Óscar de la Borbolla
08/07/2019 - 12:04 am
La muerte nos ningunea
Nuestra muerte nos encara con el más lastimoso ninguneo, nos enfrenta al hecho de que nuestra muerte no trastoca nada, de que todo seguirá sin nosotros, de que por más singulares que nos creamos, no valemos nada, no tenemos ninguna importancia: no sólo somos mortales, sino que siempre hemos sido nadie.
Uno está, uno no está. Uno es, uno no es. Eso es todo. Nuestra vida discurre entre esas dos estaciones y, más allá de lo que se haga o se deje de hacer, para cada quien no hay más que un desenlace, el monótono y trillado desenlace: no estar, no ser. Lo supo Borges cuando en su poema Límites se refirió a los libros de su biblioteca: "alguno habrá que no leeremos nunca" y, a su modo, también Sartre dejó constancia de lo mismo en su obra de teatro El diablo y el buen dios, ahí uno de los protagonistas que está agonizando dice: "Y no habrá nada, nada, y tú mañana verás el Sol”. Una legión inmensa de escritores lo saben y también cualquiera de nosotros; aunque no lo creamos realmente y nos guste no pensar en el asunto, o engañarnos imaginando que las cosas y uno con ellas estarán para siempre.
El asunto, por tanto, no es si lo sabemos o no, pues, insisto, todos lo sabemos; lo interesante es por qué nos lo ocultamos, ¿por qué apartamos de la conciencia nuestra finitud como si fuera una incómoda mosca a la que espantamos con la mano? Considero que la respuesta está en las líneas de Borges y Sartre, que he citado. En ambas, más allá de encontrarse la conciencia de muerte está también saber que para los demás las cosas continuarán pese a nuestra ausencia: el libro que no leeremos seguirá siendo un libro y otro cualquiera podrá leerlo después, y lo mismo con el Sol de Sartre, alguien lo verá mañana.
Lo que encierran esas frases es, además, otro tipo de saber: la conciencia de nuestra insignificancia, la evidencia tristísima de que cualquiera podrá reemplazarnos, de que somos sustituibles, de que todo seguirá sin nosotros, pues, salvo el duelo de quienes están muy, pero muy próximos a nosotros, el mundo seguirá su marcha como si no hubiese ocurrido nada, y además, nuestros deudos terminarán tarde o temprano acomodándose en sus vidas, pues la herida que les dejará nuestra ausencia la suturará el tiempo y no nos notaremos en el pantano de la nada.
Nos gusta creer que somos únicos e insustituibles, literalmente imprescindibles y, por ello, de entre todas las relaciones que entablamos con los demás: laborales, comerciales, amistosas... preferimos el amor, porque en ella, el otro nos entregan la certeza de que no podremos desaparecer, de que no podemos ser intercambiables: de que el universo se desplomaría si faltásemos.
Nuestra muerte nos encara con el más lastimoso ninguneo, nos enfrenta al hecho de que nuestra muerte no trastoca nada, de que todo seguirá sin nosotros, de que por más singulares que nos creamos, no valemos nada, no tenemos ninguna importancia: no sólo somos mortales, sino que siempre hemos sido nadie.
Cuando Sísifo, según el mito, regresó a la vida, lejos de venir a honrar su palabra como había prometido a los dioses, se escondió en una humilde choza; cuando Aquiles en el Hades recupera la conciencia y platica con Odiseo, declara preferir la vida aun en la humilde condición de cuidador de puercos en vez de reinar sobre los muertos. Nuestra última acción: morir, no sólo muestra nuestra finitud, sino que hace patente, en toda su extensión, la ridiculez de nuestra soberbia y, por eso, aquellos que se toman en serio y más aquellos que se toman desesperadamente en serio y sufren o se envanecen por su suerte, por sus "asuntos", por lo que momentáneamente ocupa sus vidas, no han entendido nada de la muerte. O quizá, la han comprendido tan perfectamente que mejor deciden atormentarse por cualquier nimiedad que les esté pasando: ahogarse en un vaso de agua.
@oscardelaborbolla
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