El Partido Revolucionario Institucional cumplió 88 años hace unos días y lo festejaron en la sede nacional priista con un discurso forzadamente optimista del presidente Peña Nieto, quien se hizo acompañar de la plana mayor tricolor, incluida la recién nombra secretaria general Claudia Ruiz Massieu.
De más está decir que, más allá de las cuentas halagüeñas que hiciera en su mensaje el presidente Peña Nieto, el PRI que le tocó representar se encuentra en el más grave descrédito de su historia. El presidente mismo, cuyo desmejorado rostro contradice sus alentadoras palabras, resultó un verdadero fiasco para la sociedad mexicana, pues su gestión ha estado ensombrecida por la corrupción, la impunidad, la crisis económica, la violencia y el descarado intervencionismo de los Estados Unidos, quien ha puesto a nuestro país a su total servicio, igual o peor a como lo ha hecho con otros países latinoamericanos en otros momentos históricos, en especial durante la Guerra fría.
El PRI es un partido muerto, de eso nadie tenemos la menor duda, pero –y esto es lo más lamentable- no existe un partido o agrupación política que pueda hacerle frente para 2018. Si bien López Obrador, que representaría a la opción izquierdista de la partidocracia nacional, despunta en las encuestas y empieza a erigirse como el principal “enemigo” a vencer, su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) no ha conseguido ni una sólida estructura interna (capaz y competente, que pueda enfrentar las duras problemáticas del país) ni tampoco se ve que logre hacer un frente común con el resto de las izquierdas nacionales, aunque ya esté despertando varias simpatías, las más recientes en el PRD, instituto político que más bien naufraga.
Así que mientras el PRI no tenga frente a sí a un frente amplio opositor (algo parecido a la Unión Nacional Opositora nicaragüense o la Concertación de Partidos por la Democracia chilena), éste partido no perderá la presidencia aunque (sonará paradójico) la pierda. Es decir: el PRI, por lo menos desde las últimas dos décadas, se ha dedicado a intervenir partidos, fusionarse en otros (sus eternos aliados) y en dividir (con éxito) a los pocos que le quedan de adversarios reales (ahora parece ser que sólo Morena), de forma que aunque se venza otro partido u otro rostro llegue a la presidencia, si éste es controlado por el mismo PRI, nada habrá realmente cambiado para el país. Esto explica, más o menos de manera sucinta, el fracaso de la partidocracia en México.
Lo que hace falta para que el rumbo de la historia mexicana cambie realmente es que un sector importante de las élites que la gobiernan decidan dejar sus privilegios (o parte de ellos), unirse a las causas más apremiantes del pueblo y luchen por devolverles su dignidad.
Lamentablemente: no se ve a lo lejos a nadie todavía con ganas de hacerlo.
@rogelioguedea