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Antonio María Calera-Grobet

06/11/2021 - 12:00 am

Usted no está aquí, ¿o sí?

No es necesario ya atrabancarnos a la vida, soltar las amarras de la incertidumbre o dejar las cosas al azar.

Multitud de personas en México. Foto: Cuartoscuro.

Parecería innecesario que dentro del gran mapa mental de nuestra vida, esa parcela que hemos decidido demarque fina o tajantemente nuestras fronteras intelectuales, morales, requiriéramos de una flecha, una señal que nos apuntara y advirtiera, como sucede en los planos de los centros comerciales o parques de diversiones: “Usted está aquí”. Hasta ufanos somos de ser tipos absolutamente coherentes, compenetrados, conscientes sobremanera del peso específico y el lugar que ocupamos en el mundo. ¿No es así?  Y vaya que más aún en este ritmo de vértigo, del veloz tiempo de la flecha, en el que pareciera nos hubiéramos apurado a somatizar, a pie juntillas y con ayuda de la tecnología, aquel verso de Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno: “Hay que ser absolutamente modernos”.

Habría que vernos aquí, tan bien plantados nuestros pies sobre la Tierra, como civilización preclara, dizque sabia por ser heredera lo mismo del humanismo que de la tragedia (es decir con autocrítica suficiente, con anhelos de más, y sabia, decimos, porque viaja sin perder el toque de la muerte, y se propone el semblante de llevar todas las de ganar pero sin saber cuándo), abriéndonos paso con todos los medios a nuestro alcance. Por ejemplo, echando mano de nuestras computadoras o teléfonos inteligentes, esas pequeñas herramientas con su gran cartera de oportunidades para ocuparlos como reloj despertador, como espejo, mucama, nana, mamá cuando nos conviene, “comunicarnos”, para entendernos como meros mortales. Somos muy buenos con eso: juzgamos, prejuzgamos y al menos opinamos de todo y si no queremos de nada, sabemos del clima, de las noticias, de la farándula, del precio del dólar y el euro, de los africanos muertos, lo mismo que de hambrunas, viajes espaciales, cataclismos, nos damos alegría para olvidar las penumbras. Nos “notificamos”, decimos, con tales medios, nos “indicamos”, que saldremos de un punto o avisar que llegaremos a otro, pasamos lista con los amigos de la nada (sin decirles, claro, que de vez en vez hasta los investigamos), sólo porque sí, porque podemos, casi sin querer, y damos consejos, letanías-retahílas sobre lo que pasa en el planeta, y hasta órdenes exquisitas a los equipos de trabajo, a nuestros hijos, y damos los buenos días y las buenas noches, porque somos educados, a los ciudadanos que conocemos o desconocemos por todo el mundo, en fin, nos hacemos presentes, menos un tanto en espíritu pero un mucho a nivel de una pantalla, en todas las celebraciones, efemérides y aniversarios y, por si fuera poco, hasta nos hacemos sentir, dejamos huella, pensamos, con nuestra inigualable personalidad, prácticamente como Dioses, en cada punto del orbe, cada obra de las civilización, con nuestro tacto empático, para mejorar la conversación pública, es decir todo aquello que ataña a la sociedad universal: sobre la preservación de la naturaleza, los derechos del hombre, la deslealtad persistente de nuestros gobernantes y hasta despachamos nuestro amor a la belleza del mundo animal. Y amamos a Natura, y somos superecológicos y open minded. No cabe duda: ahí en el centro de las cosas está este nuevo hombre que, gracias al destino y la cultura, ya qué, representamos: pleno, señorial, íntegro en todo sentido, flamante. En absoluto dominio del éter, total control de nuestras potencias. Humanos demasiado humanos, para recordar ese bello libro de Nietzsche, como esos espíritus libres que tanto añoraba el filósofo.

