Susan Crowley
07/05/2021 - 12:03 am
Tenemos que hablar de mercados de arte
Todos hablan de sus colores, pero el arte de Rothko no trata sólo de la aparente belleza. En realidad, es también la búsqueda de luz entre capas que ocultan y revelan. Es un infinito en el que se cuelan abismos.
Philip Johnson pagó a Mark Rothko la suma más alta registrada para un artista vivo, 35 mil dólares. Era 1958. Doce cuadros de su autoría serían colocados en los muros del edificio Seagram de Nueva York. Diseñado por Mies Van de Roe en el chic Upper East Side, su estructura monumental exaltaba el máximo valor nacional, la fuerza del acero contra la ligereza de la silueta. La apuesta perfecta: Less is more. Todo estaba listo para la apoteosis del arte norteamericano. El mundo vería ante sus ojos el surgimiento de la emblemática columna vertebral que en su interior albergaba el arte local más valioso. Sin saberlo, Rothko depositaría lo mejor de sí mismo en un restaurante cinco estrellas, el famoso Four Seasons. Al enterarse de que la gente vería sus cuadros mientras consumía langosta y champán, el artista rompió el trato y devolvió el pago íntegro de sus cuadros a Johnson.
Rothko vivió en la calle de Bowery, en la zona más pobre del Lower East Side. Se alimentaba de cajitas de comida china para llevar, siempre vestía el mismo saco. Concebía su vida como un acto de responsabilidad con el arte. Cuando vivió el triste incidente se dio cuenta de que tenía los días contados. Los usaría para plasmar su legado para la humanidad. Una suma de dinero por estratosférica que fuera jamás lograría sobajar su dignidad. Hoy su obra está atrapada entre la voracidad del mercado y la tragedia de la falsificación. ¿Cómo tomaría Rothko el ascenso desquiciado de sus precios y la cantidad de falsificaciones que circulan en los mercados? El documental How you made look lo ilustra de una forma cruda y sin dejar duda: parece que el mundo del arte no merece artistas de su talla. Han vuelto el gesto de los grandes un producto de consumo de masas.
Rothko vivió solo y así murió. Se hacía acompañar de la música que amaba. Mozart atrapado en la sensualidad, Wagner y la melodía infinita. Don Giovanni, Tristán e Isolda deambulaban entre paneles gigantes que arropan la inmensidad de su espíritu. Basta observar cualquiera de sus obras para darse cuenta de los atributos que les imprimió el artista. Todos hablan de sus colores, pero el arte de Rothko no trata sólo de la aparente belleza. En realidad, es también la búsqueda de luz entre capas que ocultan y revelan. Es un infinito en el que se cuelan abismos. Intersticios, cavernas, cascadas de energía, contención del inconsciente representado. Rothko hizo suyos los vanos del universo; los transformó en ventanas por las que es posible asomarse. ¿A dónde? Tal vez a nosotros mismos. Al reflejo de nuestro interior, al alma. Por eso nos cautiva y nos pasma, por eso nos produce malestar o fascinación, porque es un espejo en el que cada uno encontramos lo que somos. ¿Qué somos los seres humanos? Para Rothko el receptáculo en el que desbordaba su religión personal, el arte. Por ello valía la pena jugársela y no permitir que nada rebajara su espíritu.
Saber que el pintor rechazó aquella suma elevada de dinero restituye la dignidad del arte. Nos obliga a ver esa otra razón por la que existe. Más allá de los intereses, del engaño y la frivolidad a la que todos los días es expuesto. El arte es un enorme prisma cuyo poder nos permite entrar de muchas formas, desde la burda y cruda realidad del dinero, hasta la más elevada y sublime condición del ser humano.
Rothko lo sabía y por eso creó obras contra las conveniencias y la ambición económica. Arriesgó todo por mostrar a los ansiosos compradores que el arte estaba muy por encima de las mediocres transacciones de comerciantes dispuestos a todo con tal de acumular ganancias. El poder del arte rebasaba cualquier intento de reducirlo a extensiones de colores que podrían verse bien en medio de una decoración ostentosa. Jamás le interesó que su obra colgara de las paredes de un pretencioso acaudalado. Es muy probable que se hubiera horrorizado con los martillazos de venta en la casa de subastas cuando una de sus obras, falsificadas, alcanzó los sesenta millones de dólares.
¿Qué era lo que Rothko anhelaba? Sin duda algo mucho más profundo e inalcanzable para quienes han hecho del dinero una religión. Tal vez quería que el espíritu del arte embargara a cada uno de los seres que se expusieran a su obra. No sólo con el asombro que causaría su belleza aparente. Se trataba de un gesto único. Ese que se dibuja gracias, a la luz, que se cuela entre lo que aparece a simple vista.
A veces añiles, otras púrpuras, amarillos, naranjas. Velos que se sobreponen unos a otros, que crean palimpsestos cuya condición es dar a luz una verdad individual. Tintineos leves que brotan como vibraciones del tiempo. Años de contemplación gracias a la cual cada uno de los artistas que admiró, Rembrandt, Caravaggio, Vermer, le dieron acceso al secreto de la creación. Rothko hizo suya la materia y a través de ella descubrió lo inédito. Estar frente a uno de sus cuadros nos obliga a sentir, pensar y desear la grandeza en la que habitó su autor.
Quizá esta sea la razón por la que su máxima creación quedó oculta entre ocho muros en un sitio aislado. La Rothko Chapel, en Houston, guarda en su interior los catorce paneles que el artista pintó para el matrimonio Menil en pago al rescate que hicieron de la obra destinada al frívolo espacio en el Seagram. En 1971, a un año de su muerte, se inició su construcción en un sitio apacible, lejos de las vertiginosas ciudades habituales. El octágono más bello del mundo se encuentra un lado de la Rice University, entre casas de madera que hoy sirven como residencias para artistas.
La capilla está precedida por un ojo de agua en el que flota el Obelisco Roto de Barnett Newman, ese que habla de la Onenees o de la onement, que era su obsesión. Un pensamiento ligado a la filosofía de Spinoza, la forma en la que se dibuja una conexión al interior de cada uno de nosotros. La verticalidad de una columna rota invertida y sostenida en una pirámide. Eso es nuestro en sí, la fragilidad y el poder de lo que somos. Eso es Rothko, la vulnerabilidad y la fortaleza del espíritu del arte.
Más allá de sus absurdos precios, de la ambición por acaudalar sus obras y por poseer su firma colgada en algún muro, el artista decidió quitarse la vida un 25 de febrero de 1971. Paradójicamente lo hizo como un canto a la vida. Una prolongación de la congruencia en la que creía, como creía en su obra. No fue un acto depresivo, la depresión es para los mediocres. Era un pacto tácito con su destino; con el destino de todos que es la muerte. Para no errar, tomó una sobredosis de barbitúricos, se cortó las venas de ambas muñecas y apuró con sed una botella de bourbon barato. Así logró burlar la mediocridad y las convenciones de un mundo que lo sitiaba pero que jamás lo entendió. Si queda alguna duda, habrá que ver How you made look, el documental de Netflix que narra la increíble forma en la que hemos logrado transformar el arte en mercancía, nada barata, por cierto.
@Suscrowley
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