“Habita el centro de sus temas igual que Nietzsche. Y también es, igual que él, una mente poderosa que reflexiona sobre nuestra cultura y nuestra política”, ha dicho Sean Wilentz. Un libro de ensayos tan moderno y tan necesario. No lo querrás dejar.
Ciudad de México, 7 de julio (SinEmbargo).-Mark Greif (1975), siguiendo la tradición de grandes intelectuales americanos como Lionel Trilling o Susan Sontag, se plantea en este libro un ejercicio de disensión “contra todo” lo que damos por supuesto: ¿por qué hacemos ciertas cosas y no otras? ¿De verdad creemos en lo que hacemos, o solo seguimos un patrón aprendido en el que ni siquiera acabamos de confiar? ¿Y si la sabiduría popular resultara no ser tan sabia? Comenzando por lo más próximo a nosotros, el cuerpo, Greif analiza por qué estamos tan obsesionados por el ejercicio físico y la alimentación; cuáles son las verdaderas razones que accionan nuestra pulsión sexual; cuál es la causa de los nuevos hábitos a la hora de tener hijos; qué queremos decir cuando hablamos de “experiencia”.
Pero el libro también aborda cuestiones sociales clave a la hora de conformar nuestro mundo futuro: ¿es posible garantizar una renta mínima para todo el mundo y limitar los beneficios de los más ricos? ¿Cuál es nuestro futuro como televidentes y ordenadorvidentes? ¿Por qué cada vez más gente quiere sentir menos y se refugia en ideologías anestésicas para no sufrir? ¿Pueden los Estados Unidos seguir ejerciendo de policía mundial cuando su propia autoridad nacional está tan cuestionada?
Por último, a partir de su crónica personal del movimiento Occupy Wall Street, Greif nos ofrece una lúcida reflexión sobre cuál ha de ser el papel del filósofo en nuestro mundo, basándose en Thoreau, su pensador de referencia, alguien que supo hacer tabla rasa de las ideas recibidas y observar la vida desde la frescura de un pensamiento auténticamente radical.
Fragmento de Contra todo, de Mark Greif, con autorización de Anagrama
A veces me he preguntado por qué hay tan poca filosofía de la música popular. Los críticos de pop hacen reseñas y entrevistas; escriben valoraciones y biografías. Sus críticas dan muchas cosas por sentadas y no formulan las preguntas que me gustaría que respondieran. Todo el mundo repite la idea recibida de que la música es revolucionaria. Bueno, ¿lo es? ¿El pop apoyó la revolución? Decimos que el pop es la música de su tiempo, y podemos fecharla de oído con sorprendente precisión: tal canción es de 1966, de 1969, de 1972, de 1978 o de 1984. Bueno, ¿lo es? ¿De verdad el pop es la música de su tiempo, en el sentido de que representa algún aspecto de la historia exterior además del rumbo de su desarrollo interno? Sé que el pop me provoca algo; todo el mundo dice lo mismo. ¿Qué me provoca? ¿Realmente influye en las creencias o acciones de mi vida interior, allí donde pienso y siento casi todo, o simplemente insinúa cierta fluctuación del estado de ánimo, o un placer evanescente, o el impulso de moverse?
Las respuestas son difíciles no solo porque es complicado pensar en el tema del pop, sino por un acusado sentimiento de vergüenza. La música popular es la forma de arte más viva de la actualidad. Si se les condena a vivir en una isla desierta, lo primero que harían nuestros contemporáneos es escoger qué discos se llevarían; poseemos la idea de qué discos llevarnos a una isla desierta porque podemos pasar sin otras formas de arte, pero no renunciar a las canciones. Las canciones son lo que consumimos en mayor cantidad; es lo que más almacenamos en nuestra cabeza. Pero por mucho que insistamos en la seriedad del valor de la música pop, no creemos lo suficiente en la seriedad de su significado fuera del ámbito de la música, o al menos eso es lo que nos pasa a la mayoría, y no podemos hablar de ello a riesgo de parecer idiotas.
Y todos nosotros, amantes de la música, con el oído afinado precisamente a cierto tipo de sublimidad del pop, enseguida detectamos las pretensiones, la aparatosidad y la hipocresía –cada vez que aspiramos a una crítica más general– precisamente porque percibimos el abismo que hay entre la efectividad de la música y la impotencia y superfluidad del análisis. Lo que significa que no sabemos lo que deberíamos saber de nuestra forma artística más importante. Ni siquiera estamos de acuerdo acerca de cómo la interconexión de la música pop y las letras, más que las palabras pronunciadas sin acompañamiento, cumple una tarea de representación completamente distinta, más dispersa e irresistible que la poesía, y mucho menos meticulosa y digna. Los malos críticos demuestran ignorancia cuando persisten en tratar el pop como si fuera poesía, como ocurre en el todavía creciente aluvión crítico que hay en torno a Bob Dylan.
Si fuéramos a desarrollar una filosofía del pop, deberíamos despejar el campo de muchos obstáculos. Tendríamos que centrarnos en un solo artista o grupo, dejar que la gente sepa que no te has perdido en generalidades y que pongan a prueba tus afirmaciones. Tendrías que proclamar desde buen principio que los músicos eran figuras de verdadera importancia, aunque no lo más de lo más: ni las más vanguardistas, ni las más perfectas, ni las más ejemplares, cosas que evitaría la hostil comparación y sofisticación que pasa por crítica entre los aficionados. Y luego deberías poder tomarte un respiro. Si en una ocasión dijiste que te gustaba tal grupo, ya no habrá necesidad de más valoración; y si se trataba de un grupo cuya música contaba con bastante público, no habría necesidad de biografía ni de ninguna descripción escueta.
