Sandra Lorenzano
08/07/2018 - 12:00 am
De madres a hijas (pasando por Patti Smith)
“Debe ser la edad”, más las historias que nos han contado, más las chicas muertas, más las décadas de marchas porque “nuestro cuerpo es nuestro”, y porque hoy la batucada se escucha fuerte: “Y ahora que estamos juntas, y ahora que sí nos ven: abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer. Arriba el feminismo, que va a vencer, que va a vencer”.
1.
“Debe ser la edad”, pienso, mientras lagrimeo mirando las imágenes que me llegan del sur.
“Debe ser la edad”. Más los desencantos y los desencuentros de tantos años, y las despedidas y la distancia.
“Debe ser la edad”, más las historias que nos han contado, más las chicas muertas, más las décadas de marchas porque “nuestro cuerpo es nuestro”, y porque hoy la batucada se escucha fuerte: “Y ahora que estamos juntas, y ahora que sí nos ven: abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer. Arriba el feminismo, que va a vencer, que va a vencer”.
“Debe ser la edad”, pienso, cuando leo la manta que dice “Somos hijas de los pañuelos blancos y madres de los pañuelos verdes” sostenida por mujeres de mi generación que unen en una sola frase la lucha de las Madres de Plaza de Mayo y la fuerza de los cientos de miles de chicas que están ocupando las calles pidiendo el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Ni más ni menos. Aprendimos de las Madres y Abuelas, y ahora aprendemos de nuestras hijas. Se alimentaron de nuestra ansia de libertad, de nuestro deseo de transformar una realidad opresiva, discriminatoria, asesina. Pero fueron más allá: esas chicas que hoy cantan en las calles, que velaron durante toda la noche fuera del congreso mientras adentro se decidía el futuro de la propuesta de ley sobre el aborto libre, seguro y gratuito, esas chicas tienen quince o dieciséis años, y llevaron con ellas a sus abuelas, a sus padres, a sus hermanos. “Y ahora que estamos
juntas…” Porque sólo todas juntas podemos conseguir cambios como éste. La plaza se cubre de pañuelos verdes. Las miro: son las nuestras, nuestras hijas, fuertes, decididas, valientes, empoderadas, irónicas, críticas. “Aborto legal en el hospital”, grita Lucía de 5 años de la mano de su mamá. “Y ahora que estamos juntas…”. Lagrimeo mientras salto y canto con ellas, a diez mil kilómetros de distancia pero –como dice el tango de Eladia Blázquez- con el corazón mirando al sur.
Las organizaciones involucradas en el tema estiman que al año se producen en Argentina aproximadamente entre 350 y 450 mil abortos clandestinos, siendo la primera causa individual de muerte materna. [1] Estamos hablando, entonces, de un muy serio problema de salud pública.
La escritora Claudia Piñeiro, una de las activistas más visibles y reconocidas en esta lucha, planteó en su intervención en la Cámara de diputados: “No permitamos que nos roben la palabra vida. Cada vez que alguien dice que se opone a la interrupción legal del embarazo porque está a favor de la vida, nos roba la palabra. También nosotras estamos a favor de la vida.” ¿O –pregunta Claudia- todos los países en que existe interrupción legal del embarazo son países de asesinos? ¿Los europeos son asesinos?
¿Los italianos, que decidieron en un referéndum -a pesar del peso del Vaticano- a favor de la legalización del aborto, son asesinos? ¿Los uruguayos son asesinos? Las verdaderamente asesinas son las políticas públicas que condenan a las mujeres pobres a abortar en situaciones de insalubridad e inseguridad, arriesgando su propia vida.
Escribe Marta Dillon: “No más sumisas, ni calladas, ni depiladas si no queremos, ni flacas a fuerza de restricción y deseo de los otros. Somos las que somos, gordas, viejas, negras, indias, travestis, locas, amas de casa, jubiladas, jóvenes, muy jóvenes, somos las niñas que nos miran y a las que hacemos hijas de nuestras rebeldías porque somos a la vez hijas y nietas de las rebeldías que nos preceden…”
Y yo lagrimeo. “Debe ser la edad”.
