continuidad, vale decir variaciones de los hábitos de su matrimonio, la peor opción para una primavera de calentura. Igual que pegarse un tiro en el pie. Muchas noches rumió sus dudas a solas, cenando un sándwich frente a la televisión. En el fondo, se resistía a acomodarse a las formas de existencia que Baudrillard le concedía. El mayor problema radicaba en los fines de semana, cuando ella apenas disimulaba su molestia de verlo por ahí. Era un problema de sincronías y Lauro previó que antes o después esa molestia encontraría su reclamo. Mientras tanto, los momentos felices se asilaron en la cama. Tras una década de rutinas sexuales el cambio no podía ser más que reparador y a veces le parecía a Lauro que el cuerpo de ella se multiplicaba en tentáculos tibios. Era un milagro inmerecido, con el problema de que esa placidez erótica se anulaba sistemáticamente apenas emergían de la ducha o enfrentaban algún plan que los arrancara de la cama o del sofá, el otro lugar dorado del sexo. Con la brutalidad de un interruptor que se corta, entonces Baudrillard evitaba sus manos e incluso lo suprimía de su campo visual.
La otra circunstancia feliz sucedía cuando salían de compras. Baudrillard adoraba los centros comerciales, a veces incluso recorría uno por la mañana y otro por la tarde. Del brazo de Lauro, liberaba un goce infantil frente a las vidrieras y le gustaba ensayar la ropa ante él, en ocasiones le consultaba sobre los colores o el modelo más apropiado para su figura. Baudrillard lo inició en la felicidad de comprar sin dudas. Con su mujer habían sido abejitas ahorradoras, libadores de un néctar que produjo la miel del departamento y el local, su vida matrimonial era la de amasadores cautos de las merecidas vacaciones anuales. La escala de intereses de Baudrillard era muy diferente, ella se rendía a las sirenas de lo inmediato, siempre bien dispuesta a turbulencias que convertían los caprichos en necesidad. Para mantener su ritmo de adquisiciones se auxiliaba en la ruleta de las tarjetas de crédito, como quien dice, para saldar una deuda con otra. Le había explicado a Lauro que sumado a su sueldo, también recibía la mitad de un alquiler por una casona familiar heredada de los abuelos.
Su primera escalada de compras, Baudrillard la animó con motivo de la nueva casa. Compraron sillones, adornos, espejos, perfumes y utensilios de cocina de diseño italiano que finalmente jamás utilizaron. Era excesivo, pero mayor fue el asombro de Lauro cuando, a principios de mes, Baudrillard emprendió el movimiento inverso: limpió su armario, regaló ropa a una sobrina, adornos y artículos de cocina a la señora que hacía la limpieza, el resto a una parroquia y al portero. La misma marea de compras y contramarea de regalos y desplazamientos se repitió al mes siguiente. Para entonces, Lauro interpretó que esa delicada política de circulación mantenía el ritmo de compras de Baudrillard regulado por las posibilidades de almacenamiento. También guardaba paquetes en el ático de la casona de los abuelos, una segunda válvula a la que recurrir cuando colapsaba su sistema de regalos, reciclaje y acumulación. Al tercer mes, renovó por completo el vestuario de Lauro. Era halagador, aunque desde su punto de vista, el halago le provocó cierta incomodidad porque poco y nada se identificaba con el estilo casual que Baudrillard eligió para él.
Por la misma época, se hizo una especie de amigo en el club, un acupunturista charlatán y con tiempo libre que adquirió la costumbre de quedarse hasta el mediodía conversando con Lauro en la oficina. Se había iniciado en la práctica de la acupuntura en China y después residió en Buenos Aires por cuatro años, perfeccionándose en un instituto sinológico. Últimamente, según le contó, echaba mano a la homeopatía, incluso completaba los tratamientos de las viejitas con unas soluciones de bálsamo de marihuana que las mantenía relajadas. Podía darse el lujo gracias al título internacional, que al parecer mantenía sus prácticas alejadas del radar de los organismos locales de salud.
El acupunturista lo trató en su consultorio privado y otras veces en un cubículo que estaba junto a las oficinas administrativas, donde también controlaban el peso en las rutinas de acondicionamiento físico. Para Lauro fue una novedad. Las agujas pinchadas en el cuerpo le descubrían el armazón de potencias erizadas bajo su piel. Inicialmente, le provocaban un ardor de superficie y unas pocas abrían espiral en puntos específicos desde donde, como esos tornados que nacen en tierra desértica, concentrados, inquietantes, proyectaban pequeños movimientos esporádicos que se deshacían en el mismo ímpetu inicial del que brotaban. En las ocasiones en que el acupunturista quemaba esas agujas con una vela, los tornados se disolvían en flamas chispeantes y le imprimían cadenas de manchas rojizas sobre la piel. Estaba demasiado rígido y, según el acupunturista, su sangre ácida era la responsable de los malestares estomacales y calambres matinales que le anegaban las piernas. Le recetó una cuchara de bicarbonato de sodio por la mañana, también le convenció de nadar una hora diaria después de la oficina. Por lo demás, el acupunturista fue el único en otorgar una atención consistente a la frase de Baudrillard. Quiso saber dónde había encontrado el cartel. Lauro murmuró algunas palabras sueltas sobre una herencia, incluso se alzó de hombros para relativizar la importancia que le atribuía.