Así que pongamos por caso que la banda fuera Radiohead, y permitidme que sea lo bastante necio como para embarcarme en esta discusión. Y si insisto en que Radiohead son “más” todo que cualquier otro músico pop –pues los fans siempre reivindican la superioridad de los grupos que adoran–, que sea porque este grupo, en el cambio de milenio, fue más capaz que otros de plantear una sola pregunta: ¿cómo podría la música pop encarnar una situación histórica concreta?
Radiohead pertenece a la esfera del “rock” y si el rock posee un tema característico –al igual que en la música country son los pequeños placeres en tiempos difíciles (ir tirando) y en el rap es el éxito a la hora de competir (la superación)–, ese tema es la libertad de toda restricción (la liberación). No obstante, la primera cualidad notable de su música es que, aunque su tema pueda ser la libertad, su técnica implica la evocación no de la sensación de libertad, sino de un interminable miedo de baja intensidad.
El temor que encontramos en las canciones es tan detallado y tan omnipresente que parece incorporado a cada verso de la letra y al cielo negro y estrellado de la música que la recubre. Es un miedo que flota en el entorno, no un antagonismo que emana de un solo objeto de autoridad. Es atmosférico más que exclusivo. Es una amenaza que no sorprende a nadie. Fuera hay oyentes, espectadores, coches abandonados con el airbag desplegado, coches asesinos que apagan las luces y vienen hacia nosotros. “Ellos” esperan sin tener nombre propio: voces fantasmales, chasquidos de teléfonos intervenidos, surcos de discos terminados, sonidos de procesado y anonimato.
Un suceso es inminente o ya ha ocurrido, pero nuestros sentidos no pueden percibirlo: “Something big is gonna hapeen / Over my dead body.” O es imposible que nada más ocurra, y sin embargo ocurre: “I used to think / There is no future left at all / I used to think.” Algo se ha torcido en nuestra manera de conocer los acontecimientos, y el error se filtra a los propios sucesos. La vida se revela en sus representaciones, en el medio común de un lenguaje máquina. (“Arrest this man / he talks in maths / he buzzes like a fridge / he’s like a detuned radio.”) Se ha abierto una fisura entre el hecho y su representación, y estalla el dique que separa la técnica de lo natural. Esto no pretenden ser afirmaciones de pensamientos sobre sus canciones, ni siquiera sobre las letras, que sobre la página impresa parecen banales; esto es lo que ocurre en sus canciones. Los artefactos técnicos están en la música, situados detrás de nuestros labios, y salen cuando abrimos la boca: en forma de palabras químicas y médicas que sin esfuerzo entran en las letras (“poliestireno”, “mixomatosis”, “polietileno”).
Además del mundo artificial existe en sus letras una iconografía que procede de sombríos libros infantiles: pantanos, ríos, animales, arcas y botes de remo que recorren ambiguos senderos de luz hacia la luna. Dentro de estas letras –y también en el contrapunto musical de campanadas, cuerdas, canciones de cuna– se abre una antigua opinión personal, un deseo desesperado de espacios pequeños y seguros. Promete santuario, un lugar de silencio en el que pensar.
Such a pretty house
and such a pretty garden.
No alarms and no surprises,
no alarms and no surprises,
no alarms and no surprises please.
Pero cuando las canciones intentan defender lo pequeño y lo seguro, el esfuerzo llega acompañado de altisonantes afirmaciones de poder, que imitan la voz de la aplastante autoridad que debería estar detrás de nuestro universo contemporáneo lleno de temor pero que nunca habla…, aunque las palabras, de alguna manera, nos hablan.
This is what you get
this is what you get
this is what you get
when you mess with us.
No está del todo claro si esta es una voz comprensiva o una voz exterior…, si está a favor o en contra nuestra. La tarea del grupo, tal como yo entiendo, consiste en intentar aferrarse a la voluntad, para preguntar si ha quedado excluida alguna parte de ella a la que valdría la pena aferrarse, o averiguar adónde irá a parar esa fuerza. Thom Yorke, el cantante, siempre parece en peligro de ser destruido; y luego o bien encauza a los filisteos, o, como si fuera Sansón, se prepara para derribar el templo con él en su interior. De manera que oímos palabras tranquilizadoras doloridas y hermosas, austeras, cristalinas y delicadas, y a continuación violentas denuncias y amenazas de destrucción, hasta que parece que se responden una a otra, como si la violencia exterior se viera atraída hacia dentro:
Breathe, keep breathing.
We hope that you choke,
that you choke.
Everything everything everything
in its right place.
You and whose army?
We ride–we ride–tonight!
¿Y la consecuencia? Llegamos aquí a la letra más conocida de Radiohead, que de nuevo resulta banal en la página, y que viene acompañada del estado de ánimo de su música más difícil de describir, expresado en múltiples y repetidas frases breves, clichés, a medida que las palabras pierden su sentido y lo vuelven a recuperar. “Cómo desaparecer por completo”, como expresa el título de una canción, pues las palabras parecen expresar un deseo de negación del yo, de alcanzar la nada, la no-existencia:
For a minute there
I lost myself, I lost myself.
I’m not there.
This isn’t happening.
