Tomás Calvillo Unna
07/08/2024 - 12:04 am
El viento interior
“Este fuego y esta paz que portamos son el día y la noche entrelazados”.
I
El agua es el perfume de la naturaleza,
En su espiral es cielo y mar.
Al desierto punzante
le retorna la verdad de su oasis
y desaparece el espejismo.
II
Nosotros hemos perdido
esa natural sabiduría.
La soberbia,
se adhirió a la piel
de nuestros egos,
no podemos ver más allá;
iconoclastas y suicidas,
nos perdemos
en las horas de los sucesos,
que apuntan su urgencia y regencia
para desaparecer sin ton ni son.
III
Convertidos secularmente
en estatuas de sal
de un inhóspito mañana
apresurado en su violencia;
rodeados de inútiles objetos,
enmudecemos al constatar
nuestra ignorancia:
la palabra herida mortalmente
con las manos del crimen
cuya huella digital borró su origen.
IV
Respirar antes del segundo
y dar la vuelta en la esquina
sin temor alguno.
La contundencia de la ilusión
es abrumadora.
¿Cómo encontrar sus resquicios?
dentro, la voz de la eternidad
afuera, el tiempo.
V
No se trata de fugarse, ni recluirse.
En el hábitat cotidiano
asumir su nula perdurabilidad
sin ingenuidad, ni menosprecio.
El sacrificio innato,
una suerte de constante fin,
que domina el desapego.
Esa libertad de la lentitud recuperada
y fortalecida con el desprecio a la incautación.
VI
Invitados desde hace miles de años,
como nos gusta enumerar y contar,
aprendemos una y otra vez
a esculpir la soledad de cada quien
que se reconoce en el prójimo:
ese extraño de sí mismo
que es cada uno.
En esta soltura tan necesaria
los costos de antemano están saldados.
La incógnita retorna:
¿quién eres?
tan común y extraordinario a la vez.
VII
El aturdimiento fractura la percepción
y es constante.
Transitamos por linderos de un abismo
y nos comportamos como sonámbulos.
Ángeles y demonios desaparecieron,
solo restan interminables huellas
que no logramos identificar
de dónde provienen y a donde van.
Se ha perdido el reloj de arena.
VIII
Este fuego y esta paz que portamos
son el día y la noche entrelazados,
el verdadero tesoro que nos resta.
Ante los estruendos del ruido,
hablamos en voz baja, no gritamos;
tarareamos una canción muy antigua
del amor enterrado en las entrañas,
donde se escucha el correr de los ríos.
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