Arnoldo Cuellar
08/02/2018 - 10:24 pm
“No pasa nada”: violencia de género en la Universidad de Guanajuato
Finalmente, tras esos dos años que en sí mismos constituyen una negación de la justicia, la Pdheg cerró el caso con una serie de recomendaciones que nunca tocaron los hechos y que se limitaron a generalidades.
En agosto de 2015, hace apenas dos años y medio, el concepto de acoso sexual contra mujeres por parte de sus superiores o sus iguales en el trabajo era algo que solo se mencionaba en voz baja.
Parece haber pasado una eternidad de entonces a lo ocurrido este otoño en uno de los ámbitos más visibles del mundo: Hollywood, la Meca de la industria del entretenimiento, donde decenas de mujeres se han atrevido a romper el silencio, mujeres poderosas pero que fueron vejadas por alguien con más poder.
El hecho de que el movimiento autodenominado #MeToo, para denunciar los casos de acoso sexual de productores, actores y directores de cine, que ha trascendido ya a otros ámbitos como el de la política, haya sido designado como “personaje del año” por la emblemática revista Time, coloca las cosas en otra tesitura.
Sin embargo, eso sigue sin tener impacto alguno en Guanajuato.
En agosto de 2015, la becaria universitaria Isabel Puente Gallegos sufrió no un acoso, sino un abierto ataque sexual por parte de su tutor, el catedrático y alto funcionario universitario Julio César Kala, dueño de un doctorado en Ciencias Penales y de una relación privilegiada con el entonces rector del Campus Guanajuato de la Universidad de Guanajuato, Luis Felipe Guerrero Agripino, quien se encontraba en plena campaña para alcanzar la rectoría general de la institución, que hoy ostenta.
Isabel, cuyo nombre permaneció en el anonimato hasta hace poco cuando decidió prestar su testimonio para un documental sobre el acoso en las universidades mexicanas, enfrentó primero un intenso sentimiento de culpa por pensar que algo en su conducta pudo haberse prestado a un malentendido por parte del tutor a quien le tenía no solo respeto, sino admiración.
Pero después, cuando decidió asumir que no era culpable de nada y que había sido víctima de una agresión ventajosa e injusta, se topó con un agravio mucho mayor y más profundo: la institución en la que se había formado como abogada, a la que le tenía cariño y lealtad, no solo no respondió a su denuncia, sino que la obligó a guardar silencio y renunciar a su trabajo, con lo que le cerró cualquier camino para denunciar a su agresor, y garantizó la impunidad al tiempo que la hacía victima por segunda ocasión y ahora con todo el peso de la institución.
Nadie puede decir que Isabel no hizo todo lo que estaba en su mano, en un entorno no solo adverso sino abiertamente hostil, para tratar de buscar justicia, además en un momento en el que esa era una actitud excepcional y cuando sus mismos amigos le sugerían abandonar la lucha porque “nunca pasa nada”.
Al no obtener respuestas en la Universidad de Guanajuato, al verse exigida para callar, incluso por sus familiares, con el argumento de que su caso podía entorpecer el acceso del rector Guerrero Agripino al cargo que buscaba, sin que nadie le preguntara ni por equivocación cómo se sentía, la joven universitaria decidió acudir a la Procuraduría Estatal de los Derechos Humanos, a cargo entonces de Gustavo Rodríguez Junquera, hoy Secretario de Gobierno de Miguel Márquez.
Allí tampoco encontró la justicia que buscaba. La denuncia presentada en septiembre de ese mismo 2015 debió esperar dos años para que la Procuraduría de Derechos Humanos del Estado de Guanajuato (Pdheg) emitiera un tibia resolución que ni siquiera menciona a Julio César Kala por su nombre, que se pierde en extemporáneas recomendaciones generales para que la UG adopte medidas preventivas del acoso en sus espacios y que deja la reparación del daño en manos de esa institución, la misma a la que la becaria acudió en primera instancia solo para ser revictimizada por acción y omisión.
Renunciando a su capacidad de investigación autónoma, Rodríguez Junquera y su sucesor, el actual procurador Raúl Montero, alinearon su carpeta con la del ministerio público de Aguascalientes, lugar donde ocurrió el episodio de agresión en el contexto de un diplomado interuniversitario, supeditando su conclusión a la de la autoridad jurisdiccional que nunca encontró, como suele ocurrir en este tipo de delitos, pruebas que vincularan a Kala con una agresión ocurrida en un espacio privado.
