Jorge Alberto Gudiño Hernández
06/10/2024 - 12:01 am
Nuevo sexenio
“La dicotomía es clara: ingenuidad por la vía de la esperanza que implica una responsabilidad inmensa o arrogancia adivinatoria que se asemeja más al regaño de un sensei, admoniciones incluidas”.
No soy optimista, no suelo serlo, salvo por contadas excepciones que tienen que ver con temas muy específicos. No es el caso en lo que se refiere a política, a gobernantes, a un mejor futuro para el país. Sin embargo, no puedo evitar el pálpito de una leve esperanza cada que esto sucede. Similar, acaso, a la del ludópata racional que sabe que perderá en la siguiente tirada de dados, pero, quién sabe, en una de ésas los hados o el destino operan el milagro.
Pese a lo anterior, me molesta mucho cierto discurso que emerge de las plumas de algunos analistas políticos. Parte de una premisa: las cosas no van a mejorar porque la actual presidenta seguirá con la misma línea del anterior. Peor aún, con las terribles reformas ya sobre la mesa, queda apenas un resquicio de civilidad para defendernos de la dictadura. Más, siempre se puede más: esa dictadura implicará el gobierno, tras bambalinas, del presidente anterior.
Sus afirmaciones son lapidarias, infundidas por el valor de la certeza. Escribirlo o decirlo equivale a la verdad. Hasta dan ejemplos (a pasado y a futuro) sobre la consecuencialidad. Todo lo que sucedió en el sexenio pasado era previsible, a decir de ellos, pues las señales estaban claras (da igual si este ejercicio de nigromancia también lo llevaron a cabo en el pasado). Como ellos sabían la verdad entonces, la saben ahora: el futuro es oscuro. No incierto, sino oscuro. De ahí que aventuren teorías y predigan escenarios basados en una profunda convicción: toda verdad es demostrable y, más aún, anticipable. Los oráculos de la antigüedad (esos seres tan lapidarios y, sobre todo, ficticios) se sentirían sobajados ante los poderes de los nuevos adivinos.
Algunos, incluso, van más lejos: quienes no comparten los resultados de sus análisis, quienes se aferran a la esperanza, son unos ingenuos a quienes debemos culpar por el destino del país, toda vez que su esperanza es la que entregó la victoria en las urnas.
Así que la dicotomía es clara: ingenuidad por la vía de la esperanza que implica una responsabilidad inmensa o arrogancia adivinatoria que se asemeja más al regaño de un sensei, admoniciones incluidas.
Insisto, no soy optimista. Menos, en términos políticos o de gobierno. Me preocupa el futuro del país; a la hora de generalizar, prefiero decir que todos los políticos son malos a agrupar a cualquier otro grupo de personas dentro de una definición moral. E, incluso así, me molestan esas filípicas exaltadas de los demiurgos actuales.
Si despojo la dicotomía de todas las implicaciones políticas, prefiero a la persona ingenua que a la arrogante. Si bien la esperanza es una condena que nos lastra como especie, también es la que genera la idea de una vida mejor. Algo que, según algunos, no llegará en este sexenio. Ojalá se equivoquen.
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