Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
06/11/2023 - 12:04 am
No hablemos de Acapulco
El colmo de la situación es que a quienes difunden las acciones del gobierno en la reconstrucción de Acapulco se les llama “propagandistas”. Merece todo un estudio aparte cómo esa idea de que los medios deben “incomodar al poder” ha retorcido tanto los conceptos de “poder” y “propaganda”, de modo que no se reconoce el poder donde lo hay y el papel de propagandista se le achaca a quien intenta desmentir falsedades.
“No politicen la tragedia” es quizá una de las frases que más hemos leído o escuchado en estos días. Pero la demanda es ingenua. Bien se dice que los llamados “desastres naturales” nunca son naturales: son el resultado de decisiones humanas, es decir, son el resultado de políticas, que van desde la enajenación de la tierra, la concesión de permisos con o sin reglamentos de construcción, las distribución desigual de la riqueza que durante décadas han orillado a cientos de miles a vivir en casas de lámina y cartón, o la falta de regulación de la voracidad corporativa, que a la par de un modelo de consumo desmedido ha generado el cambio climático y con él el calentamiento de los océanos. El huracán “Otis”, si bien fue un fenómeno de la naturaleza, no tuvo causas ni consecuencias “naturales”, sino políticas. Y, de manera entendible, los reclamos, las exigencias y las explicaciones son de naturaleza también política.
Pero una cosa es evaluar, criticar y hasta sancionar las decisiones que llevaron a la tragedia y la respuesta oficial a sus consecuencias, y otra cosa es aprovechar la coyuntura de conmoción y vulnerabilidad de la gente para abrumarla con propaganda. La propaganda se distingue de la comunicación política en que no busca entender, ni debatir, ni razonar, sino influir en el ánimo de las personas para encaminarlas hacia una decisión o toma de postura sin ponderarla ni justificarla.
Aunque por lo general asociamos el discurso propagandístico con partidos políticos -o con empresas publicitarias-, los comunicadores que se auto perciben como “ciudadanos” (donde esa palabra quiere enfatizar una pretendida independencia de la militancia partidista) también pueden ser grandes diseminadores de propaganda.
Haría falta un texto mucho más extenso para caracterizar, fuera de juicios de valor, el discurso propagandístico y distinguirlo de otros tipos de comunicación. Porque, al igual que no toda comunicación con fines políticos es propaganda, no toda propaganda es -contra lo que solemos pensar- mera diseminación de falsedades. Lo que identifica a la propaganda no es su contenido, sino la ausencia de ciertos fines. Si un discurso no se presta a la contestación, por ejemplo, si “cierra” las conversaciones en lugar de abrirlas, muy seguramente se trata de propaganda.
Acabo de decir que la propaganda no es sólo diseminación de mentiras -se puede hacer propaganda con verdades-, pero difundir mentiras a sabiendas de que lo son no puede tener otro fin que el de manipular, y manipular es uno de los fines de la propaganda. Las mentiras deliberadas no son comunicación, sino su opuesto: quien miente rompe el pacto comunicativo quebrantando su principio más elemental.
La tragedia desatada por Otis devastó todo un puerto pero preparó el campo más propicio para la diseminación de mentiras abiertas. Durante más de diez días, comunicadoras como Renata Turrent, Sabina Berman o Meme Yamel han hecho una labor intensa, minuciosa y paciente de desmentir cada una de las notas falsas que algunos actores políticos han hecho circular con el afán de aprovecharse de un estado de ánimo social frágil e infundir confusión, egoísmo y desesperanza.
Cada una de ellas se concentró en un frente específico: Berman directamente mostrando evidencia en contra del amarillismo de Carlos Loret de Mola, Meme Yamel desmintiendo y analizando las intenciones detrás de los textos de Denise Dresser, y Turrent desmenuzando el origen de los audios falsos y los videos descontextualizados que, promovidos desde las redes sociales de gigantes de la información corporativa, como Joaquín López Dóriga y Pascal Beltrán del Río, llamaban a la gente a desconfiar de las fuerzas armadas que en ese momento y hasta ahora, trabajan, como es su mandato, en el plan de rescate DNIII.
No voy a reproducir aquí cada una de sus labores de desmentido, y mejor invito a los lectores a buscar sus perfiles de X. Lo que me interesa por ahora es la manera de operar de quienes diseminan noticias falsas o verdades a medias con fines de manipulación. Y creo que, al menos en estos días, hemos podido identificar tres patrones.
El primero se resume magistralmente en una frase que Denise Dresser usó para contestarle a Renata Turrent el miércoles 1 de noviembre, después de que esta última comenzara su participación en el programa con una larga lista de noticias falsas, sus efectos, sus actores y sus desmentidos. La respuesta de Dresser fue: “No hay que hablar de las noticias falsas”. Minimizar la toxicidad de la información falsa y acusar a quien la denuncia de propiciar una charla improductiva es una defensa de la proliferación de las fake news y del daño que causan.
