Peniley Ramírez Fernández
07/05/2017 - 7:48 am
Si me matan, no lo sabíamos
No sabíamos su nombre, Lesvy Berlín, hasta que ellos la nombraron. No sabíamos que había dejado la escuela, que tenía un novio, que discutió con él, que bebía, que tomaba drogas (si de veras lo hacía) en la Universidad Nacional Autónoma de México. Y no teníamos por qué saberlo. No sabíamos, tampoco, que Regina Martínez […]
No sabíamos su nombre, Lesvy Berlín, hasta que ellos la nombraron. No sabíamos que había dejado la escuela, que tenía un novio, que discutió con él, que bebía, que tomaba drogas (si de veras lo hacía) en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Y no teníamos por qué saberlo.
No sabíamos, tampoco, que Regina Martínez vivía en una casa que tenía una reja en Xalapa, y que su relación con sus vecinos era tan modesta, tan sencilla, que estos podrían notar y avisarle si la dejaba abierta. No sabíamos que Regina recibía visitas, que a veces bebía cerveza (si de veras lo hacía) los viernes por la noche cuando entregaba sus textos a los editores de la revista Proceso.
Tampoco teníamos por qué saberlo.
No sabíamos que Mile Martín había viajado a España antes de venir a México y ser brutalmente asesinada en la colonia Narvarte de la Ciudad de México y automáticamente estigmatizada como “la colombiana”. No sabíamos que ella soñaba con ser modelo, que “estaba desempleada”, que tenía “rayos” en el cabello, que “era dueña de alhajas de oro”, que tenía infracciones de tránsito.
No sabíamos que Paula Sánchez era virgen a los 15 años. Ni que le gustaba dormir en la cama de sus padres cuando ellos se quedaban toda la noche en el trabajo. No sabíamos que antes de cuestionarse si necesitaba ayuda, en el ministerio público de Puebla le preguntaron si tenía novio, si ya se había acostado con él, si los siete hombres que la violaron en su casa le habían introducido el pene.
Tampoco sabíamos que Juana Rodríguez había “convivido con indigentes” unos días antes de ser asesinada, ni que tenía “un temperamento fuerte”. Tampoco sabíamos que “andaba en malos pasos” (si de veras lo hacía), como le filtraron las autoridades a la prensa local, antes de que alguien acabara con su vida en Acuña, Coahuila.
No sabíamos, por supuesto, hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos lo explicó, que Laura Ramos, Claudia González y Esmeralda Herrera, víctimas del caso campo algodonero, en Chihuahua, habían sufrido violencia después de ser asesinadas, porque las autoridades las llamaron “voladas” (“coquetas” o “con poca moral”) según determinó el tribunal internacional en este caso emblemático sobre los feminicidios en nuestro continente.
En el caso del campo algodonero, la determinación fue clara: los estereotipos de género socialmente dominantes y persistentes, son condiciones agravadas de discriminación.
No sabíamos, hasta que la sangre de muchas mujeres obligó al poder judicial a estudiarlo, que la impunidad y la discriminación también son violencia, que la impunidad prolonga y potencia el delito.
No sabíamos, hasta que las redes sociales permitieron a tantos que se escudan en avatares ponerlo en blanco y negro, que el pensamiento de una parte de nuestra sociedad ante la violencia contra las mujeres es, simplemente: “se lo merecen”.
En los últimos días, muchas otras mujeres han compartido información suya que en vida tampoco sabemos, porque no nos corresponde saber. Y como no nos corresponde en vida, tampoco nos corresponderá saberlo el día de su muerte.
En una sociedad mundial como la que vivimos, en la cual las redes sociales han disipado el sentido de privacidad de los seres humanos, no corresponde a la autoridad violar esa línea divisoria, y corresponde a la sociedad velar porque esa violación, que constituye también violencia, tenga consecuencias.
Cuando el cuerpo de Lesvy Berlín Osorio fue encontrado en la UNAM, la autoridad demoró pocas horas para contarnos los detalles que no sabíamos, ni debíamos saber, sobre su vida, y muchas horas más para reconocer que estos detalles no eran centrales para la investigación, que no debían ser revelados y que constituían una segunda victimización para la joven.
Esta aceptación, sin embargo, fue como muchas otras en nuestro México impune, una cesión de responsabilidades, que tocan siempre al último eslabón de la cadena de mando. En este caso, el Procurador de la Ciudad de México culpó a la persona que puso los tuits.
Es claro que, en ninguna institución con líneas de mando verticales, como lo es una Procuraduría, un encargado o encargada de poner tuits decide por su cuenta el contenido. Es claro, por supuesto, que tampoco decide por su cuenta qué detalles revelar sobre la víctima.
Gracias al hashtag #SiMeMatan, este caso parece encaminado a convertirse en un referente visible de un fenómeno de revictimización que sucede todos los días en todo el país.
Las consecuencias, hasta ahora, son nulas.
¿Cuántos funcionarios en México han sido multados, sancionados, separados de sus puestos, por revictimizar a las mujeres y hombres violados, asesinados, torturados? ¿Cuántas de las víctimas que son culpadas injustamente por delitos entablan demandas por difamación al salir de la cárcel? ¿Cuántos son juzgados en la prensa bajo criterios de homofobia, de estigmatización, de desdén?
¿Cuántas víctimas buscan una reparación del daño que toque directamente a la actuación de la autoridad? Muy pocas.
Los casos de feminicidios no resueltos en México, dichos desde la sentencia de Campo Algodonero, refuerzan “el sentimiento y la sensación de inseguridad en las mujeres, así como una persistente desconfianza de éstas en el sistema de administración de justicia”.
Esta sensación de inseguridad, esta certeza de que nos puede pasar a cualquiera, en cualquier momento, que nuestra vida vale lo que vale el momento y el lugar en donde podemos diariamente librar la muerte, es la base que explica la indignación por el tratamiento de este caso.
Esta misma semana, dos mujeres fueron violadas en la carretera en Puebla, una de ellas menor de edad. Una de estas mujeres, de las que las autoridades no han dicho ni filtrado datos personales, vio morir a su pequeño hijo, asesinado, con la barbarie que solo se explica en una sociedad que no aguanta más.
No sabíamos que esta familia viajaba de noche, que debieron caminar para pedir ayuda aun después de ser ultrajadas, que les atacaron a mansalva. Y no teníamos que saber que les violaron, no teníamos que saber que al dolor de lo sucedido seguirá el estigma social.
“Mi hija estaba destinada a otra cosa”, dijo la madre de Lesvy Berlín en los jardines de la UNAM. Por ella supimos, también, que amaba las lenguas, que leía desde los cinco años, que le gustaba la filosofía, que quería ser una ciudadana del mundo.
Haber dejado la escuela, haber vivido con su compañero, no eran símbolos de que “fuese una persona despreciable” sino alguien que “toma decisiones porque tiene la capacidad de hacerlo”.
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