No existen pruebas de que el coronavirus haya perdido virulencia, pese a las teorías basadas en que los virus se vuelven menos agresivos para mejorar su capacidad de contagio; pero tampoco está probado que haya mejorado su transmisión
Por Sergio Ferrer
Madrid, 8 de julio (ElDiario.es).- Desde el inicio de la pandemia se ha oído hablar de la posible atenuación del SARS-CoV-2. La teoría es intuitiva: cuando un virus encuentra un nuevo hospedador no está adaptado a él. Si lo mata demasiado rápido no podrá transmitirse antes y desaparecerá, ya que necesita secuestrar células vivas para multiplicarse y sobrevivir. Por ello, con el tiempo ganan la carrera evolutiva los virus menos dañinos. Algunos médicos creen que esto ya está pasando con el coronavirus, aunque las evidencias en su favor son anecdóticas. Expertos en ecología, evolución y genética de virus discrepan de este dogma tan repetido.
La idea de que las enfermedades zoonóticas terminan por atenuarse es, según la investigadora de la Universidad Estatal de Arizona (EU) Athena Aktipis, “un mito optimista”. Al virus “le da igual lo que le pase a su hospedador mientras tenga otro al que poder infectar y continuar su ciclo vital”, aclara el genetista de la Universidad de Valencia Fernando González. “Por eso no existe una ‘ley general de atenuación de la virulencia’ aunque sea una creencia bastante extendida”.
“Toda esta idea de que los patógenos se atenúan para alcanzar un nivel de coexistencia más o menos pacífica con su huésped está más cerca del mito que de la realidad”, afirma el investigador del CSIC Santiago Elena. Esta visión “asume que hay un compromiso entre el nivel de transmisión y la virulencia”. En otras palabras: un patógeno muy virulento tenderá a transmitirse muy poco, y uno que se propague mucho debe hacerlo a base de dañar poco a su huésped.
“Es una idea muy ingenua que ignora cosas tan importantes como el tamaño de la población del huésped, si es continua y, si hay ‘parches’ en ella, cómo de conectados están”, dice Elena. Esto es fundamental porque “cuanto más grande sea la población más contactos habrá”, lo que hará que la necesidad de que el patógeno se atenúe sea mucho menor.
La teoría también ignora, según Elena, que la virulencia “no depende sólo del patógeno, sino también de su interacción con las respuestas inmunes del huésped” y de un balance entre capacidad de multiplicación y de transmisión. “En muchos casos la virulencia se correlaciona con la replicación dentro del huésped, pero no siempre es así. La del SARS-CoV-2 parece depender más de la tormenta de citoquinas que de la propia carga viral, por lo que en este último caso no habría selección sobre el virus para atenuarse”.
Aktipis explica que es cierto que algunas enfermedades zoonóticas pueden ser más virulentas de lo que les convendría cuando saltan a un nuevo hospedador y por eso se atenúan, “pero esto no significa que siempre suceda”. Todo depende de su “estrategia de propagación”: si un virus se difunde mejor al ser menos patógeno, la selección natural presionará para que así sea.
Por el contrario, “si se transmite bien pese a ser virulento, como sucede con el SARS-CoV-2, no habrá presión para que se atenúe”. Aktipis compara al coronavirus con una enfermedad de transmisión sexual, ya que los síntomas no aparecen hasta que los infectados ya han propagado el virus durante días. De hecho, las tasas más altas de transmisibilidad tienen lugar un par de días antes de que el paciente note que algo pasa: para cuando se empieza a encontrar mal (si es que lo hace) el virus ya ha conquistado otros cuerpos.
LA CULPA LA TIENEN LOS CONEJOS AUSTRALIANOS
El origen del dogma de la evolución hacia la “tolerancia mutua” se remonta a 1934, cuando la propuso el bacteriólogo Hans Zinsser. El investigador del Instituto Nacional para la Investigación Agronómica (Francia) Serafín Gutiérrez dice que “es sorprendente” que este dogma sobre la reducción de la virulencia a lo largo de la coevolución entre huésped y parásito siga vigente. Sobre todo, “vista la cantidad de contraejemplos”.
