Fue una pesadilla. Cuando me veía al espejo, mi tatuaje nuevo, el que representa a los perros que han llegado, a los que se han ido y a los que todavía extraño, había desaparecido. Mi tatuaje viejo, el que diseñé después de mi divorcio y que gritaba en tinta que había que elegir la luz y no las sombras, se había borrado también, y eso no era todo: en ninguna parte estaban las tres cicatrices queloides de mi cirugía del apéndice, de la que desperté drogada y agradeciéndole a la aburrida enfermera por que me había mantenido con vida. ¡Cómo me manosearon los estudiantes de medicina!, explicándose unos a otros que ese dolor insoportable que la paciente siente cuando le aprietas aquí, indica que es apendicitis, y que hay que sacarlo ya. ¿Aquí? Sí, aquí. ¿Aquí? Sí. Mis familiares cuentan que durante ese primer día recibí a mis visitas cantando la canción de La Patita, de Cri-Cri, y que mi suegra de entonces trajo una caja de chocolates para mi esposo de entonces, para aliviarle el susto y ayudarle a sobrepasar el coraje que le había hecho pasar yo por haberme enfermado.
Al voltear hacia abajo y buscar el recuerdo ovalado de aquel accidente estúpido (una botella de Yoli que cayó y estalló sobre mi pie rompiendo una vena), no lo encontraba tampoco. Y eso que apenas el día anterior me había dolido al ponerme el zapato, aunque el accidente sucedió a mis 12 años de edad. Con el óvalo cauterizado se habían ido los gritos de mi hermana, la eficiencia de mi madre que limpiaba los chorros de sangre y hurgaba en la entonces enorme herida buscando algún trozo de vidrio y la distancia prudente de mi hermano que lo miraba todo pensando en cómo contárselo a mi padre, que por primera vez no había venido a la vacación familiar, esclavizado como estaba por un trabajo de pesadilla.
Mi piel amarilla era un lienzo sin imperfecciones: no estaba la cicatriz del lunar que equivocadamente me arrancó un dermatólogo con la elegancia de un carnicero y por el cual mi novio del momento, mi primer novio, estuvo penando por meses (era su lunar favorito), ni los huecos diminutos que antes ocupaba en mi ombligo una argolla de acero inoxidable que me había puesto a los 15 años en el único local que estuvo dispuesto a agujerearme sin un permiso de mis padres y/o tutores, y que me hizo sentir la mujer más atrevida y sensual del mundo por una década. Junto a mi ceja debía estar, también, un imperceptible hundimiento: el lugar donde había germinado mi primera roncha de varicela justo cuando a mi abuela le daba el infarto que la mataría. Mi madre estuvo aquí y allá, asfixiándose de dolor al tiempo que nos untaba pomadas a tres niños quejumbrosos. A mí me habían comprado un libro nuevo para colorear y había pasado horas sentada en la mesita junto a la ventana, no extrañando el colegio en absoluto.
Me habían limpiado las huellas y dejado flamante. Yo era el rompecabezas armado, no, el cuadro original, completo, antes de pasar por la serradora: nunca rota, nunca en pedazos. Me habían borrado las marcas de las piezas, la constelación de heridas y recuerdos que consultaba cuando necesitaba saber cómo, por qué y todo eso. Todo eso, lo que me había llevado tanto tiempo armar: el contorno básico que me contendría en lo que ponía en orden lo de adentro, las piezas que había forzado a encajar hasta casi romperlas, la sección que era toda negra y cuyos fragmentos parecían tan iguales y eran tan diferentes en el fondo y en la forma y que me había frustrado al grado de querer rendirme. Me quedaba una estatua quizá linda de ver, quizá suave de acariciar, una hoja blanca sin nada que contar, y desperté sudando.
Hay muchas historias en las que los protagonistas tienen la oportunidad de volver atrás y corregir los (supuestos) errores que los llevaron al lugar (supuestamente) equivocado en que se encuentran: aquello me aterrorizaría. Aquello sería perder el mapa y encontrarme en un laberinto en el que me llueven piezas de rompecabezas desconocidos. Si a mí me ofrecieran la “oportunidad”, la pesadilla sería de otra índole: sabiendo que lo que quiero es llegar exactamente al mismo lugar del que fui arrancada, al lugar en que al fin soy yo, tendría que cursar de nuevo las décadas y recometer uno a uno todos los errores. Fallar en las ecuaciones para hacerme del amigo que me las explicaría y que se quedaría conmigo por siempre, dejarme traicionar por mi mejor amiga para encontrar mis primeras letras, abrir la boca para ese primer beso memorable por nauseabundo y correcto por inocente, la carrera incorrecta, los amigos equivocados, el fleco ochentero ciertamente equivocado, el alcohol adulterado, el chamoy provocador de gastritis que necesito cultivar para tener y seguir siendo, porque ¿y si esa es la corrección que me haría ser, tener, estar no aquí, no yo, no a él, a lo que amo y me ama, me es y le soy después de tanto esfuerzo, de tantos destrozos y de tantos placeres?
No: déjenme las heridas, déjenme haber perdido lo que perdí y amado lo que amé si me queda luego el mapa que si me pierdo me traerá de vuelta aquí, a mi alma de rompecabezas marcado, entintado, arrugado, conocido y reconocido, destrozado y vuelto a armar, pero mío, mío, mío.