Una descripción de la situación de finales de la década de 1990 podría ser la siguiente: al final del milenio, todos los individuos estaban sentados en un punto de encuentro de órdenes y llamamientos expresados a gritos, la televisión, la radio, el teléfono y el móvil, las vallas publicitarias, la pantalla del aeropuerto, la bandeja de entrada, el correo comercial. Todo el mundo descubrió que vivía en un nudo de la red, que existía sin su consentimiento, que lo conectaba a una serie de voces grabadas, mensajes escritos, sistemas de emisión, canales de entretenimiento y nuestras vías preferidas. Era una cultura de la radiodifusión: una siembra indiscriminada que necesitaba alcanzar solo a unos pocos y que cubría enormes extensiones de nuestra conciencia. Para obtener beneficio, bastaba con que arraigara un mensaje entre diez mil; por lo que los mensajes se diseminaban por todas partes. Vivir en esa red provocaba una sensación determinada, pero, sorprendentemente, en la cultura de la radiodifusión había muy poco que intentara captar esa sensación. Por el contrario, no dejaba de lanzar imágenes de una vida lujosa y sin preocupaciones, canciones de bienestar y libertad, y maravillas tecnológicas, que no se parecían a la vida que llevábamos.
¿Y si te dabas cuenta de que no estabas representado? Era como si uno de los pocos aspectos unánimes de esta cultura fuera que te prohibían quejarte, puesto que si te quejabas eras un ser humano trivial, poca cosa, alguien que malinterpretaba la generosidad y benevolencia del sistema de mensajes. Existía para ayudarte. Ahora bien, si aceptabas las constantes y promiscuas difusiones como normalidad, te encontrabas con mensajes que te hinchaban, te mimaban y te halagaban. Si simplemente afirmabas que toda esa cháchara estaba alterando tu vida, matando tu intimidad o poniendo fin a la capacidad de pensar en silencio, había mensajes alternativos que en un susurro hablaban de humillación, locura, desaparición. ¿Qué clase de chalado necesita silencio? ¿Qué puede haber más inofensivo que unas palabras de consejo? Los mensajes no procedían de alguna parte; no eran importantes, organizados, inteligentes, con intención. Tuya era la elección de cambiar de canal, de no contestar al teléfono, de taparte los oídos, de cerrar los ojos, de cavar un agujero y meterte dentro. Lo cierto es que era tu responsabilidad. Las metáforas en las que la gente intentaba quejarse de esta evolución, mediante la ley ordinaria y la costumbre, eran la contaminación (como en la expresión “contaminación sonora”) y el robo (como en “robarnos el tiempo”). Pero todos sabíamos que las intrusiones se experimentaban como algo violento. Violencia física, sin que pudieras devolver el golpe.
¿Y si esta sensación de intrusión violenta persistía? Entonces añadía una nueva dimensión de trivialidad constante y nerviosa a nuestras vidas. De manera irracional vinculaba, en nuestros estados de ánimo y nuestros pensamientos secretos, esas pequeñas irritaciones íntimas con la constante violencia televisada que veíamos. Aquellos que ponían objeciones acababan avergonzándose, porque comparaban el fastidio a la tragedia, y sin embargo percibíamos la semejanza, aunque fuera algo que no se pudiera decir. A lo mejor era porque nuestros nervios poseen una paleta limitada para pintar el miedo. O porque la red cumplía con su deber de responsabilidad cívica enseñándonos las veinticuatro horas noticias de aviones en llamas y coches destrozados y empapados de sangre, víctimas que chillaban, procedentes de todo el mundo, y supuestamente nuestro deber cívico era mirarlas, y, con el añadido de los anuncios, toda esta mezcla de mensajes y horrores aparecía en las pantallas cada vez que, con la excusa de la “responsabilidad de saber”, se introducía una televisión en el aeropuerto, el metro, la consulta del médico y cualquier sala de espera. Pero poner cualquier objeción era degradante: ¿quién pretendía hacernos daño? ¿Y no era responsabilidad nuestra saberlo?
De este modo, la gran masa de la población se apiñaba en el sendero de cada radiodifusión, y en realidad no hablaban, sino que les hablaban, recibían pero no podían enviar nada, y sin embargo se les hacía responsables de la nueva Babel. Casi todos los que vivíamos en esta cultura éramos principalmente sufridores o pacientes, y no, tal como solía decirse, “consumidores”. No obstante, no teníamos más palabras que “consumo” o “consumismo” para condenar un mundo de violentas intrusiones de mensajes insustanciales, y ninguna manera nueva de nombrar al menos esa cultura o describir la sensación que provocaba estar dentro.
Así que un cierto tipo de música pop podía ofrecer una visión representativa de ese mundo y ser al mismo tiempo uno de sus productos omnipresentes. Un cierto tipo de músico podría reflejar la vaga y sonriente amenaza de acción hostil de este nuevo mundo, su latente violencia practicada por nadie en concreto; un cierto tipo de músico, airado y crítico más que complaciente y risueño, podría representar la experiencia intrusiva, aunque la propia música sería dolorosamente intrusiva, y nos llegaría y la compartiríamos por las mismas vías de intrusión masiva que difundían todo lo demás. La música pop tenía la suerte de ser un arte singularmente desvergonzado y un medio de capital relativamente bajo en su creación, creada por apenas un compositor o escritor o dos y un grupo de entre cuatro y seis miembros, con escasa intrusión externa, hasta que había que poner dinero para la grabación, la distribución y la publicidad. Así, aunque la música también tenía que hacer concesiones, podría convertirse en una forma de queja desvergonzada y de otro modo inexpresable, que captaba lo que uno no podía decir en un debate razonable, y nos llegaba desde tan adentro de la cultura de la radiodifusión que podía representarla con sus propias herramientas.
