Escribir es producir fuegos artificiales que, aunque no ejecuten la combustión total, alcanzan a sugerirnos la altura y la curvatura de la noche y, en sus últimos albores, nos permiten mirarnos unos a otros y aún reconocernos las palmas de las manos. Y esto, como se entenderá, no es mucho ni es poco, es bastante.
Por Romeo Tello
Ciudad de México, 8 de junio (Langosta Literaria/SinEmbargo).– Lo sabemos bien: escribir es ejercer la insatisfacción. Es fracasar: sofisticada, afanosa, inevitablemente. Se escribe con la conciencia de que no se alcanzará nunca la apartada orilla donde respirar es, efectivamente, salvarse. Escribir es sentir la difusa opresión del infinito, sentir el asedio de las incontables formas que podrían encausar lo que busca ser dicho. Se escribe con la certeza de que, entre todas las posibles figuras, no escogeremos la mejor. Cuando un autor cree haber dado en el blanco con un texto, cuando se imagina que ha derrotado con la mirada al basilisco del misterio y el sentido, puede estar seguro de que no ha hecho más que incurrir en un fiasco o en un embuste notable.
Escribir es confeccionar un fracaso, no un engaño.
El Gran Blanco ha evadido todas las escrituras, incluso las sagradas, incluso a Borges. La literatura —aquella que nos ha inventado un alma, sólo para tener algo que acariciar o rasgar— es en realidad un conjunto de textos asintóticos: lenguaje memorable que se acerca progresivamente, peligrosamente, portentosamente… que se acerca de continuo sin llegar nunca. No hace diana, pero el tiro prodigioso de la carne literaria pasa rozando la piel de la manzana atómica. Y, quizá, sea mejor así; no sabemos qué fenómeno terrible ocurriría si la saeta acertara, quizá todas las concavidades del universo se tornarían convexas, y viceversa, con las previsibles complicaciones que esto traería a los planetas, las retinas y los jarrones de la casa.
Escribir es practicar la insatisfacción porque lo que nos hemos propuesto es incendiar la noche —en un mundo que, por supuesto, no conoce el día—. Pero nuestra pólvora verbal no lo consigue y sólo alcanza a iluminar, instantáneamente, una parcela de la bóveda celeste. Escribir es producir fuegos artificiales que, aunque no ejecuten la combustión total, alcanzan a sugerirnos la altura y la curvatura de la noche y, en sus últimos albores, nos permiten mirarnos unos a otros y aún reconocernos las palmas de las manos. Y esto, como se entenderá, no es mucho ni es poco, es bastante.
Todos los que escriben lo saben y, con mayor o menor desagrado, lo aceptan. Son las reglas del juego. Algunos, incluso, sabiendo que la presa es inapresable, ensayan estrategias oblicuas. Se proponen, por ejemplo, como el cazador Cortázar, fabricar redes de tejido amplísimo (not text but texture), absurdamente abierto, para que la bestia dorada, si tuviera el mal tino de acercarse demasiado, pueda escapar cómodamente por entre las arcadas de la red. Esta estrategia no es ingenuidad ni mera resignación. Por el contrario: el cazador piensa que su actitud puede confundir a la presa y provocar una imprudencia de su parte, y entonces quizás deje a su paso un rastro más claro que de costumbre o, incluso, pierda un mechón del vellocino de oro en los hilos de la red. Estos escritores son virtuosos futbolistas que estrellan el balón en el poste: no quieren meter gol, quieren perforar el estadio para ver qué hay del otro lado.
El Gran Blanco no es inaccesible por arduo, lo es por inexistente. Sagrada no es la diana, sino la mirada que la intuye y el gesto que hacía ella apunta aunque ya no pueda verla. Lo sagrado es esa inasibilidad sensible, ese instante asintótico, esa imposibilidad que revela todas las demás posibilidades.