“Esta visión ha sido muy criticada por biólogos evolutivos porque se basa en la idea de ‘selección de grupo’, que dice que un virus limitará su replicación en beneficio de sus congéneres”, aclara Elena. Este concepto olvida que “la selección natural actúa a nivel de individuos y es miope, porque no piensa en lo que pasará en el futuro sino que elige al ‘mejor’ en un momento determinado”.
El ejemplo más famoso de la teoría de Zinsser nos lleva a la década de 1950. Los australianos habían descubierto con horror que los 24 conejos que habían importado a mediados del siglo XIX se habían reproducido haciendo honor a su nombre hasta alcanzar los 600 millones de ejemplares, con consecuencias devastadoras para el ecosistema. Decidieron infectarles con “Myxomavirus”, responsable de la mixomatosis, a ver qué pasaba.
Lo que pasó fue que el 99.8 por ciento de los conejos murió. Su población se redujo en un 86 por ciento hasta los 100 millones de ejemplares, pero pocos años después, la plaga regresó. No sólo algunos animales habían adquirido cierta inmunidad de grupo contra el patógeno, sino que el propio “Myxomavirus” se había “atenuado”. Ya “sólo” mataba a entre el 70 y 90 por ciento de los conejos. ¡El dogma era cierto!
“Es el ejemplo que siempre se pone, pero [la atenuación] fue sólo a medias”, explica Elena. No es sólo que la letalidad del ‘Myxomavirus’ siguiera siendo estratosférica, lejos de una coexistencia pacífica, sino que no se atenuó tanto como hubiera podido.
Además de la cepa original, que rondaba el 100 por ciento de mortalidad, y la que se impuso con una letalidad inferior al 90 por ciento, los investigadores encontraron otras dos cepas más leves: la más benigna apenas mataba al 30 por ciento de los conejos. ¿Por qué estas no sólo no ganaron la carrera evolutiva, sino que acabaron por desaparecer?
La clave en este caso no estaba en la virulencia, sino en la transmisión. Esta se producía gracias a las lesiones cutáneas que el virus provocaba en los animales, que los mosquitos aprovechaban para ponerse las botas y, más tarde, extender la enfermedad. Los conejos que morían rápido no alimentaban a muchos insectos, pero tampoco los que apenas sufrían heridas en la piel. Este delicado equilibrio se zanjó con la victoria de una cepa intermedia, muy alejada de la “tolerancia mutua” de Zinsser.
El “Myxomavirus” no sólo es un ejemplo muy matizable: también es una excepción. Los investigadores consultados para este artículo coinciden en que muchos patógenos han convivido con el ser humano durante largo tiempo sin haber rebajado su virulencia. Citan los virus de la polio, el sarampión y la gripe. También el de la rabia, cuya letalidad supera el 99 por ciento a pesar de que llevamos en contacto con él miles de años. “A veces se confunde atenuación con que la población haya adquirido cierto nivel de inmunidad de grupo”, aclara Elena.
¿Y SI OCURRE LO CONTRARIO?
Gutiérrez va un paso más allá para preguntarse si podría suceder lo contrario a una atenuación. “Hay condiciones que pueden dirigir la evolución de un parásito hacia una mayor virulencia”, asegura. “Hace falta que haya muchos genotipos diferentes en la población del virus, que la población de huéspedes sea grande y esté bien interconectada y que el aumento de la virulencia mejore la transmisión”.
El investigador considera que el SARS-CoV-2 cumple, al menos, las dos primeras, pero admite que la tercera es más complicada de prever. “La evolución es en gran parte un juego de azar. Esperemos que no salgan ciertas cartas”, añade.
González aclara que, igual que el virus no tiene por qué perder virulencia con el tiempo, tampoco tiene por qué ganarla. Sin embargo, añade que “uno de los misterios” del SARS-CoV-2 es que “tras el salto de hospedador lo que cabe esperar es lo contrario a una atenuación: una fase de adaptación que mejore su transmisión para tener más hospedadores”.
