Jorge Javier Romero Vadillo
08/08/2024 - 12:02 am
Los partidos en crisis: Morena (2)
El Gobierno menguante no hizo nada por construir un auténtico Estado de Bienestar en México, en buena medida porque ese nunca ha sido el objetivo de la parte de la izquierda absorbida por el populismo del gran líder.
Morena es un partido sin ideología común. Aunque se ostenta como “la izquierda”, es evidente que buena parte de sus cuadros locales no tienen claro qué significa eso, más allá de las consignas de López Obrador y el reparto de efectivo a través de los múltiples programas sociales gestionados por activistas políticos pagados con recursos del Estado, pues están revestidos con el pomposo cargo de “servidores de la Nación”, cuando no son otra cosa que intermediarios clientelistas.
El Gobierno de López Obrador ha sido de todo menos de izquierda: le devolvió la propiedad del sistema educativo a las corporaciones sindicales y abandonó cualquier proyecto de mejora de la calidad de las escuelas para la mayoría de la población, a la cual, en lugar de formación, le está dando adoctrinamiento con la mamarrachada de la “Nueva Escuela Mexicana”. Con el sistema de salud, hizo la gran chapuza de desmantelar el Seguro Popular para sustituirlo sin ton ni son por el fallido Insabi y, finalmente, acabar sobrecargando al IMSS en un esquema parecido al IMSS–COPLAMAR, instaurado en los tiempos de López Portillo (1976–1982). Esto sin ahondar en el desastre de la distribución de medicamentos y del sistema de vacunación, que había funcionado razonablemente bien durante décadas y del criminal manejo de la pandemia.
El Gobierno menguante no hizo nada por construir un auténtico Estado de Bienestar en México, en buena medida porque ese nunca ha sido el objetivo de la parte de la izquierda absorbida por el populismo del gran líder. Un Estado con derechos universales, que iguale con la provisión de servicios de calidad y que contenga la concentración exacerbada de la riqueza gracias a un sistema fiscal robusto y justo, capaz de proveer al Estado con los recursos necesarios para financiar de manera universal y uniforme el acceso a la salud, a la educación, a los cuidados y a las pensiones dignas, y para invertir en infraestructura que brinde mejores servicios a los más pobres, que integre regiones.
La inversión en infraestructura del Gobierno de López Obrador, a pesar de lo mucho que la presume, ha carecido de un proyecto orientado a superar la desintegración nacional y la desigualdad interregional, con la única excepción del corredor transístmico, el cual en realidad es un proyecto muy viejo. No se puede incluir al Tren Maya, porque esa es otra chapuza mal planeada, devastadora del entorno natural y con tecnología del siglo pasado, una ocurrencia de alcalde aldeano. Lo de la refinería en su terruño natal no es más que un disparate anacrónico, evidencia de su ignorancia de la realidad energética mundial.
La izquierda que quedó en Morena nunca ha entendido a la democracia como un fin en sí mismo. Creció acostumbrada a denostar los procedimientos electorales, la división de poderes y el orden jurídico con derechos claros como meramente burgueses. Recuerdo muy bien una discusión en la asamblea constitutiva del Partido Mexicano Socialista, donde buena parte de los delegados se oponía a que en la declaración de principios del nuevo partido se estableciera la defensa de la legalidad como eje de acción de la organización, pues la Ley, decían, no era otra cosa que un instrumento de dominación de los poderosos sobre los débiles. De ahí que acepten sin chistar cuando su predicador sale con eso de “no me vengan con que la Ley es la Ley”.
Ese desprecio por la “democracia burguesa” es el que está detrás de la complacencia de Morena con el totalitarismo cubano, con el sátrapa depredador de Daniel Ortega y su esposa, que se han apoderado de Nicaragua como su feudo y, ahora de manera más ominosa que nunca, con el desastre autoritario y destructor del chavismo encarnado por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello en Venezuela.
El proyecto de esa izquierda no ha sido nunca la construcción de un orden social de acceso abierto que establezca un piso común de condiciones materiales capaz de avanzar hacia la igualdad de oportunidades. Ha sido, más bien, un proyecto de revancha social contra agravios sociales reales, pero que no se resuelven ni azuzando el rencor social ni con el reparto de dinero para garantizar la lealtad política. A Morena llegaron pedazos de una izquierda que siempre añoró la toma revolucionaria del poder y, cuando se hizo evidente que esa fantasía no se realizaría, entonces apostó por la conquista de la hegemonía a través del caudillo carismático con capacidad de conexión emocional con esa entelequia llamada pueblo, donde caben tanto los desposeídos como todos aquellos dispuestos a cobijarse bajo el manto redentor del patriarca benefactor, sobre todo si eso les permite capturar una parcelita de rentas estatales.
Esa nostalgia revolucionaria podría ser, en alguna medida, la causa de la aceptación de la militarización de la vida del país, a partir de la consigna de que el Ejército es pueblo uniformado, de manera muy parecida a como defiende la tiranía cubana la omnipresencia castrense o a la alianza construida por Hugo Chávez con una parte de la milicia y que hoy es la única garantía de supervivencia de un régimen que claramente ha usurpado la voluntad popular con un fraude electoral descomunal.
Morena es un partido sin intelectuales, sin reflexión ilustrada sobre las difíciles concreciones de la realidad por transformar. Aunque, eso sí, tiene un buen coro de repetidores de consignas y de propagandistas de la verdad revelada. Sus ideólogos sólo son capaces de caricaturizar, no de construir alternativas de políticas eficaces para resolver los problemas concretos de la sociedad. Mientras que la mayoría de los políticos pragmáticos que ocupan las posiciones reales de poder bajo el manto de Morena carecen de principios y no son otra cosa que oportunistas que apenas ayer se acomodaban muy bien en el PRI o en cualquier otro partido, los que aún creen que ese partido es la izquierda están en la periferia de la organización, viviendo la fantasía de que, ahora sí, el pueblo ha conquistado el poder.
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