Pero el caso de Isabel se convirtió en algo de mucho mayor calado cuando sus secuelas fueron parte del proceso para seleccionar al nuevo Ombudsman de Guanajuato. Uno de los aspirantes, el doctor Jesús Soriano Flores, fue vetado en el proceso de selección por el mismísimo rector Luis Felipe Guerrero Agripino, no obstante su completo currículum y que había recibido un aval formal del directivo universitario, quizá por considerar que su posible llegada a la Pdheg podría reorientar el caso Kala.
La publicación de la historia de Isabel en el portal Zona Franca en enero de 2016, cuatro meses después de que había presentado su denuncia y que esta se había mantenido en el mayor de los secretos, motivó varias respuestas de la UG de las cuales la más significativa fue la aceptación de que esa casa de estudios “carecía de protocolos para atender la violencia de género”, no obstante que más de la mitad de su alumnado son mujeres. La respuesta se ofrecía como coartada para justificar la inacción ante las denuncias de Isabel, pero adquirió una trascendencia mayor cuando catedráticas y alumnas de la propia institución se manifestaron en reclamo de acciones para frenar la violencia de género en las aulas y fuera de ellas.
Como resultado de la candente situación, que además empezaba a volverse más mediática, Guerrero Agripino ofreció la creación de un protocolo de atención al problema de la violencia de género y una instancia para atenderla, situaciones que no obstante haber sido instrumentadas desde el 2016, vuelven a formar parte de la tardía recomendación de Derechos Humanos concluida apenas en septiembre de 2017.
Finalmente, tras esos dos años que en sí mismos constituyen una negación de la justicia, la Pdheg cerró el caso con una serie de recomendaciones que nunca tocaron los hechos y que se limitaron a generalidades.
Tras la emisión de ese documento, Guerrero Agripino reconoció que lo solicitado por la Pdheg implica que: “se deberá realizar un esfuerzo extraordinario para fortalecer lo que ya tenemos y atender las recomendaciones, no sólo es tema de presupuesto, sino de reunir los esfuerzos institucionales desde distintos ámbitos”.
Es decir, atender un esquema de prevención de la violencia de género en la Universidad más importante del Estado, la cual además se sostiene por un subsidio público requiere “un esfuerzo extraordinario”, como si se tratara de algo que no formara parte de sus convicciones y, por supuesto, de sus obligaciones. Vaya lapsus.
En cuanto a la situación en específico de Julio César Kala, el rector general aseguró que el caso recibiría un seguimiento de parte de la Comisión de Honor y Justicia de la UG a fin de cerrar el caso. Y agregó: “no hablaría de impunidad sino de lo que resuelvan las instancias”.
Hoy, a 2 años y medio meses de los hechos y a cuatro meses de que Derechos Humanos emitiera su recomendación, se ha hecho pública la resolución de la Comisión de Honor y Justicia de la UG, no por iniciativa de la institución que parecía querer mantenerla en secreto, la cual exonera a Julio César Kala, basándose en el hecho de que el ministerio público no lo vinculó a proceso. Fue una vuelta de dos años para llegar al mismo lugar de septiembre de 2015: la nula disposición a escuchar la voz de la víctima. La dolorosa confirmación para las víctimas de que más te vale no denunciar porque “nunca pasa nada”.
¿Acoso y violencia contra las mujeres en los ámbitos más insospechados? No ocurre solo en el glamour de un set y es mucho más común de lo que pensamos. Lo que alarma es la vocación por el encubrimiento y la revictimización de parte de las instituciones públicas y particularmente de algunos de sus responsables que quieren pasar por prohombres estudiosos del derecho y de la ética.
Extraña también la casi invisible voz de las mujeres universitarias, incluyendo a algunas respetables catedráticas que han profundizado en los estudios de género y que ante un caso real documentado y la valentía de una víctima, no han sumado posturas para hacer avanzar la cultura del no a la violencia.
Hoy que el tema alumbra hasta los espacios más resistentes para tocar estas contradicciones de nuestra sociedad, aquí sigue prevaleciendo el silencio y la enorme soledad de las víctimas.
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