Ha sido una paradoja histórica que el género pop más dedicado a la idea de la rebelión contra la autoridad haya adoptado una música cada vez más brutal y autoritaria para denunciar las formas de autoritarismo. Un género que celebraba la liberación individual exigía una reglamentación y coordinación crecientes. Esta evolución podía verse de manera más marcada en el rock duro, el metal, el hardcore, el rap metal, pero había estado latente desde el principio.
A lo largo de principios del siglo XX, los músicos folk habían sido una alternativa tradicional a las formas de autoridad musical. Pero la sola llegada de la amplificación, al parecer, cambió de manera tan drástica la situación de la música, abriendo posibilidades en el ámbito de la dinámica y la mímesis de otros sonidos, que creó vías para la representación musical de la liberación que no tenían que ver con el contenido tradicional de las letras de la música folk, ni con la destreza instrumental y el purismo. En concreto le otorgaba al pop la posibilidad de emular la liberación de los males sin tener que combatirlos. El pop podía convertirse en Goliat al mismo tiempo que animaba a David. A finales de la década de 1960, un aspecto de la amplificación destaca sobre todos los demás: por primera vez se daba la posibilidad de que un músico pudiera decidir hacerle daño al público con el ruido. La relación entre el público y el músico de rock acabó basándose en un nuevo tipo de confianza primitiva. La fe de los oyentes en que los grupos reprimirían de manera voluntaria la posibilidad de provocarles un dolor real y un daño permanente…, aunque por poco. Por primera vez un artista tenía en sus manos un medio de violencia real, y existía una convivencia con el público a la hora de poner a prueba sus posibilidades. Se puede oír en los Who, los Doors, Jimi Hendrix. En los años sesenta, naturalmente, eso se ponía a prueba en medio de un entorno de creciente violencia, que generalmente estaba monopolizado por “las autoridades”, pero que se manifestaba con una frecuencia creciente en el malestar civil y en la reacción de la policía, así como en las guerras que se libraban en el extranjero. Todo eso a veces se considera una explicación. Pero en cuanto el país estuvo de nuevo en paz, resultó que la violencia formal del rock no dependía de la abierta violencia del derramamiento de sangre, y el rock prosiguió su metamorfosis. Uno de los extremos de esta dinámica hizo surgir el heavy metal durante la década de 1970, cosa que algunos relacionaron con el derrumbe de la industria y la miseria económica. Posteriormente se refinó en el punk y el pospunk, en periodos de derrota política, y algunos relacionaron la alternancia entre el odio a la autoridad y el odio al yo de las nuevas letras con una toma de posición política, económica y social.
Es posible que tuvieran razón. Pero quizá eso es concederle un crédito demasiado automático a la idea de que la música pop describe la historia casi sin intentarlo…, que es precisamente lo que está en entredicho.
Naturalmente, para dar el salto hacia el mundo afectivo de nuestro momento actual podríamos necesitar otra cosa: sonidos electrónicos. Para reproducir un nuevo universo, o estimular el deseo de forjarse una vida en medio de él, una banda podría necesitar una cantidad limitada de bips, repeticiones, bucles sampleados, cajas de ritmos, ruidos y ritmos. La «electrónica», como nombre de un género contemporáneo, se refiere a las herramientas de producción así como a su resultado. Ordenadores portátiles, Pro Tools, secuenciadores y samplers, sonidos encontrados, breaks acelerados y frecuencias puras, proporcionaban un entorno aparentemente etéreo y un extraño paisaje sonoro que, aunque prefigurado en estudios de Colonia o en el Centro de Música Electrónica Columbia-Princeton, no encajaban de manera inmediata con la tradición de las guitarras y baterías que conocía el pop. Pero resultó que las señales electrónicas que utilizaba la música ya nos habían llegado emocionalmente por una ruta distinta del vanguardismo de Stockhausen o Cage. Todos los que nacimos después de 1965 habíamos introducido sílabas absurdas y canciones privadas en el ruido del contestador, y luego el ruido del ordenador, puesto que los nuevos sonidos nos llegaban a la cuna. Al igual que queríamos comprender el tictac del movimiento regular de un reloj, queríamos saber cómo oír un lenguaje y una canción de ruidos, compresores de aire, subidas de tensión de la lavadora, sirenas y señales de alarma. Oímos comunicación en el refinado espectro contemporáneo de bips: el estridente grito de un microondas, el repique de un temporizador, la gran bocanada de una máquina registradora, los gorjeos de los móviles, el ping de las alertas de los cinturones de seguridad y los chasquidos de los indicadores, por no mencionar los elegantes bips de los ordenadores en los que tecleamos.
Hasta finales de la década de 1990 los Radiohead no supieron expresar lo que les preocupaba en canciones narrativas. Lo intentaron en sus primeras obras. Una conocida y apreciada canción, aunque torpe, hablaba de la sustitución del mundo natural y doméstico por reproducciones de plástico (“Fake Plastic Trees”). Su interpretación no estaba muy lejos de los tópicos folk: se parecía a “Little Boxes” de Malvina Reynolds. Su única salvación podría haber sido el efecto observado en lugar de la situación denunciada: “Te agota”, que describe la fatiga que sienten los seres humanos en compañía de lo siempre reemplazable. The Bends, el siguiente disco publicado antes de su época más importante, poseía esa conciencia constante pero torpe, tal como da a entender el título, de verte arrastrado a través de atmósferas incompatibles en las exigencias de la vida cotidiana. Pero la banda parecía no saber todavía que su talento residía en la evocación subjetiva y sintomática de esas numerosas y espasmódicas sensaciones, y no en una queja abierta y narrativa. En su primer álbum de madurez, OK Computer, el riesgo del cliché perduraba en la canción de la voz de un ordenador que entonaba: “Fitter, happier, more productive”, como si el sueño del conformista que se mejora a sí mismo nos volviera artificiales.