Sin embargo, un día el acupunturista apareció en su departamento con un libro de Baudrillard. Esa noche, mientras comía su sándwich, Lauro abrió el libro. Los primeros párrafos le parecieron simples, para entrar en cuestión, pero dos o tres páginas más adelante la lectura encalló. Mejor que exasperarse, tuvo la ocurrencia de leerle a su Baudrillad el primer capítulo. Habían tenido sexo y quedaron abrazados, en el acuerdo tácito de una pausa. Leyó mientras le acariciaba el costado de la cara, evitando los pezones y las caderas. Ella le hizo repetir algunas frases. Entonces Baudrillard enredó sus piernas en las de él, haciendo girar su cuerpo y mientras volvían con el último comentario en las bocas, enredado en gemidos, Lauro pensó que esa era la felicidad. Hasta creyó que allí estaba la razón de la frase, no en su sentido, sino en conocerla y estar juntos.
Baudrillard no volvió esa noche y tampoco la noche siguiente. Ya había sucedido antes. Fue cuando tuvieron una primera discusión que se saldó cuando ella le dio la espalda, moviendo vasos de un lugar a otro sobre una repisa, abruptamente callada después de haberle gritado durante varios minutos. Perdido por perdido, Lauro optó por rellenar las ausencias de Baudrillard con hechos imaginarios, conversaciones que suponía y explicaciones plausibles. Los celos le sugerían una escena de hombres ocasionales, pero aun sin descartarlos, intuía otras imágenes: un cuadrado color tiza, algo con forma y matiz pero cuyo sentido era incapaz de precisar.
Llamó al acupunturista y le pidió una sesión. Estirado en la camilla, dirigió su atención hacia su pie izquierdo. De la aguja clavada emanaba un abandono irremontable que le acunaba el cuerpo hasta su entrecejo y alrededor de la nuca. Hacia el otro lado, por el costado de la mano derecha, emergía una línea de tensión que lo atravesaba de uno a otro extremo.
La rutina de trabajo semanal lo ayudó a distraerse de la ausencia de Baudrillard pero con el desembarco del sábado se multiplicaron las alertas. Encontró tres notificaciones de empresas de cobro deslizadas bajo la puerta del departamento. A las siete de la tarde recibió un aviso certificado por una deuda impaga sobre su tarjeta. Hizo memoria, entonces sí, de detalles menores que alineaban un inventario: llamadas de celular que Baudrillard no respondía, conversaciones interrumpidas cuando Lauro entraba en la casa, también, en los últimos días, una venta urgente de ropa recién comprada. En uno de sus paseos por el shopping, habían pagado con la tarjeta de Lauro porque la de ella aparecía fuera de sistema. La compra incluía una cafetera y una remera. Como era normal, conservaban cuentas independientes, pero Lauro fungió de garante para una tarjeta que reemplazó su tarjeta bloqueada.
El lunes pidió una reunión con el encargado de la sección fraudes del banco. Al día siguiente recibió una llamada: las irregularidades coincidían con un pedido de informes de otra financiera en relación con una cuenta deudora. Lo recibió el jefe de fraudes, un tipo joven, con los previsibles tatuajes bajo la camisa de rayas delgadas. Su oficina era apenas un compartimento separado de los escritorios vecinos por paneles color crema. Sentado allí, en una sillita mal equilibrada, le explicó que Baudrillard figuraba en el registro de morosos; la carátula de clonación se había modificado a malversación. Hablaba acariciando la manga de su camisa, el tacto añorando los tatuajes que estaban debajo. En resumen, repitió, el seguro no asume responsabilidades en relación con la hipotética clonación. Fuera del banco, Lauro compró una coca cola. El líquido helado le agarrotó la garganta ante la evidencia de que el ciclo circadiano de Baudrillard se definía en fuga.
