Recorrer las noticias y encontrarse con niños muertos lleva siendo una constante por décadas, y cuando uno logra entender (realmente entender) lo que significa que una vida ni empezada ya esté trunca, le invade el silencio de la incomprensión, las imágenes de los niños que uno ama y que están vivos pero podrían no estarlo mañana, en algún titular. Un niño asesinado: ese es el segundo titular más desconsolador posible porque, por más terrible que suene, ya nos hemos acostumbrado a que los niños sean parte de los números, de las víctimas del imbécil mundo “de los adultos”. Pero ¿un niño asesino? Ese titular gana el primer lugar en la carrera de noticias enmudecedoras, estremecedoras, embrutecedoras de neuronas y cimbradoras de realidades.
Al hablar de bullying y temas aledaños soy la primera en compartir mi creencia de que el ser humano es malo por naturaleza: los niños son crueles y aprenden a no serlo. Aprenden, o sea, nosotros les enseñamos. Libros clásicos como El Señor de las Moscas sostienen esta hipótesis de que la violencia es inherente al ser humano y que la ley primaria es la sobrevivencia y el pisoteo del más débil. Sí, a nivel teórico puedo comprenderlo, pero últimamente me topo con más y más noticias de niños y adolescentes asesinos aquí, en nuestro país, cuando antes decíamos “sí, en México hay violencia, pero en Estados Unidos, ¡mira! Los niños se matan en la escuela, aquí no”, y me quedo con el diafragma encogido, la lengua seca y el miedo latiéndome en cada pedazo de la piel. Hoy: dos adolescentes, de 14 y 16 años, asesinan a niña de 14 años y a su hermanita de tres. ¡Tres! ¿Cómo…? ¿Tendrán razón los que por décadas han culpado a los videojuegos, al cine y a la televisión? ¿De dónde viene esta violencia? ¿Es de verdad así de inherente e inevitable o es un monstruo mitológico, un monstruo de caricatura que se alimenta del fuego y las balas? ¿Está en las noticias? ¿Está en la casa? ¿Está oculta en los puños de cada uno de nosotros, esperando la menor provocación? ¿Qué hace que un niño cruce la línea y decida que “no pasa nada”? ¿En qué momento los juegos se convierten en persecuciones, los empujones en puñaladas, el hastío en pérdida de humanidad? ¿Nacemos con humanidad o la adquirimos?
Empecé este texto como suelo empezar mis historias: con una pregunta, esperando que el flujo de ideas me lleve a una posible respuesta, a algo que permita que mi cerebro deje de estar en la cuerda floja de la incertidumbre. Escribo para entender y porque la ilusión de la “respuesta” me tranquiliza. Aunque sea una respuesta y no una solución. O quizá porque, como todos, quisiera encontrar que la culpa la tiene alguien más. Creo que la clave está en el “no pasa nada”. En que la impunidad ante los crímenes de humano a humano es tan flagrante, que hoy matamos igual por misoginia, por celos, por religión, por dinero o porque alguien se nos atravesó cuando íbamos manejando. Hoy matamos porque se puede, porque no pasa nada, porque pareciera que junto al derecho a vivir el mexicano siente que tiene derecho a matar. ¿Hay niños psicópatas? Claro. ¿Serán psicópatas estos niños asesinos? O sea, ¿nacieron con un cable cruzado o se los cruzamos aquí, cuando llegaron? ¿Cuál es la responsabilidad y de quién? El que un niño estuviera expuesto a la guerra, al hambre, a la explotación, a la miseria y a la violencia de cualquier tipo era, ya de siempre, imperdonable. Pero esta es, realmente, la pérdida de la inocencia más cruda e irreversible. El momento en que la piel ya no es un límite, en que el silenciar a alguien para siempre es posibilidad, en que ya, desde semillas, somos tan malos. Ay, ¿por qué, por qué matan los niños?