Pero el carácter extrañamente humano de nuevo automatizado salvaba el efecto. También parecía que las cosas automatizadas podían verse seducidas por un sueño de perfección que les resultaba igualmente engañoso. Entonces la nueva conmensurabilidad de lo natural y lo artificial no era una simple pérdida, sino que producía una vulnerabilidad híbrida cuando ya pensabas que las cosas eran más inhóspitas y duras. En aquella época, el grupo también dominaba el juego de voces, el intercalado del habla inhumana y los sonidos de la máquina con el canto humano vulnerable y quejumbroso de Thom Yorke.
Su música había comenzado como un rock de guitarras, pero con los álbumes Kid A y Amnesiac los teclados se impusieron. El piano dominaba; las guitarras conseguían una cualidad de órgano. La batería emergía alterada y procesada, y llenaba espacios con ritmos ya impuestos por los instrumentos que se oían en primer plano. La orquestación añadía frágiles capas de cuerda, un coro sintético, repiques de campanas, un trémolo desconocido o un balar de instrumentos de viento. Las nuevas canciones estaban construidas sobre la estructura de estribillo-estrofa de una manera rudimentaria, a medida que evolucionaban de un bloque musical al siguiente sin volver atrás.
Y, naturalmente –como es bien sabido y se ha discutido ampliamente–, en sus nuevos álbumes el grupo, ahora ya enormemente popular y con ventas multimillonarias, “abrazó” la electrónica. Pero ¿qué significaba eso exactamente? En su caso no parecía oportunismo, ni un deseo de estar al día; tampoco parecía abarcar completamente lo que hacían en sus canciones; y ellos tampoco eran especialmente notables como músicos electrónicos. Es importante destacar que no fueron ningunos innovadores; y la verdad es que se quedaron a medio camino…, si llegaba. No eran vanguardistas. El problema político de un artista de vanguardia, sobre todo cuando aborda la nueva tecnología de representación, ha sido siempre que los elementos simplemente novedosos se pueden confundir con alguna forma de acción política. Hay dos significados de «revolucionario» –uno constituye un avance en la técnica formal; el otro contribuye al cataclismo social– que a menudo se confunden, generalmente para beneficio del artista, y la tecnología tiene tendencia a enamorarse de su propia existencia.
El éxito de Radiohead radicó en su capacidad para representar el sentimiento de nuestra época; no insistieron en ser demasiado avanzados en la música “avanzada” que asumieron. Los pitidos y zumbidos nunca parecieron la fuente de su energía; más bien eran un medio con el que tropezaron para comunicar por fin las sensaciones que siempre habían experimentado. Habían parecido, por así decir, electrónicos en OK Computer con mucha menos electrónica. Y a veces se mostraban muy rudimentarios y básicos con las nuevas tecnologías. Lanzaban ruidos artificiales contra el peso de la voz humana y los sonidos humanos.
Sus nuevas canciones, tanto la música como la letra, proclamaban que cualquiera podía volverse parcialmente inhumano para acomodar la experiencia de la nueva era.
La voz de Thom Yorke es la unidad sobre la que pivota todo el conglomerado musical. Tienes que imaginar que la música dibuja una serie de perfiles a su alrededor, una casa, un tanque, las estrellas del espacio, o una arquitectura casi abstracta de cañerías y tubos, ruedas dentadas y engranajes, hiedra y espinos, servidores y placas base, vigas y vacíos. La música produce la sensación de una máquina biomórfica en la que la voz se ve alternativamente atrapada y protegida.
La voz de Yorke evoca al ser humano in extremis. A veces nos llega de un miedo extremo, a veces de una trascendencia extrema. La reconocemos como una voz desnuda en el proceso de ascender hacia la belleza –la sensación de tranquilidad a la que hemos aludido en las letras– o de romperse y perderse en la cháchara de las radiodifusiones, el miedo destructor. En la misma canción que presenta una melodía completamente cantada, la voz a veces se ve partida en bits y compone el papel pintado de pulsos contra el que se destaca la voz pálida y vulnerable del cantante. No son muchos más los artistas populares que construyen gran parte de su música a partir de una voz sampleada en lugar de partir de ritmos, tonos instrumentales o ruidos sampleados. Las sílabas se cortan y se repiten. Un fondo “sin palabras” nos llega de los fonemas machacados. Entonces la pura voz humana emerge triunfante.
Es sorprendente la cantidad de música que parece surgir de la música de iglesia. Encontramos aquí un hecho biográfico relevante: el grupo procede de Oxford, Inglaterra. Se criaron allí, se conocieron en el instituto, y viven, componen y ensayan allí. Su ciudad natal es como su música. Esa bifurcada ciudad inglesa, dividida entre el centro de cemento y unas afueras llenas de verde, posee un centro que se ha conservado y una periferia gris de casas modestas y fábricas de automóviles en desuso. Su belleza natural existe debido a las enormes instituciones universitarias de los alrededores, y si de repente te hallas en los campos y parques que quedan, siempre sabes que disfrutas de un momento de tranquilidad que ya está siendo invadido. Pero para la gente aficionada a la música, el rasgo importante de Oxford son sus capillas de la Iglesia anglicana, una en cada facultad y otras en el exterior: lugares de autoridad imperial, sedes de otro tipo de canción oculta. La pureza del falsete de Yorke pertenece a un coro infantil que canta en el oficio de vísperas. Y entonces Yorke canta a los ángeles, entre arpas, campanillas y campanas: “Black-eyed angels swam with me / […] / And we all went to heaven in a little row boat / There was nothing to fear and nothing to doubt.”