“Sorprende que el virus aparezca muy bien adaptado a la transmisión entre humanos, aunque no perfectamente”, comenta. “Esto ha llevado a postular una posible etapa previa de infección silenciosa en nuestra especie —o en otra— en la que se habrían producido esos cambios adaptativos”.
LA POLÉMICA MUTACIÓN D614G
Un estudio publicado recientemente en la revista Cell defiende que esa mejora en la transmisión ya se ha producido. Asegura que una mutación en la espícula del virus llamada D614G se ha impuesto en muchos lugares del mundo y sugieren que proporciona al coronavirus algún tipo de ventaja para propagarse, idea que ronda desde marzo. Otros investigadores no lo tienen tan claro: un trabajo publicado el 14 de mayo en la revista Virus evolution desaconseja “sobreinterpretar los datos genómicos durante la pandemia”.
“Con el VIH podemos ver que los cambios importantes tienen que ver con los tratamientos, las respuestas inmunitarias pero, sobre todo, con su epidemiología: con las posibilidades de expansión de ciertos grupos”, afirma González. “Que [alguna variante del SARS-CoV-2] lleve asociada una mutación adicional puede conducir a la apariencia de que la selección natural la está favoreciendo, como sucede con la mutación D614G”.
“Parece que [la mutación] es dominante en Europa y América y que en cultivos celulares y pacientes hace que el virus entre mejor en las células”, explica Elena. “También dicen que se replica mejor intracelularmente, pero eso no lo veo claro porque la espícula no interviene en este proceso”. Además, “no genera síntomas más virulentos”.
Por desgracia, la genética de poblaciones no es tan simple a la hora de encontrar causalidades. “Una mutación sin efecto [positivo] sobre el virus puede mantenerse si por azar se ‘fija’ en la población tras un evento de transmisión seguido de una rápida expansión sin competencia, como pudo ser la introducción del SARS-CoV-2 desde China a Europa”, explica Elena. Es lo que se denomina “deriva genética”, facilitada por “cuellos de botella” producidos en los primeros momentos de la propagación.
De la misma forma, y contra toda intuición, la mutación más beneficiosa del mundo “puede perderse simplemente porque por azar no pasó ese filtro”. En otras palabras: que una mutación tenga una alta frecuencia no implica “necesariamente” que se haya seleccionado por suponer una ventaja a su portador, porque “hay otros mecanismos demográficos que lo pueden explicar”.
El mayor enemigo de la mutación D614G como motor de la transmisión es el biólogo computacional de la University College de Londres (Reino Unido) Francois Balloux. “No encontramos evidencias en este momento de la emergencia de líneas más transmisibles de SARS-CoV-2 debido a mutaciones recurrentes”, concluye una de sus prepublicaciones recientes.
“D614G se incrementó al 72 por ciento globalmente, como otras dos mutaciones que también surgieron muy temprano en la pandemia”, explicaba Balloux hace unos días. “Las tres ‘hicieron autostop‘ con el linaje que se extendió [por todo el mundo], pero no encontramos evidencia estadística de que afecte a la transmisibilidad”.
Elena afirma que para poder concluir “unívocamente” que la mutación D614G es beneficiosa para el virus necesitamos ver si esta se ha impuesto en cada uno de los cuellos de botella asociados a la transmisión fuera de China. Considera que el problema es que el proceso de competencia sólo se ha visto una vez: “No sabemos si en otras áreas geográficas poco estudiadas también pasa lo mismo”. Por todo ello, cree que es pronto para descartar otras explicaciones.
¿Podemos esperar que el SARS-CoV-2 disminuya su virulencia? “No se puede descartar, pero yo no apostaría por ello”, dice Elena. ¿Podemos esperar que aumente su transmisión? “También podría ser, pero tampoco parece probable ni hay evidencias más allá de observaciones anecdóticas que tienen que ver con cuellos de botella durante la expansión”. El investigador pide por ello calma: “Que se transmita mejor no quiere decir que sea más virulento ni afecta a los esfuerzos por desarrollar vacunas y antivirales”.