La rotación política ha exhibido por largo tiempo correlación con el incremento en los índices de violencia. La lógica que subyace a esos hallazgos es clara: los grupos criminales establecen mecanismos de coexistencia con los gobiernos, que van desde la aceptación tácita hasta la cooperación abierta, los cuales tienden a promover la estabilidad en el hampa.
Cuando hay cambio en los partidos de Gobierno los patrones de interacción se alteran, lo que causa incertidumbre en el panorama criminal y muchas veces resulta en un incremento de la violencia, señala un análisis de InSight Crime.
Por Chris Dalby
Ciudad de México, 8 de agosto (InSight Crime).– Con un récord de homicidios de su historia reciente durante el primer semestre de 2019, la espiral de violencia en México no parece dar tregua.
Según cifras preliminares del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), entre enero y junio de 2019 fueron asesinadas 17 mil 608 personas en México. Esto representa un incremento de casi cinco por ciento en comparación con el mismo semestre de 2018.
En México, el registro más completo de homicidios, realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), no publica su conteo anual hasta muy cerca del fin de año. Pero por lo general, las cifras del Inegi son mayores que las de la SNSP, lo que significa que es muy probable que las cifras de la primera mitad de 2019 aumenten aún más.
Según el Inegi, la tasa nacional de homicidios en México marcó 29 por 100 mil 000 habitantes en 2018, y de no haber una repentina mejora, esa cifra está abocada a llegar a 30 en 2019. El actual número es el triple de la tasa de homicidios de México desde 2007, el primer año de mandato de Felipe Calderón, y representa un incremento de 75 por ciento desde 2015.
Uno de los factores claves que en los últimos años ha incidido en la violencia en México puede ser la tasa de rotación política. La victoria del Presidente Andrés Manuel López Obrador en las elecciones de 2018 fue la culminación de un prolongado colapso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el que el partido que había sido hegemónico perdió el control de la Presidencia, varias gobernaciones y escaños en las cámaras legislativas, además de cientos de gobiernos locales.
El partido que era el principal gobernante del Gobierno de México fue sacado sumariamente de una jurisdicción tras otra.
Según un estudio pionero de los investigadores mexicanos Sandra Ley y Guillermo Trejo, la rotación política ha exhibido por largo tiempo correlación con el incremento en los índices de violencia. La lógica que subyace a esos hallazgos es clara: los grupos criminales establecen mecanismos de coexistencia con los gobiernos, que van desde la aceptación tácita hasta la cooperación abierta, los cuales tienden a promover la estabilidad en el hampa.
Pero cuando hay cambio de los partidos de Gobierno, estos patrones de interacción se alteran, lo cual introduce un sobresalto de incertidumbre en el panorama criminal, lo cual muchas veces resulta con un incremento de la violencia. Dado que 2018 fue un año histórico en lo que respecta al relevo político, una consecuencia lógica es el subsiguiente aumento de la violencia, mientras los grupos criminales buscan un nuevo equilibrio con sus competidores y con las nuevas administraciones públicas.
El incremento de la violencia también ilustra la incapacidad de López Obrador de forjar una estrategia efectiva para combatir la inseguridad. Como se señaló en InSight Crime, falta coherencia en los pasos dados por López Obrador en materia de seguridad.
Durante la campaña, López Obrador prometió una política de “abrazos, no de balas”. Al asumir el poder, con la creación de la Guardia Nacional mediante una reforma constitucional, él, al igual que tantos de sus predecesores, le ha apostado a la militarización. Ni su campaña retórica ni su reforma inicial por sí sola equivale a algo que parezca una estrategia genuina, pero en su conjunto, reflejan una administración que trabaja con fines contradictorios consigo misma.
Pero aun si la respuesta de López Obrador ha sido insuficiente, la violencia es principalmente producto no de las políticas de Gobierno, sino de factores al alza desde tiempo atrás, que son intrínsecos al hampa del país.
Uno de los elementos más impactantes del actual derramamiento de sangre es cómo la impulsa un pequeño grupo de ciudades sumamente violentas. Según un reciente informe de una organización sin ánimo de lucro, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, cinco de las ciudades del mundo más golpeadas por las muertes violentas se encuentran en México: Tijuana, Acapulco, Ciudad Victoria, Ciudad Juárez e Irapuato. Cada una de ellas tiene una tasa de homicidios por sobre 80 por 100 mil 000 habitantes. Solo Tijuana responde por cerca de un 1.5 por ciento de la población nacional, pero hasta el momento ha contribuido a cerca del 7.5 por ciento de los homicidios de México en 2019.
En cierto sentido, esto es normal: por largo tiempo puntos álgidos individuales han tenido un impacto desproporcionado en la tasa de homicidios total de México. Pero en otras formas, la actual oleada de violencia es muy diferente de lo que se vio antes.
Históricamente, cuando una ciudad ha sufrido un pico prolongado de violencia, la causa es la lucha entre dos grandes organizaciones por tomar el control. Ese fue el caso de Juárez entre 2008 y 2011, donde el Cartel de Sinaloa se enfrentó con el Cartel de Juárez. Una dinámica similar se observó en Torreón durante gran parte del mismo periodo, donde los Zetas y el Cártel de Sinaloa lucharon por el dominio, y abundan ejemplos como esos.
Pero gran parte de la actual violencia parece ser el producto de bandas de bajo nivel que se disputan los mercados de microtráfico. Un reportaje reciente de Los Angeles Times afirmaba que en Tijuana, representantes de Gobierno atribuyen la oleada de asesinatos a actores locales que operan en el mercado de consumo de las metanfetaminas. En Ciudad de México, un repunte de violencia leve en comparación ha tenido, sin embargo, dada la magnitud de la ciudad, una contribución sustancial en la tasa nacional de homicidios en México. También allí, según los funcionarios de Gobierno, las vicisitudes del mercado local de drogas son el factor principal.
La participación creciente de bandas de menor tamaño y el mercado de drogas al por menor se complementa con fenómenos que afectan a los grupos de mayor tamaño. Al igual que sucedió con muchos capos antes de él, la captura y extradición de Joaquín “El Chapo” Guzmán asestaron un golpe al poder del Cartel de Sinaloa, y dejaron un vacío que otros grupos han peleado por ocupar.
En años recientes, las pandillas que llenan los vacíos dejados por la desaparición de un capo tienden a ser organizaciones de menor envergadura, más erráticas que los gigantes a los que reemplazaron. Esta dinámica, muchas veces calificada de fragmentación, ha suprimido en gran parte los grupos jerárquicos de estilo militar capaces de hostigar al Estado, pero en su lugar ha dejado un caótico enredo de grupos que en conjunto tienen la capacidad de derramar la misma cantidad de sangre.