Y sin embargo la religión de esa música no habla de la salvación, sino de la autoridad de las voces, del deseo de someterse y del descubrimiento de una consiguiente resistencia en uno mismo.
Es algo antirreligioso, aunque sintoniza con la trascendencia. El órgano de una iglesia puede ser el depositario de un poder sublime: una reunión de voces humanas en sus tubos de latón, o todos los instrumentos conocidos por el hombre en sus registros. Puedes oír cómo responde tu propia vocecita dentro de algo tan grande que amenaza con convertir tu voz en algo meramente mecánico que queda absorbido dentro de una totalidad. Cantar con un órgano (tal como hace Yorke al final de Kid A) puede suponer descubrir tu propia voz interior diferenciada; y al mismo tiempo desear que esta quede perdida, absorbida y sobrecogida en su interior. Existe cierto tipo de personas que rechazan la iglesia. Pero incluso aquel que rechaza la iglesia no olvidará la sobrecogedora sensación que provoca.
Dicta la tradición filosófica que la experiencia sublime se basa en una relación con algo que te amenaza. Desde una perspectiva clásica se basaba en observar desde un lugar seguro algo poderoso, una tormenta, una catarata, un mar embravecido, que podía llegar a aplastar al observador si se acercaba más. (Incluso se llegaba a sugerir que, al abarcar lo inabarcable en una representación interior, podía recordarte el poder interior de la facultad moral, la fuente humana de una fuerza comparable.) Radiohead observa la tormenta desde dentro. Su música puede recordarte una abrumadora voz interior, es cierto. Pero el resultado no es un simple arrebato de poder. Esta sublimidad reconoce un tipo distinto de interiorización, la atracción de lo inhumano; y también una pérdida de tus propios sentimientos, palabras y voz ante un orden exterior que ha llegado a poseerlos.
La manera de cantar de Yorke garantiza que a menudo no sabes qué dice la letra; emerge y sale del sentido, y ciertas frases alcanzan claridad mientras que otras no lo consiguen. Durante mucho tiempo esta des-enunciación ha sido una herramienta del pop. Si te concentras, puedes entender casi todas las letras; si escuchas sin prestar atención, oyes un grupo más pequeño de versos, que cantas y recuerdas. Es una manera de concentrar la inatención igual que la atención.
El tic gramatical más importante en las letras de Radiohead, contrariamente al habitual “yo” y al apostrófico “tú” del pop, es el “nosotros”. “Nosotros cabalgamos”, “Nosotros escapamos”, “Nosotros somos bienes dañados”, “Derriba el gobierno / […] no hablará por nosotros”. Pero también: “Chupamos sangre joven”, “Nosotros podemos exterminar […] / en cualquier momento”. El pronombre no apunta a ninguna colectividad existente; las canciones no hablan de ningún grupo nacional y ni siquiera del público genérico del rock. ¿Quién es ese “nosotros”, por tanto?
Existe el individuo asustado, que miente al decir que no está solo. Como el niño que dice: “¡Ya llegamos!”, para que los monstruos imaginarios no sepan que está solo. Existe el “nosotros” que podrías desear, la colectividad imaginaria que podría resistir la amenaza; y esto podría fundirse con la idea de todos los demás oyentes que están a tu lado, solos en sus habitaciones o en sus coches, cantando las mismas letras.
Existe el “nosotros”, como he sugerido, del violento poder del que no formas parte, la voz del tirano, el matón, el padre que te aterroriza, el policía malo. Lo acoges en tu interior y su voz se despliega sobre todos los demás que, mientras cantan esas mismas palabras durante un solo momento, son como tú. Tú eres el que está dispuesto a destruir, como la Pirata Jenny de Brecht y Weill, la posadera que lava platos y recibe órdenes, que sabe que un Navío Negro no tardará en llegar a su ciudad, repleto de cañones. Y cuando la tripulación pregunte a su reina a quién tienen que matar, ella contestará: “Alle!”
De manera que en la típica canción de Radiohead se alternan, exactamente en las mismas palabras repetidas, las fuerzas que desafiarían el poder intrusivo y ese propio poder intrusivo, los individuos con esperanza y el tirano que se expresa mediante la ventriloquía.
Hay que admitir que otras letras memorables cantan frases de autoayuda. Muchos de estos versos importantes son eslóganes basura de la cultura, y naturalmente parte de la rareza del pop es que las expresiones basura pueden acabar siendo muy conmovedoras; de nuevo ejercen su función. En una voz desesperada: “You can try the best you can / If you try the best you can / The best you can is good enough.” O: “Breathe, keep breathing / Don’t lose your nerve.” O: “Everyone / Everyone around here / Everyone is so near / It’s holding on.” Sobre la página, estas letras no impresionan, a no ser que puedas oírlas de memoria en el marco de la canción. De nuevo hay que distinguir entre poesía y pop. Los versos más importantes del pop casi nunca son poéticamente notables; a menudo se trata de palabras que de manera deliberada y necesaria son las más francas, melodramáticas e imperdonables. Y sin embargo se perdonan. La cuestión es por qué ciertos arreglos musicales, y cierta interpretación de letras simples en comparación con otras más complejas, consiguen recuperar un lenguaje degradado y restaurar la inocencia de la expresión emocional. (Los aficionados a la ópera lo saben, en las transformaciones melódicas de “Un bel dì” [Un hermoso día] u “O mio babbino caro” [Oh, mi querido papá]. Pero también es cierto que la crítica de la ópera hace ya mucho que tiene un problema con las letras.)