El segundo patrón consiste en dedicar, literalmente, horas al aire y decenas de páginas periodísticas a sancionar que el Presidente López Obrador haya criticado a sus adversarios políticos en una comunicación oficial sobre la situación en Acapulco. La razón de la indignación es que ante una emergencia como la que se vive, dicen quienes lo reprueban, es bajo y deleznable dedicar tiempo a la confrontación política. Así transcurrieron, insisto, varios programas y columnas. Tienen derecho, desde luego, a su indignación, pero dedicar tanto tiempo a la respuesta presidencial, ¿acaso no peca de lo mismo que critican? ¿No es, en tiempos de emergencia, ruin e improductivo distraer la atención de las audiencias hacia la confrontación política hablando de cuánto se repudia la confrontación política?
El tercer patrón es más difícil de entender, e incluso de identificar, porque consiste en romper el principio básico de la comunicación, que es el de no decir aquello que se cree (ni mucho menos lo que se sabe) que es falso. Esta misma prohibición abarca el decir cosas sin tener evidencia que las sustente. La comunicación -cuando es intercambio y no meramente propaganda- presupone un actuar racional de parte de los agentes involucrados, y eso implica el acatar ciertas reglas. Cuando alguien rompe el acuerdo tácito, racional y universal de hablar con la verdad, y tampoco está siendo irónico o tratando de lograr un efecto conversacional, como decía el filósofo Paul Grice podemos pensar que simplemente no está acatando las reglas del juego cooperativo que es la comunicación. En este contexto además es claro que la única intención que puede haber detrás de romper la cooperación comunicativa es la de manipular, es decir: hacer propaganda.
Durante varios días después del huracán, se repitió incansablemente la consigna de que el gobierno no había tomado ninguna medida preventiva, a pesar de haber contado con tiempo para ello. Y aunque todo el mundo sabía y aceptaba que el incremento en la intensidad de Otis fue intempestivo y dejó poco tiempo para la planeación, los planes DNIII del Ejército y el plan GN-A de la Guardia Nacional se activaron varias horas antes de que Otis tocara tierra. Desde el 23 de octubre por la tarde el Gobierno de México llamó a la población a tomar precauciones, cerró los puertos de Oaxaca y Guerrero a la navegación menor, habilitó mil 272 refugios temporales e instaló la vigilancia de ríos y presas en esos dos estados, además de Michoacán y Chiapas. En ese momento, desde luego, no se sabía que Otis alcanzaría la categoría 5 en apenas unas cuantas horas. Sin embargo, medidas preventivas las hubo. Los medios Milenio y N+ difundieron, apenas unas horas antes de la llegada de Otis, la ubicación de varios de los refugios. Esto no habría sucedido si, como dicen las voces con grandes micrófonos, los gobiernos local y federal no hubieran hecho “nada” por prevenir a la población.
La prensa (y con ella me refiero tanto a la prensa escrita como a la televisada, incluyendo las mesas de opinión) debe, desde luego, mantener un ojo crítico y un grado alto de exigencia. En todo momento debería actuar bajo la consigna de no hacer daño, y en una situación en la que la gente está pasando por momentos graves el daño que causa la desinformación es mucho mayor. Decir que “no hay estado” -es decir, que no habrá ayuda, ni reconstrucción, ni reparación de vías, ni agua potable-; que los militares “concentraron todo el acopio” y, peor, que “asaltan a la gente que lleva víveres por carretera”, o de plano el infame llamado a la sociedad a no donar, son declaraciones irresponsables e indignas de la prensa mexicana. El colmo de la situación es que a quienes difunden las acciones del gobierno en la reconstrucción de Acapulco se les llama “propagandistas”. Merece todo un estudio aparte cómo esa idea de que los medios deben “incomodar al poder” ha retorcido tanto los conceptos de “poder” y “propaganda”, de modo que no se reconoce el poder donde lo hay y el papel de propagandista se le achaca a quien intenta desmentir falsedades.
Es irresponsable e indigno acallar a quienes desmienten las mentiras, como lo es discutir durante horas las declaraciones -afortunadas o no- de unos minutos hechas por el Presidente y hacer vaticinios catastróficos. La responsabilidad de los medios en estos momentos debería ser la de tender un puente entre las autoridades y los afectados, orientar a la población hacia dónde puede recibir o brindar ayuda y señalar a las autoridades dónde hay gente con necesidades urgentes no resueltas.
Cualquier otra cosa no es más que decir: “no hablemos de Acapulco, hablemos -como siempre- del Presidente”.
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