Jorge Javier Romero Vadillo
07/11/2024 - 12:02 am
¿Por qué?
“Las trayectorias de los politicastros que rodean a Sheinbaum en el gobierno federal, el Congreso de la Unión, los gobiernos locales y las legislaturas estatales carecen de refinamiento intelectual alguno”.
Hace unos días, cuando me vino a la cabeza el título para este artículo, la pregunta que me taladraba el cerebro era por qué el gobierno de Claudia Sheinbaum había decidido comenzar de manera tan destructiva y tormentosa, en lugar de emprender un proceso de reformas consensuadas que generara una base más amplia y sólida para su proyecto. La respuesta más a la mano es que todavía está actuando bajo el influjo de su mentor y con su lógica, no como una gobernante responsable con proyecto de Estado.
Sin embargo, al hurgar en la manera de actuar de la coalición construida por López Obrador, base de sustentación de la nueva presidenta de la República, lo que se encuentra es un conglomerado de intereses empeñado en eliminar cualquier obstáculo para que sean ellos, con sus formas tradicionales de reparto basadas en la complicidad mafiosa —no en la eficiencia ni en el conocimiento— quienes capturen el botín estatal: el reparto del empleo público, los mecanismos de intermediación social, la venta de privilegios y protecciones a empresarios legales e ilegales y la concesión de contratos para la obra pública.
Las trayectorias de los politicastros que rodean a Sheinbaum en el gobierno federal, el Congreso de la Unión, los gobiernos locales y las legislaturas estatales —la abrumadora mayoría de ellos formados en el PRI, pero también los herederos de la izquierda más obtusa y aquellos provenientes del PAN— carecen de refinamiento intelectual alguno, y sus principios éticos o políticos son más mudables que los de la donna en la famosa aria del Rigoletto de Verdi, aquella caricatura machista cantada por el duque para alardear de sus conquistas.
En el órdago patético que hemos presenciado en el Congreso, durante el asalto fascista al poder judicial que han emprendido, no hay el menor asomo de deliberación democrática o reflexión autónoma. Van derecho y no se quitan, cueste lo que cueste a la estabilidad y la prosperidad del país. Su objetivo es eliminar los obstáculos para capturar el botín de manera arbitraria en beneficio personal, aunque algo tengan que distribuir a sus clientelas para mantener su apoyo electoral. No hay intención alguna de construir una democracia social sustentada en un Estado de derechos. No hay proyecto de izquierda alguno.
Lo peor es que los grandes empresarios mexicanos están felices con la retranca en los mecanismos institucionales que se habían creado incipientemente para garantizar la transparencia en las contrataciones públicas o para promover la competencia y la innovación tecnológica. Saben actuar en las tinieblas que permiten la compra de protección y la contratación a base de moches y porcentajes. La transparencia y la competitividad les repelen, pues medraron bajo el régimen del PRI y con aquellas reglas saben jugar, de ahí su complacencia con el asalto al poder de la pandilla reaccionaria que López Obrador juntó.
Esas eran mis respuestas tentativas a la pregunta con la que encabezo esta nota; sin embargo, después de conocer el resultado de la elección de ayer en los Estados Unidos, creo que el “por qué” tiene respuestas más complejas. Lo que ocurre en México es solo una pequeña parte de una crisis de época. Leo el libro de Jacobo Dayán sobre la República de Weimar y el clima intelectual de aquellos tiempos, y pienso en cómo aquel espejismo democrático se estrelló contra el ascenso del nazismo, mientras Trump gana incluso en el voto popular a pesar de su zafiedad y su delincuencia comprobada. Estamos ante una crisis del ideal ilustrado y democrático de proporciones similares.
La andanada de vulgar ambición y ordinariez que domina la política mexicana no es más que la expresión local de una crisis global. Personajes de la misma calaña se abren paso en todo el mundo, aprovechando las reglas desarrolladas por la racionalidad democrática para imponer sus regímenes antiilustrados, abusivos incluso cuando se proclaman encarnación de la mayoría, del espíritu de sus pueblos, de la voluntad general. Trump es, sin duda, el más repugnante, porque muestra su rostro de farsante fascista sin ambages y porque alienta a personajes como Putin, Modi, Orban, Erdogan y Netanyahu –monstruos engendrados por el sueño de la razón– para que actúen sin freno en sus proyectos criminales.
Miro a mi alrededor y recuerdo con dolor la fotografía del suicidio de Stefan Zweig con su esposa en Petrópolis, cuando ya estaban a salvo de la persecución nazi en su exilio brasileño, tras cerrar su ciclo como escritor con ese gran lamento que es El mundo de ayer, un libro que hoy resuena con una claridad dolorosa. Su visión de una Europa que, con ceguera y arrogancia, se desmoronaba ante el avance de fuerzas irracionales y autoritarias resulta escalofriantemente vigente. La ambición vulgar y el desprecio por la democracia ilustrada que vemos hoy en México y en otros rincones del mundo son los ecos de aquella descomposición.
Como en el mundo que vio desmoronarse Zweig, el nuestro enfrenta una crisis en la que los valores de la razón y el respeto a la libertad ceden terreno ante el arrebato populista y el culto a las “voluntades generales” manipuladas por líderes sin escrúpulos. Zweig fue testigo del precio a pagar cuando la democracia se torna una fachada para el despotismo; ahora, la pregunta es si habrá, entre las nuevas generaciones, quienes tengan la lucidez para ver lo que está en juego antes de que, como él, debamos lamentar la pérdida de ese mundo que, mientras se colapsa, seguimos llamando nuestro.
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