Es un lugar común decir que México es un país terriblemente desigual. Y que América Latina es la región con mayor inequidad del mundo. Sin embargo, más allá de criticar la anomalía de que un país como el nuestro tenga al hombre más rico del mundo, prácticamente no es un tema prioritario dentro de la agenda pública.
La política social, por ejemplo, está enfocada únicamente al combate a la pobreza. El gasto público en su conjunto –la gran herramienta redistributiva en los países desarrollados— no hace nada para corregir la desigualdad. Por el contrario, transfiere recursos a quienes más tienen. Llámese subsidio a la gasolina o a la electricidad, exenciones en los impuestos al consumo o la renta, algunos subsidios agrícolas, pensiones a empleados públicos privilegiados.
La desigualdad no solamente es un tema que abordan los filósofos morales o algunos economistas. Ni es una cuestión de preferencias políticas o sociales. Por el contrario, la desigualdad afecta las vidas de todos nosotros y tiene importantes efectos. La desigualdad importa.
En países con gran desigualdad, la economía crece menos, se dificulta la movilidad social –ya que los canales para ascender socialmente son mucho más estrechos y la igualdad de oportunidades es una ilusión— y se reduce el capital social y la cohesión –hay menor participación comunitaria y confiamos menos en nuestros conciudadanos—.
Innumerables estudios demuestran que la desigualdad es una de las principales causas de muchos de los males que nos aquejan. La incidencia de problemas como la adicción al alcohol y a las drogas, las enfermedades mentales, el fracaso escolar o la violencia aumentan según lo hacen los niveles de desigualdad social. Además, tienden a incrementarse las tasas de obesidad, de embarazos adolescentes, de mortalidad infantil, de homicidios o de población en prisión, y la esperanza de vida se reduce.
Y lo más destacado es que afecta tanto a los sectores más pobres como a los de mayores ingresos. La desigualdad implica un menor bienestar también para los más acomodados de la sociedad, según lo demuestra la experiencia internacional. Se traduce en peores niveles de salud, menor esperanza de vida, y mayores tasas de homicidio y de enfermedades mentales. O dicho de otra forma: incluso los grupos más ricos se acaban beneficiando cuando hay mayor igualdad social.
Las sociedades que están sujetas a niveles elevados y persistentes de desigualdad también enfrentan problemas políticos; es muy difícil que puedan formar y consolidar democracias de calidad y las crisis de gobernabilidad son recurrentes.
Así, la experiencia de los países exitosos demuestra que reducir la desigualdad es la mejor manera –tal vez la única— de mejorar el bienestar social y la calidad de vida de su población.
En este sentido, la variable principal para explicar los niveles de desigualdad en un país es la intervención del Estado. Su participación –mediante el cobro de impuestos y el ejercicio del gasto público, sobre todo del gasto social— puede reducir de forma muy acentuada la desigualdad.
En el caso de México, sin embargo, no ocurre.
Tenemos un Estado que recauda poco –y en consecuencia puede gastar y redistribuir poco. Además la gran parte del gasto social –que debería tener un carácter marcadamente redistributivo— beneficia a los estratos más ricos de la población.
¿Así cómo?
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