Ahora bien, una aclaración importante: no es que seamos desconsiderados con el otro cuando lo dejamos con las palabras en la boca mientras atendemos nuestra vida virtual, sea en un café, una reunión de trabajo o de mero placer. No. Resulta simplemente que antes se leían los diarios y ahora se leen los dispositivos. Y bueno, estamos ocupados en ello. En enterarnos de cómo vamos. Y debemos de estar al día. Ya sabemos, nos lo enseñaron: información es poder.  Y bueno, debemos de entender esta irrupción, este boquete persistente de nuestra comunicación como algo inevitable. Para prepararnos, estar alerta, poder responder con actos pensados ante cualquier circunstancia. Porque como dijera John F. Kennedy: “No preguntes qué puede hacer tú país por ti, sino qué puedes hacer tú por tú país”. ¿No es así? O bien, si queremos, como John Donne, debemos de saber que Las campanas repican por y para nosotros y, en palabras de Clint Eastwood: No se trata de pensar que mundo le dejaremos a nuestros hijos, sino que hijos le vamos a dejar al mundo”. De manera que no deberíamos de encolerizarnos o entristecernos si nos vemos pegados a una computadora o un celular. No nos debe de parecer extraño o mal educado escuchar de quien sea la siguiente frase: “Debo contestar, es muy importante”. No. Estamos todos en nuestro derecho de pegarnos a nuestras tecnologías. Porque hay que decir la verdad. Hasta hemos llegado a encolerizamos con aquellos que critican a los espíritus cibernéticos multitask: “No tendrán oficio”, dicen los críticos del sistema.  Y lo seguirán diciendo, pero no caeremos en la tentación de responder a sus provocaciones. Sobre todo a las que esgrimen que es un desperdicio de tiempo esto de estar pendiente de los acontecimientos.

Si bien es cierto que tardamos más de lo tolerable por esto de no saber siempre por dónde es que nos ha llegado tal o cual mensaje (si por Twitter, Facebook, Whatsapp), no hay que exagerar. Tampoco es que predamos la vida pegados a un dispositivo.  Podemos decir, pues, a quienes nos acompañan mientras debemos de estar pendientes de nuestras máquinas, que por favor nos esperen: “Muy importante” es lo que podemos decir y todos lo comprenderán. Y en cierto tono para que quede claro que, por lo menos en nuestro mundo (al que bajita la mano consideramos superior, realmente competitivo, de altas esferas, grandes ligas), tales comunicados son (y no sólo de lunes a viernes sino toda la semana), prácticamente de vida o muerte. Por cierto, de paso, aprovecho para invitarlos a tomar enserio el Instagram o Linkedin, porque con tanto trajín en el mundo (me refiero a despidos y competencias, darwinismos), es cosa importante la de posicionarnos en un alto grado de jerarquía en la sociedad como se pueda.

Y pues bueno, no queda más que reconocer que nuestra vida es esta: la de los grandes avances tecnológicos y nosotros pegados a ellos como rémoras.  Y no hay más actitud ante ello que sabernos privilegiados por estar súper conectados con eso que conocieron los antiguos como Verdad. Cosa maravillosa porque ya nunca, jamás, nos encontraremos en medio del oscurantismo medieval, rodeados de puntos ciegos. Podemos decir ahora y con pocos teclazos, a nuestros seres queridos o amigos cercanos, que los amamos o que los odiamos, que nos alegramos o nos entristecemos por tal o cual cosa, pero también (casi un milagro, ya lo han dicho hasta el cansancio), vaya que con un teléfono en nuestras manos hay la posibilidad de convertirnos en un reportero gráfico, quizá haya detrás de todo esto, ahí ni tan escondido, un periodista en cada ciudadano.

Y qué ubicuidad. Todos los puntos del planeta habitan, en tiempo real, en el Aleph de nuestras máquinas. Eso y no otra cosa es ser contemporáneo: siempre en el meollo, siempre en el ajo. Y además es más práctico y económico. Otra plusvalía: ya no hay que ir a los museos, no urge ir a los parques o los acuarios, todo está guardado en imágenes y fichas informativas en la galería de nuestros aparatos. No hay que ir al médico. Como nunca antes, como siempre soñaron los más grandes genios, gracias a nuestros discos duros, memorias USB, nubes, bunkers, babilonias o babeles, lugares o no lugares en donde se almacenan todos los saberes, podemos leer, saber, compartir todo: poemas, cientos de libros completos y enciclopedias enteras, en perfecto estado: señoras y señoras, que casi, casi ya no hay que vivir, para qué, mejor bajemos las aplicaciones, descarguemos los datos de todo lo más alto, lo más seriamente pensado o imaginado, y listo.

