Jesús Robles Maloof
07/01/2015 - 12:00 am
Por qué seguir luchando
Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina Nazi sino para seguir vivos, para no empezar a morir. Primo Levi. Recientemente recibí dos lecciones sobre por qué vale la pena seguir luchando por la justicia a pesar del cementerio que se ha vuelto este país. La primera me la […]
Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina Nazi sino para seguir vivos, para no empezar a morir.
Primo Levi.
Recientemente recibí dos lecciones sobre por qué vale la pena seguir luchando por la justicia a pesar del cementerio que se ha vuelto este país. La primera me la dio una mujer hondureña a quien México le regresó a su hijo migrante desmembrado. La segunda la obtuve después de una serie de pesadillas que me llevaron a releer a Primo Levi sobreviviente de exterminio en los campos nazis. Al final las comentaré.
Antes debo decir que en los meses pasados, por primera vez me cuestioné el haber elegido la profesión de defensor de derechos humanos por la sencilla razón que no me queda clara el impacto de mi trabajo. Es decir, quizá no sirvo para eso.
Recordaré para siempre el lunes 29 de septiembre de 2014 mientras seguía la conferencia de prensa de los normalistas de Ayotzinapa, Guerrero quienes denunciaban las ejecuciones extrajudiciales, de policías vueltos a sicarios, contra seis de sus compañeros y la desaparición de decenas de ellos cuando se trasladaban a Iguala para realizar actos de conmemoración de la masacre de estudiantes en 1968. Lo primero que vino a mi mente es la historia de México como los círculos descendentes de Dante en el infierno mexicano.
No lo quería creer. Aunque como los círculos descendentes he aprendido que la historia no es lineal, no sé decir si hemos visto lo peor por ejemplo y creo que en México la regla es que no se han respetado los derechos humanos. Los días siguientes me sentí abrumado, deprimido, responsable y me cuestioné los resultados de mi trabajo como defensor de derechos humanos.
Recordé cuántas veces había leído la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de don Rosendo Radilla a quien el Ejército mexicano desapareció en Guerrero en 1974. Pensaba que hace apenas un par de años el Estado Mexicano reconoció su desaparición y se comprometió a tomar una lista de acciones para evitar las desapariciones forzadas.
Repasaba los hechos del asesinato de normalistas en Ayotzinapa en 2011 y la muerte de un empleado de la gasolinera. Recordé los debates en la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la masacre de Aguas Blancas. Pensé en los cambios legales aún insuficientes que se habían logrado en esta materia que nada de eso había servido para evitar que el Estado nos arrancaran a 43 normalistas que estaban destinados a enseñar.
¿Qué pude hacer que no hice para evitar esta masacre? ¿Por qué no apoyé más el trabajo de organizaciones como Tlachinollan que desde el terreno arriesgan su vida en defensa de los derechos humanos al lado de las víctimas? Soy un fracaso, pensé aquel negro día.
Deprimido viaje a Honduras con mis compañeros de N-Map ya que con Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, estamos documentando testimonios de familias cuyos hijos han desaparecido en México.
Siempre será importante medir el impacto y utilidad de nuestro trabajo. De manera individual y con relación al gremio al que pertenecemos. Por supuesto creo que he fallado en varios aspectos. Uno central es que que a pesar que conozco a defensoras y defensores de derechos humanos de Guerrero, mi vinculación con su trabajo y lo que yo puedo aportar no ha sido la adecuada. Hay más fallas personales pero un tema es claro, hemos dicho que en el centro de los problemas de justicia en México está el tema de la impunidad en la que las violaciones a los derechos humanos en México permanecen y esto es así dado que como sociedad no hablamos de la responsabilidad como creo debemos hacerlo.
La responsabilidad tiene niveles, pero ciertamente hemos permitido que la actual clase política siga gobernando a pesar de su evidente propósito de perpetuar el estado de violencia. Votando por esos políticos cada elección contribuimos de a poco a la falta de responsabilidad. “No les creemos porque ellos son el problema” escuché el 9 de noviembre sobre la avenida Reforma. La consigna es cierta letra por letra.
En la reunión anual de Amnistía Internacional México, confesaba que me han buscado familiares y amigos para preguntarme por las respuestas y por mi análisis sobre nuestro actual estado como país y no he podido articular idea alguna. Hay quienes acumulan conocimiento por los años y eso se muestra en las canas. Otros como yo, solo nos salen y ya.
Si de algo sirve transcribo aquí mis notas desordenadas sobre los factores para que sucesos como los de Iguala sucedan:
- El pacto de impunidad de la clase política. En Guerrero como en México, han asesinado a activistas como mi amigo Quetzalcoátl Leija y muchos más. Han asesinado a presidentes municipales y hasta el presidente del Congreso del Estado. Los crímenes permanecen impunes.
- La violencia como lenguaje del Estado que se desprende del pacto de impunidad. La violencia se ha establecido en Guerrero como lenguaje de lo público. Quien disiente muere. Esta violencia incluso aplica cómo método de resolución de conflictos entre la clase política.
- La corrupción como el objetivo para ocupar los cargos públicos.
- La maquinaria de propaganda del Estado para criminalizar la protesta y la disidencia.
No tengo soluciones, pero al menos ahora he recobrado el ánimo para seguir. Si por primera vez sentía que debía dejar mi trabajo para que otros quizá lo hicieran mejor, una mujer humilde me dio unas palmaditas en el alma.
“Mire abogado hay que seguir. Yo perdí a mi hijo lo que es un dolor que espero usted, ni nadie más sufra. Por eso acompaño a mi vecina que viaja todas las semanas hacia Tegucigalpa a la parada de autobuses a ver si de entre quienes regresan ve a su hijo que partió hacia México hace 10 años. Lleva 3 años yendo. No me gusta que le digan loca. Mientras vamos en el autobús pienso que vale la pena ese esfuerzo porque al mirar las montañas, las niñas que regresan de la escuela y los jóvenes que juegan o ríen, recuerdo que este mundo es hermoso y no me gustaría dejárselos a quienes desaparecen a personas”.
La segunda lección vino de Primo Levi, ya que en mis pesadillas donde trababa infructuosamente de unir partes de personas desmembradas una voz me decía que el manual estaba en los libros del referido médico. Desperté y fui a sus libros. En un pasaje dice que a pesar que seamos esclavos;
“… sin ningún derecho… abocados a una muerte segura, nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta”.
Tienen razón este mundo no debe quedar en manos de quienes depredan a la humanidad y a la vida misma y mientras avancen en su objetivo, aún si no vemos la luz, debemos privarles del poder que siempre conservaremos. Que sepan que nunca contarán con nuestra aprobación.
Por ahora me despido que tengo que secar mi rostro con una vieja camisa no sin preguntar una vez más, Sr. Enrique Peña Nieto ¿Dónde están nuestros normalistas desaparecidos por el Estado?
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