2.
Los pañuelos verdes son parte ya de la cotidianeidad argentina. Están en los cuellos, o colgados en las mochilas, o en las bicicletas, o los cochecitos de los bebés. Están también en el puño en alto de Patti Smith en su concierto porteño. “Salvar la vida de las mujeres es más importante que cualquier ideología”, dijo. Como sucede siempre en sus conciertos –por muy multitudinarios que sean- también los dos que dio en Argentina este año se convirtieron casi en una ceremonia íntima. Me ha tocado verla más de una vez y la sensación de comunión que se genera en torno a ella es mágica. Delgadísima, un tanto desgarbada dentro de sus trajes oscuros, con el pelo largo–hoy totalmente blanco- irradia un luminosidad sorprendente desde el escenario. Cuandoyo tenía la edad de las chicas que hoy encabezan las movilizaciones por la legalización del aborto, éramos muchas y muchos los que queríamos parecernos a la mujer de la portada de “Horeses”.
No soy demasiado fetichista con las firmas de los escritores, pero tengo en mi biblioteca un par que amo: la más querida es la dedicatoria de Patti Smith que mi hija me consiguió después de hacer más de dos horas de cola en una librería de NuevaYork. “Mi mamá es tu fan”, le dijo. Cualquiera que me conozca sabe que más que las palabras de la cantante, es el gesto de Mariana el que me conmueve.
Con estas complicidades de madres e hijas, entre pañuelos blancos y pañuelos verdes, ella y yo compramos juntas Devotion, el libro más reciente de la “sacerdotisa del punk”.
“La inspiración es la incógnita de la ecuación, la musa que asalta en la hora oculta.” Así comienza este libro de enorme belleza poética. Enorme, dije, pero también perturbadora, como suele ser la belleza. Como suele ser la mejor poesía.
Construida como una suerte de tríptico narrativo, se trata de una profunda reflexión sobre la creación y la pasión. “¿Por qué se siente alguien llamado a escribir? –se pregunta- Para apartarse. Protegerse en la crisálida, disfrutar del rapto de soledad, a pesar de los deseos de los demás.” Cada una de las páginas va armando un diario de viaje a la vez por Francia y por la propia experiencia interior que lleva a Patti Smith a crear, no importa si se trata de poesía, de música, de narrativa o de performance.
El cierre es en la casa familiar de Albert Camus en Lourmarin. Allí, invitada por la hija del escritor, ocupa durante unos días la habitación en que Camus escribiera “El primer hombre”. Ante el manuscrito de esa bella y desgarrada novela de infancia, la poeta siente la urgencia de su propia escritura.
“Ese es el poder decisivo de una obra singular: una llamada a la acción. […] ¿Por qué escribimos? Porque no podemos limitarnos a vivir.”
3.
La historia de “Devoción” empieza con la autora preparando el equipaje que se llevará a la gira francesa que su editorial le ha programado. Debe elegir los libros que la acompañarán. “El libro adecuado –dice- puede ser una especie de maestro, que marca el tono o incluso altera el curso de un viaje”. Ella toma la monografía de Francine du Plexxis Gray sobre Simone Weil. Y corre al taxi que la lleva al aeropuerto.
Yo tomo Devoción, y corro también al taxi que me lleva al aeropuerto. Su ritmo y sus palabras acompañan mi viaje al sur, a los paisajes de mi infancia, a las huellas de la memoria, a las presencias y las ausencias amadas.
¿Por qué escribimos? Porque de pronto te arrasa la belleza de un párrafo, o la fuerza de un grupo de chicas de no más de veinte años que reivindica el poder de la vida. Ante ambas realidades siento un estremecimiento y sí, sin quererlo, lagrimeo. Será la edad.
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