Y quien diga que en realidad estamos perdidos entre tantas posibilidades, que estamos sobre informados, se equivoca. Es partidario sin saberlo de un pensamiento retrógrado, agrio, por lo menos poco iluminado. Es más: de perdidos, nada. Porque además (ya sea por el Waze o por Google maps), si así lo quisiéramos, podríamos viajar sin extraviarnos por toda la ciudad, por las ciudades más bellas del mundo con toda la comodidad. Y por cierto, pagando con Passport o Wallet, ya sin esas cosas del demonio llamadas Visa o Mastercard. Y así sucede que nos convencemos, tanto con lo importante como con lo nimio, porque podríamos también, para una mayor parsimonia existencial, reducir todos los niveles de ansiedad, hacernos de todas las aplicaciones para enfrentar la dura realidad: saber nuevas posiciones para hacer el amor, hacer muñecos vudú, atiborrar mejor una maleta, saber la madurez de una sandía, hasta dónde asar un Ribe-eye. Para qué la monserga de intercambiar libros, audiotecas, si podemos pasarnos muchas por Bluetooth o Airdrop. Para que ir al cine a ver filmes o a beber en las cantinas, si podemos portar todas las películas o enotecas en nuestro magnífico celular, que al parecer ya hace las veces de oráculo, guía intelectual, demiurgo y hasta consejero sentimental.

No es necesario ya atrabancarnos a la vida, soltar las amarras de la incertidumbre o dejar las cosas al azar. No. ¿Para qué sometemos a giros imprevistos si la tecnología hace el trabajo de los cálculos, los algoritmos, acumula tantas y tantas opiniones de otros para acercarnos la felicidad? Por Dios, ¿quién pide más? Nadie en su sano juicio, nadie sin afán de perderlo en el caótico devenir de la actualidad. No. Hay que tener fe ciega en nuestras máquinas. El misterio, la duda, la búsqueda de la aventura son ya cosas del pasado. No es necesario perder tiempo (y el tiempo es dinero, ya lo sabemos, absolutamente necesario), en abandonarse a la suerte, la coincidencia, las probabilidad. Dejémonos, por fin, descansar, abandonarnos a la tranquilidad.

Eso. No más salidas a la carretera sin saber a dónde nos llevan los caminos, no más salidas a la calle a buscar un restaurante, un paraje preciso: no deambularemos, no vagaremos, no echaremos un vistazo a todo ese lado oscuro de la realidad que para acabar pronto no nos gusta y no queremos. Nosotros, vaya que vamos a lo seguro. A lo que está de moda y no demodé, a lo espectacular y novedoso. Eso del vagabundeo, eso del callejoneo por la vida, el ir sin rumbo por las ramas del mundo esperando a que las revelaciones nos salgan al paso, está sobrevaluado, es un timo, una trampa, un disparate rotundo.

Nosotros estamos aquí. Si llevamos la cabeza gacha es porque estamos trabajando, buscando en nuestros aparatos. No es que no nos importe lo de afuera: sabemos que aquí nos tocó vivir y aquí seguiremos un rato. Tampoco es que pasemos la vida de largo: sucede que nos cansamos de ser hombres, o bien que somos una nueva especie de humanos. Sabemos mucho de muchas cosas o, si se quiere ver de otro modo, sabemos de todo un poco. Los Memes son un apoyo. Mostramos lo que sentimos con Giffs y  Emojis.  A todo lo que nos gusta le regalamos pulgares arriba o corazoncitos iluminados de rojo. A lo que no nos gusta entre todos lo troleamos, lo “buleamos” hasta que se suicide, estemos donde estemos ya sea en la cama o en el baño. Y los viejos nos podrán decir de muchas maneras pero ya lo saben: no lo tomemos como algo personal. No nos enojemos.  Y recuerdemos, pues, que lo importante es y será estar conectado con el mundo. Sigamos por ahí. Es lo mejor. Podemos hacer hasta depósitos bancarios para ayudar a los migrantes de Haití, podemos hacer todo: comprar todo, alcanzar todo. Por ejemplo, si no hemos podido viajar a Barcelona para ver La Sagrada Familia de Gaudí, si no hemos estado por los callejones de Granada o por lo que fue el lago de Patzcuaro, la isla de Janitizio, la casi muerte de su pescado blanco. No pasa nada. Todo es posible. Por ejemplo, yo ahora siento que estoy por Cuba porque bajé la receta de un Daikirí.

Siento en verdad hasta la revolución cubana, hasta la pobreza y el color de su mar. Casi que me dan ganas de componer son, hacer un trío virtual. Ya me estoy viendo. Y lo merezco. Lo merecemos, nos decimos todos. Acabemos con esto. Con unos versos de John Donne (Devotions Upon Emergent Occasions): “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, tanto como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”. Así las cosas, pues, cuando oigas el teléfono, deja todo lo que estás haciendo, date tu tiempo, los teléfonos, los antivirus, la posverdad y las noticias sobre tus actores favoritos repican por ti. Ten la gentileza de atenderlos.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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