En medio de todas las demás cosas que hacen la música y la letra, las frases de autoayuda podrían resultar las palabras mínimas de voluntad o valor que necesitas escuchar.
Cuanto más intento categorizar por qué la música de Radiohead, y por extensión la música pop, funciona de esa manera, más claro me parece que el efecto del pop en nuestras creencias y acciones no consiste realmente en crear ninguna de ambas cosas. Aunque creo que el pop te permite retener ciertas cosas que ya has pensado sin que tengas que volver a expresarlas, y conservar ciertos sentimientos a los que ya tienes un acceso permanente en una forma distinta, en música con letra, donde lo cognitivo y lo emocional están menos divididos. Creo que las canciones te permiten armarte de valor o relajarte para cierto tipo de acciones, aunque no las inicien. Y las canciones y grupos que te gustan dictan las creencias que puedes conservar y reactivar, y las acciones que puedes preparar; y qué canciones y carreras conformarán tu experiencia privada incipiente depende de la alquimia de tu experiencia y del arte en sí mismo. El pop no es un espejo ni una mancha de Rorschach, en la que te miras y solo te ves a ti mismo; no es una conferencia, ni un poema interpretable, ni un acto del habla de simple definición. Enseña algo, pero solo estimulando y conservando cosas que has de haber iniciado en otra parte. O prepara el terreno para esos descubrimientos, a menudo un conocimiento que quizá de otro modo nunca hubieras “adquirido”, excepto como algo que podrías ensayar, y luego reactivar de manera repetida en este medio.
Pero ese conocimiento que se conserva, ¿es un acicate para la revolución? No tiene ningún sentido lógico que la música pop tenga que ser revolucionaria. Eso se sigue de la conclusión de que el pop no infunde ninguna creencia ni inculca principios ni crea acciones ex nihilo. Es incapaz de derribar el orden establecido. No obstante, como existe una parte del pop tan grande que se proclama revolucionaria, me parece correcto señalar otra cosa que resulta importante, pero que es más limitada y complicada. Se da una tendencia antisocial o contracultural en el pop que deriva de manera lógica de lo que hace. Es decir, existe una actitud característica que deriva de un medio que te permite conservar y reactivar formas de conocimiento y experiencia que «supuestamente» has olvidado o que “supuestamente” desaparecen por sí solas; y este «supuestamente» no es aquí algo nefando, simplemente significa que las formas sociales, la convención, la conformidad y el simple discurso inteligente no te permiten hablar de estas cosas, o las convierten en algo embarazoso cuando lo haces. El pop te anima a aferrarte y reactivar atisbos de sentimiento personal que la sociedad debería haber extinguido. Por supuesto, esto termina incluyendo cualquier conocimiento personal frágil: cosas que son indispensables en el discurso social porque son demasiado delicadas o no encajan ideológicamente, y cosas que no deberían expresarse porque son egoístas, irreflexivas, destructivas y estúpidas. Esto contribuye a explicar que esas afirmaciones de “lo que aprendí del pop” puedan pasar tan rápidamente de lo sublime a lo ridículo y volver a lo sublime. Explica por qué tenemos derecho a pensar que gran parte de lo que promete el pop es indigno de nuestra credulidad. Y, a riesgo de caer de nuevo en el ridículo, creo que si para una cosa te puede preparar el pop, es esencialmente para la rebeldía. La rebeldía es, como mínimo, la insistencia en encontrar diversas maneras de conservar los pensamientos y sensaciones que un poder más grande debería haber extinguido.
La diferencia entre revolución y rebeldía es la misma que existe entre derrocar el orden existente y que una persona agite el puño. Cuando lo primero no es posible, tienes que aferrarte a lo segundo, aunque solo sea para recordarte que eres humano. La rebeldía consiste en aferrarse al poder individual a la hora de enfrentarse a una fuerza terrible que no puedes destruir. Sabes que no puedes derribar al coloso. Pero puedes desafiarlo con palabras o signos. Al afirmar que eres capaz de combatir un poder superior, esa absurda exageración cobra dignidad al exponerte, aunque sea de manera inútil, a un riesgo. Incapaz de pararlo en seco, retas a ese aplastante poder a que comience su devastación contigo.
El poder aparece de muchas formas, y la rebeldía se le enfrenta allí donde puede. La rebeldía más simple se enfrenta al poder de la naturaleza y a la necesidad. En medio de una tormenta capaz de matarlo, un hombre maldice el viento y la lluvia. Declara, al igual que el campesino Zorba de Nikos Kazantzakis: “No entrarás en mi cabaña, hermano; no te abriré la puerta. No me apagarás el fuego; ¡no derribarás mi cabaña!” No se trata de una voluntad prometeica, sino simplemente humana.
En todas las formas de desafío, un ser un poco contingente, el hombre o la mujer en peligro, se aferra a su voluntad –que a lo mejor es todo lo que le queda– cometiendo un error deliberado acerca de la jurisdicción de su voluntad. Debido a que la persona que desafía carece de poder para ganar ninguna lucha, conserva su voluntad a través de las representaciones: agita el puño, proclama su nombre, profiere una amenaza, y por encima de todo declara: “Yo soy”, “Nosotros somos”. Esto se vuelve aún más necesario y arriesgado cuando el poder cruel no es natural, carente de voluntad en sí mismo, sino que pertenece a otros hombres. Barthes reproduce las palabras del revolucionario francés Guadet, arrestado y condenado a muerte: “Sí, soy Guadet. Verdugo, cumple con tu deber. Llévales mi cabeza a los tiranos de mi país. Siempre les ha hecho palidecer; cuando me la hayan cortado, palidecerán aún más.” Él es quien da la orden, no el tirano, dominando la necesidad en su propio nombre –desafiando la falsa necesidad de la fuerza humana que ha usurpado el poder de la naturaleza–, aun cuando lo único que puede ordenar es que le destruya.