Llamó al acupunturista para ponerlo al tanto de sus nuevos problemas bancarios. Hablaron más de quince minutos y, siguiendo su consejo, Lauro tomó el colectivo hasta la casona que Baudrillard alquilaba. Ella se la había mostrado una vez, si no recordaba mal, en las primeras semanas de conocerla. Ahora todas las calles parecían un mismo sendero en penumbras, sensible a sus pasos que removían la gravilla. Esa sensación de desierto exterior que lo embargó contrastaba con las casonas de luz crepuscular que fabricaban risas, palabras de discusión o gritos, alguna música. Caminando solo, se sintió flotar en un espacio sin oxígeno, conectado por una sonda a evidencias de vida que eran distantes e hipotéticas. La casa de Baudrillard estaba a cuatro cuadras de la parada, pero tuvo que volver sobre sus pasos para encontrarla. Los faroles de la calle estaban rotos y la fachada azul, que parecía negra, lo había engañado. Sin embargo, al acercarse distinguió una luminosidad intermitente que se filtraba por el ventiluz del desván. Abajo vivían las inquilinas, unas hermanas que Baudrillard llamaba la muda y la charlatana. Lauro subió la escalera y golpeó. Baudrillard en persona abrió la puerta. La plataforma de ingreso del entrepiso estaba convertida en improvisado salón. Unos metros atrás, haciendo equilibrio en la escalera, alcanzó a ver una computadora, un colchón y algunas ropas. Lauro había planeado las palabras de reclamo, pero Baudrillard se adelantó: le devolvería la plata, era un revés, una vuelta de giro, pero apenas cobradas unas deudas de amigos, ventas por las que no había recibido líquido, le devolvería todo, incluso con intereses. No estaba avergonzada o, si lo estaba, lo disimulaba muy bien. Colgando del techo, las bolsas compactas de las telarañas se ensanchaban hacia los rincones, de donde emanaba un olor envolvente de humedad. Lauro dio media vuelta y regresó. Tiene la etiqueta, le dijo a Baudrillard, señalando su camisa nueva. El violeta era el color de temporada.
No quiso insistir, le explicó al acupunturista. Por el momento su prioridad consistía en blanquear las cuentas y cambiar de banco para proteger el saldo del negocio de bombachas y corpiños. Según el acuerdo, ella le devolvería una cantidad cada mes. Esa noche, Lauro no encendió la televisión, en lugar de eso se enmarañó en posibles estrategias de amante despechado, entre otras, una denuncia pública, un mail a los contactos de ella o un anuncio en Facebook. Qué contestaría él mismo en caso de recibir un correo de ese tipo: que no era asunto suyo. Incluso sospecharía del denunciante. Donde alguien ve justicia o advertencia, otros pueden entender venganza, incluso bajeza moral. Cuando quiso acordarse era más de medianoche, es decir que había pasado más de tres horas en elucubraciones fútiles. Decidió posponer los intentos de represalia hasta evaluar los resultados del plan de pagos que Baudrillard le había propuesto.
Ese fin de mes recibió la mitad de lo pactado en un sobre que deslizaron bajo su puerta. No había nota, solamente billetes, un monto que coincidía con la cifra escrita en el exterior. Fue nuevamente a la casona. Baudrillard llevaba la remera violeta, pero no parecía la misma que la vez anterior porque estaba arrugada y deslucida. Mientras Lauro esperaba en la puerta, ella hurgó debajo de una pila de papeles que se equilibraba sobre la silla, de donde extrajo una hoja plegada que le tendió. Era una tabla con la proyección de sus gastos. El pago mensual que figuraba en la tabla era un cuarto de lo acordado, lo mismo que había recibido en el sobre. Lauro tragó saliva. Ya en la calle, vio salir a una de las inquilinas. ¿La muda o la charlatana? Sopesó contarle la situación y de paso averiguar la cantidad precisa que Baudrillard percibía mensualmente por la casa. Todavía dudaba cuando, fuera la muda o la charlatana, dobló la esquina y se perdió de vista. Esa misma tarde fue a la escribanía para terminar de deslindar los documentos que quedaban en común. Al revisar el acta encontró dos errores: su dirección era 225 y no 0225, y en los carnés de identidad, descubrió que el apellido de ella, Baudrilard, llevaba solo una ele.
Llegó a la oficina más temprano y durante la mañana se dio vuelta varias veces para mirar el cartel. Los socios acudían en grupos durante los cambios de turno de las actividades, pero en las horas intermedias la sala estaba vacía, incluso de los otros empleados que aquel día asistían a una capacitación en la intendencia. “Lo que no se realiza aporta tanto al mundo de lo existente como lo que sí se realiza. Cuando la separación entre las dos opciones es irreversible, cada opción vive en la nostalgia o imposibilidad de lo que no fue.”
Como en la mudanza había aplicado una regla reductiva, a Lauro no le costó identificar la caja que buscaba. La abrió. El recorte de diario estaba protegido por un folio transparente, tal como él lo había guardado. También en el diario decía Baudrilard, como en su cartel. Confirmó el error con el libro que le había regalado el acupunturista; no necesitaba comprobarlo en internet: Baudrillard. En una ele de diferencia cabe un mundo. Cada opción vive en la nostalgia o naufraga en la imposibilidad de lo que no fue, se dijo.
Santiago-Brooklyn-Santiago, 2016
Betina Keizman: Escritora, traductora y Doctora en Letras. Ha vivido en México y en Francia. Ha publicado El secreto de Marlene Rochell. Zaira y el profesor. Es co-autora de El minotauro y la sirena, libro de entrevistas-ensayos con nuevos narradores mexicanos y El museo de los niños (Progreso, México: 2007). Escribió Los restos y este año Recurso de amparo. Radica en Chile.