Tengo años yendo a terapia. Doce por voluntad propia. Al primero llegué por codependiente. Estaba enamorada de mi amiga de la universidad y lo que pasa es que ella era bulímica y yo quería arreglarle las porciones de comida, la lengua, el esófago y la vida. Y tengo años siendo “inestable”: quebradiza, pues. Antes de nacer, quizá. Nací con una explosión en la cabeza y dos en el corazón. Tres.

Pasé por varios terapeutas mequetrefes, claro. Algunos que te aplicaban la psicóloga honesta y otros que te cobraban a cambio de asentir:

–Entonces, verá, quiero morirme.

–Sí.

–Y también he pensado cómo morir.

–Sí.

–Me caga el trabajo, la ciudad y la concha de tu madre.

–Sí.

Recuerdo especialmente a una. Yo era cristiana jaja y me atormentaba mi homosexualidad jaja. Entré al consultorio casi al borde del colapso y, mientras yo gritaba como si estuviera ardiendo en Sodoma, ella contestaba mensajes del Messenger de Hotmail y me veía como si estuviera tomando notas de mi lujuria, mi teatro y mi dolor. Lo supe porque al mirarme nunca me atravesó.

Y me fui antes de que terminara la sesión. Se levantó para intentar detenerme y yo, con media porción de calma, le dije una palabra: no. Luego, ya segura de mis pecados, reventé la puerta en su cara.

Encontrar un buen terapeuta es como encontrar casa cuando tu interior es zona de derrumbe: está cabrón. Suerte será que pronto llegues al diván de quien la primera y última sesión diga: tenemos un camino. Suerte será que sea un camino mal hecho, uno de piedra, de sal, de concreto, uno que ahí la lleva, un camino de mesa, de dulces, pero que sí: que tengamos un camino.

Julieta Cardona

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