Munchies visitó en Nueva York a Fany Gerson, chef de La Newyorkina, y les contó cómo se abrió camino en Estados Unidos, hasta tener su paletería y publicar dos libros de repostería mexicana.
Por Ariette Armella
Ciudad de México, 7 de julio (SinEmbargo/ViceMedia).– Visité en Nueva York a Fany Gerson, chef y propietaria de La Newyorkina, una tienda de paletas y helado tradicional mexicano. Fany es una mujer pequeña, de cabello negro y rizado y de sonrisa amplia. Está sentada frente a mi en el local que recientemente abrió en NoHo, un pequeño barrio, mayoritariamente de estudiantes, en Manhattan. Ella es mexicana de nacimiento, pero hace más de 20 años vive en Estados Unidos.
Fanny me contó su vida lejos de México, en la ciudad que ahora es su hogar y que ha llenado de sabores mexicanos gracias a sus paletas y helados.
“Todo empezó con una visita a Santiago Tulyehualco. Un pequeño pueblo escondido en la delegación Xochimilco. La especialidad del lugar son las nieves de sabores exóticos y nombres poéticos. Nieve de epazote o de tequila compiten con el Beso de Cenicienta o Serenata de Amor en su afán de atraer la atención de nuevos clientes.
Estaba en México esperando mi green card cuando una tía, investigadora de la Universidad Autónoma de México (UNAM), me contó de este pueblo perdido por Xochimilco el cual se dedicaba a la venta de helado. Yo la escuchaba y no podía creerlo. Había vivido toda mi vida en la Ciudad de México y nunca había escuchado de este lugar. Salimos mi tía, mi hermana y yo a la aventura. Nos perdimos para llegar, después de 3 horas por fin nos encontramos en Tulyehualco. Realmente son 5 ó 6 calles llenas de puestos de nieve de garrafa con sus de letreros coloridos. Tuvimos la oportunidad de platicar con la gente y probar los mejores helados que he comido en mi vida.
Esa experiencia fue el principio de todo. Me transformó el darme cuenta que como ésta México está plagado de historias dulces.
Siempre quise ser repostera, y siempre quise vivir en Nueva York. Desde pequeña encontré en la ciudad una energía que me cautivaba. Me encanta el arte por todas partes. Siento que en eso es muy parecida a México, muy rica en cultura. Pero su energía es muy diferente. La gente aquí es individualista, te pierdes entre la multitud y eso me encanta. Es una velocidad contagiosa.
Cuando llegó el momento de escoger carrera hablé con mis papás y les dije que quería ser chef. Ellos querían que estudiara artes y mi decisión no les gustó. En ese momento, no existían chefs famosos y menos mujeres, así que fue difícil. Ellos conocían gente en la industria y sabían los sacrificios que implicaba esta carrera. De hecho muchos de los compañeros con los que empecé abandonaron la industria. Por un lado, entiendo las reservas de mis papás.
Empecé estudiando en México y después logré entrar al Culinary Institute of America (CIA) en Nueva York. Yo había aplicado para el programa de repostería. Mi jefe en ese momento, el director de alimentos y bebidas de Four Seasons me llamó para regañarme: ‘¿Cómo quieres especializarte cuando todavía no tienes una base sólida? Si te especializas sólo te vas a limitar y el día de mañana si te hartas de hacer galletas y pasteles no vas a tener a donde ir’. En ese momento lo odié, pero tenía razón y ahora se lo agradezco infinitamente. Nunca lo he vuelto a ver, y espero algún día poderle agradecer en persona. Me encanta saber de todo y lo que aprendí lo aplicó a lo dulce. Además, eso me ayudó a poder conseguir mis primeros trabajos y a quedarme en Nueva York.
La verdad es muy difícil empezar aquí. Sales de la escuela sin ninguna experiencia y buscas trabajos que además te quieran patrocinar y gestionar tus visas. Los restaurantes en general no tienen un departamento que se dedique a arreglar esas cuestiones, entonces es muy complicado. Además son trabajos temporales, una vez que se termina esa visa tienes que cambiar de empleo; no puedes establecer relaciones duraderas. Trabajé en los mejores lugares que pude, como en Eleven Madison Park o La Côte Basque. Después llegué a Rosa Mexicano, donde por primera vez fui chef repostera.
Elegí respostería porque lo dulce que es lo último que comes en un restaurante. Siempre está ligado con festejo, con alegría. En Rosa Mexicano comencé a investigar sobre postres y dulces mexicanos. Me di cuenta que casi no había nada escrito. La repostería en México es una tradición oral. Si te fijas, incluso ahora, no hay muchas tiendas especializadas en México. La gente sigue usando la cucharita que usaba su bisabuela o la receta de la gelatina de Rompope que lleva años en su familia. Fue ahí donde decidí escribir el libro que yo estaba buscando.
Arrancar el libro fue muy difícil, para empezar no era nadie. Nunca había escrito una línea en un blog, no tenía un restaurante propio. Me reuní con la agente de un amigo mío y fue muy directa: ‘Un libro de postres mexicanos nunca se va a vender’, me dijo. ‘La sección de repostería en las librerías es muy pequeña. Tienes que pensar cómo vas a atraer la atención del lector extranjero’.
