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Sandra Lorenzano

07/07/2024 - 12:02 am

Hay días y días, Nelson*

Él y yo nos saludamos cada mañana casi como hermanos, sabiendo que el otro sabe exactamente cómo nos sentimos: el pacto está sellado para siempre.

Hay días y días. Y el día en que recibes una llamada de tu hermano menor avisándote que a tu padre tienen que operarlo, no es definitivamente un buen día. Si a eso le sumas que vives a 6,895 kilómetros de tu casa familiar (que sigues considerándola tuya aunque haga 48 años que no vives allí), que no hay vuelos directos entre La Habana y Buenos Aires, y que la distancia ha sido siempre tu pesadilla (¿por qué vivo tan lejos? ¿Lejos de dónde?, podría preguntarme, pero no hace falta: mi corazón sabe de qué hablo cuando hablo de distancias y años), no, ese día -el de la llamada- no es para nada un buen día.

Con la preocupación y la tristeza que cubrían hasta mi propia sombra, salí de la oficina. Bajaba a comprar un café, compañía imprescindible en ese momento. Y yo, que siempre lo he tomado amargo y con “una gota de leche”, elegí el estilo dulcísimo y pequeñísimo que toman por aquí. Me hacía bien un poco de dulzura, como decía un viejo anuncio, allá por mis doce o trece años.

Compré un paquetito de galletas y pedí un segundo paquete para Nelson. Ustedes no han conocido todavía a Nelson, pero quiero contarles que a partir de aquel momento se convirtió en un personaje insustituible de mi vida habanera. Un par de días atrás me había detenido desde su puesto de responsable de la pequeña barrera que deja pasar los autos al estacionamiento de la universidad. Yo iba caminando y escuché “Ey, usted, ¿adónde va?”. El que hablaba era un hombre negro, flaquito, que no debía tener más de cuarenta años. “¿Yo?” Me acerqué, le tendí la mano y me presenté (“Soy Fulanita y desde ahora estoy a cargo etc., etc.”). Me sonrió y me dio la bienvenida, como si él fuera el verdadero rey de la universidad. El día de la operación de mi padre, pasé a dejarle las galletitas. “¿Sabe qué voy a hacer yo con estas galletas?”, me preguntó. “Se las voy a llevar a mi mamá, que está internada.” “Mi papá también está internado”, le contesté yo sabiendo que él entendería mi cara de esa mañana y mi frío en el alma, a pesar de los 32 grados en los que estábamos inmersos. Intercambiamos entonces cuadros clínicos, diagnósticos y pareceres, que tejieron una alianza entrañable. Todavía ayer me mostró las últimas radiografías de su madre, a la que ya le dieron el alta. A mi padre también le darán el alta pronto en el invierno porteño y podrá celebrar en casa sus 87 años en unos pocos días. Nelson me pidió felicitarlo especialmente de su parte. Él y yo nos saludamos cada mañana casi como hermanos, sabiendo que el otro sabe exactamente cómo nos sentimos: el pacto está sellado para siempre. Sin duda, Nelson, hay días y días. También los hay de sonrisas y solidaridades. Gracias.


*Les prometo que no siempre voy a hablar de La Habana, pero déjenme hoy compartir con ustedes esta historia.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, sus libros más recientes son "Herida fecunda" (Premio Málaga de Ensayo, 2023), "Abismos, quise decir" (Premio Clemencia Isaura de Poesía, 2023), y la novela "El día que no fue" (Alfaguara). Académica de la UNAM, se desempeña como Directora del Centro de Estudios Mexicanos UNAM-Cuba. Es además, desde 2022, presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación). sandralorenzano.net

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