La situación a la que nos enfrentamos ahora es una nueva necesidad, no carente de culpa como el viento o el agua, y sin embargo no tan fatal como si procediera de un tirano o un verdugo. La naturaleza a la que nos enfrentamos es una segunda naturaleza atmosférica e hinchada creada por el hombre. Es la lejana tiranía blanda de otros hombres, que emana en mensajes difusos, en la abdicación de la autoridad a la tecnología, en el desmantelamiento de la responsabilidad so capa de la responsabilidad y con la excusa de ayudar: cobarde, irresponsable, servil, sin mostrar ninguna fuerza evidente, solo una sonrisa o una cara santurrona. Esos “ellos” son amigos cobardes. Están aquí para ayudarte a ser feliz y a tomar decisiones provechosas. (“Podemos aniquilarte en cualquier momento.”)
Como mucho, la música de Radiohead reactiva los estados de ánimo en los que antaño observaste que debías mostrar tu rechazo. Puede instigar un desafío impersonal. No es una doctrina que el grupo promulgue, sino un efecto de la estética. No nombra a un solo enemigo. No propone la revolución. No te invita a derrocar un orden del que de todos modos no podrías apropiarte, no sin utilizar una parte de chivo expiatorio y dejar pasar la totalidad. Este desafío… es algo que quizá podríamos gestionar, y mejor eso que hundirse bajo las olas. Exige mantener una voz privada.
Una de las canciones de Hail to the Thief posee un peculiar contraeslogan:
Just ’cause you feel it
Doesn’t mean it’s there.
Para percibir la perversidad de estas palabras en una canción pop tienes que recordar que ocurren en una forma de arte oficialmente dedicado a la producción de intensas sensaciones. La música pop siempre les dice a los que escuchan que sus sensaciones son reales. Sin embargo, hay un estribillo que niega cualquier referencia a la realidad en la euforia, melancolía y escalofrío que de hecho ese estribillo suscita. Yorke pronuncia los versos poniendo énfasis en “feel” (“sientas”) mientras los repite, y si hay algo en esa canción que te pone los pelos de punta, es ese momento. Es decir, te hace sentir la emoción contra la que te advierte. A continuación canta una advertencia para quitarle importancia a su propio canto: “There’s always a siren / Singing you to shipwreck.” Y esta canción, titulada “There There”, fue el primer single del álbum, del que se vendieron muchos millones de copias; no dejaban de ponerla en la radio y en la MTV.
El propósito de la advertencia no es impedir las sensaciones, sino impedir que creas que siempre se refieren a algo, o que merecen una realidad, o que deberían conducir a actos, elecciones, creencias, que es, naturalmente, lo que quieren que creas los mensajes de la radiodifusión. Las sensaciones evocadas por una canción pop puede que suenen falsas, igual que podrían ser falsas las sensaciones evocadas por todos los demás mensajes que te mandan los mismos medios de comunicación en forma de canción pop. Tú debes juzgar. Si desconfiar de la radiodifusión también te lleva a desconfiar del pop, que así sea; a lo mejor creías en el pop de una manera equivocada. Tienes que distinguir una cosa de otra. Los mensajes de la radiodifusión son impersonales de una manera. Fingen que les importas cuando de hecho ni te conocen ni les importa que existas como persona individual. El desafío personal es impersonal de otra manera; te anima a retraerte, a dejar de creer que los humanos les deban nada a las fuentes del mensaje, excepto cuando te recuerdan de verdad lo que ya percibías y sabías de manera sutil.
En el núcleo de muchas de las canciones de Radiohead puedes ver un espacio cerrado. Por mencionar una de sus propias imágenes, podría ser una especie de casa de cristal. Vives continuamente bajo el escrutinio público y con la amenaza de la intrusión. El intento de arrojar piedras a un mundo exterior de enemigos destrozaría tu propio refugio. De manera que te conformas con proteger esa casa, con vigilantes en el exterior, para convertirla en un lugar en el que puedes vivir, una manera de conservar el vestigio del encierro: una barrera, aunque de cristal y frágil, contra el exterior. En inglés, se denomina casa de cristal a un invernadero, que también llamamos greenhouse (“casa verde”). Es la construcción artificial que permite que la vida botánica perviva en invierno.
Las canciones de Radiohead sugieren que deberías levantar una barrera, aunque sea de palabras mínimas y repetidas, o la reafirmación de un “nosotros”, para protegerte, y ese resulta ser un lugar en el que también puedes ser admitido en cada canción, porque el cantante tiene algo en su interior que está cerrado a la interferencia, al igual que lo tiene o lo debería tener cada uno de nosotros. Todos tenemos que encontrar la última morada dentro de nosotros cerrada a la intrusión, y comenzar desde ahí. La política de la próxima era, si vamos a sobrevivir, incluirá una política de la recreación de la intimidad. [2005]
Mark Greif (Boston, 1975) se licenció en Historia y Literatura en Harvard, y llevó a cabo estudios de posgrado en Oxford. En 2004 fundó la revista n+1, una de las publicaciones culturales más influyentes de la actualidad. Tras doctorarse en Yale en 2007, pasó a dar clases en la New School de Nueva York, donde en la actualidad es profesor asociado. En 2015 publicó su primer libro, The Age of theCrisis of Man: Thought and Fiction in America, 1933-1973.