Fue muy difícil, lo pensé mucho. Fui a Kitchen, Arts and Letters, una librería especializada en gastronomía en el Upper East Side, y me puse a conversar con el dueño. Me dijo que los libros que verdaderamente se venden son aquellos que te transportan a otro lugar, si eres extranjero, o te generan nostalgia si eres mexicano.
Esa noche fui a cenar a casa de Roberto, chef de Rosa Mexicano, y poco antes de sentarnos a la mesa, ¡lo supe! Podía ver claramente el libro. Me disculpé como pude y salí corriendo a mi computadora. Inmediatamente se lo mandé a la agente y en respuesta me citó. Me recibió con un: ‘I’m pleasantly surprised’. ¡No lo podía creer, sentía que lo había logrado! ‘But don’t hold your breath’, recordando que lo más difícil sería encontrar alguien que quisiera apostar por la visión de una desconocida. Y sí, recibí muchas cartas de rechazo. Hasta que por fin encontré una editorial que se arriesgó y así nació My sweet Mexico.
Pasé un año investigando y escribiendo las historias de postres mexicanos, una experiencia que realmente me transformó. Y ahora tengo otra publicación en puerta. Sale a la venta el próximo 13 de junio y es sobre helados mexicanos [Mexican ice cream].
Volviendo a My sweet Mexico, estuvo nominado para los Beard Awards, que son como los Óscares de la cocina en Estados Unidos, y fue increíble. Para mí fue como si hubiera ganado. Fue un reconocimiento a un proyecto hecho con mucho cariño y que tuvo muchas trabas.
Después de terminarlo, regresé a Estados Unidos con ganas de abrir algo propio. Quería expresar mi visión y además compartir la dulzura de México, que no quedara sólo en el libro. Todas las semanas hablaba con mi papá y le proponía una idea diferente; su aprobación era muy importante. Hasta que un día ¡lo soñé! Soñé con esos helados en Tulyehualco, con esos sabores y esos colores. Soñé cómo iba a ser mi negocio y le hablé a mi papá y le dije: ‘Esta vez no me importa lo que pienses voy a poner una tienda de helados’.
Me decidí por las paletas porque me parecía más fácil de ejecutar que los helados, pues son de molde y no necesitan una máquina carísima. De todas formas los moldes son difíciles de conseguir: tuve que comprarlos en México. Tenía dos trabajos cuando decidí empezar con La Newyorkina, así que en las noches era cuando preparaba las paletas.
Nuestra primera oportunidad importante fue en un mercado callejero: The Hester Street Fair. Me invitaron a participar. Una amiga me ayudó para estar lista e hicimos unas 900 paletas. No sabíamos cuánto se iba a vender. Si se vendía la mitad iba a ser muy bueno para nosotros. Ya todo estaba listo, pero empacando el carrito me rompí la nariz. Chorreando de sangre tuve que ir a buscar a mi amiga para que llenara el carrito en lo que paraba el sangrado. Una nariz y 5 horas después las paletas se agotaron, yo sólo pensaba: ¡Wow!¡Wow!¡Wow! No lo podía creer. Para el final del verano ya había renunciado a mis dos trabajos.
No todo fue fácil. Cuando llegó el huracán Sandy [en el 2012] perdí todo. Pensé que era el final. El seguro no me cubrió nada. Estaba desesperada, pensaba cerrar cuando una gran amiga y cómplice, Leti, directora de CREA, una asociación que apoya a mujeres de zonas marginadas en México con la cual colaboramos desde el principio, me sugirió que iniciara una campaña de KickStarter.
Gracias a eso logramos comprar otra paletera y seguir adelante. Ahora ya tenemos 2 carritos de paletas en el High Line, la tienda y un kiosko en Astor’s Place que abrirá pronto.
El principal reto al que me enfrento es que la gente cree que por ser productos mexicanos tienen que ser baratos. Yo siempre hago la comparación con los Gelatos. Cuando compran un gelato, no importa si es de mala calidad, están dispuestos a pagar más sólo por el nombre. En cambio, nosotros importamos el chocolate de Oaxaca, la vainilla de Papantla, nuestro helado de mole toma muchísimo tiempo en prepararse o las nieves de garrafa están hechas a mano, y son cosas que la gente no las ve. Entonces reeducar al cliente ha sido difícil”.
Al terminar la entrevista, me levanto para despedirme cuando ella me detiene y me dice: “No te puedes ir sin probar los helados”. Yo estaba acompañada por Manuel, un amigo mío, mexicano quien lleva 6 años viviendo en Nueva York. Fany nos guía hacia el refrigerador y con una sonrisa nos extiende una cuchara rebosante de helado de queso fresco. Antes de que pudiera probarlo escucho a Manuel decir: “La barbacoa de los domingos”. Volteo y lo veo con los ojos cerrados y una sonrisa en su cara. Cuando se da cuenta de mi sorpresa me explica: “Todos los domingos iba con mi familia a comer barbacoa y el postre era un helado de queso. Esta muestra me transportó en el tiempo y sentí que estaba otra vez en el mercado rodeado de mi familia”. Mientras terminaba esta frase podía ver como el rostro de Fany se iluminaba, creo que ese comentario fue la mejor reseña que pudo recibir de su trabajo.