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Héctor Alejandro Quintanar

06/09/2024 - 12:05 am

El arte de protestar ante los compromisos cumplidos

“Las protestas pacíficas son, en un contexto democrático, una expresión legítima que no se le debe escatimar a nadie, aunque sea válido discrepar de sus metas y sus proclamas”.

En enero de 2011, a iniciativa del gran caricaturista Eduardo del Río, Rius, y otras figuras de la comunidad intelectual, se organizó en México la iniciativa “No más sangre”, que en los hechos era una protesta contra la estrategia de presunto combate al narcotráfico del entonces presidente ilegítimo, Felipe Calderón. Los argumentos de dicho movimiento abundaban. Por un lado, expusieron datos sobre las miles de muertes y delitos que se habían desatado en el país tras la declaración de “guerra contra el narco” que, sabemos hoy, no sólo fue una carnicería fallida, sino una fachada criminal.

Además de los datos, sin embargo, había otro argumento contundente de carácter memorialista: los opositores a la hechura sanguinaria de Calderón le reprochaban también que en la campaña de 2006, el panista nunca prometió que, de llegar a ser presidente, ejecutaría una bravata belicista que ponderaría la confrontación física sin reglas para enfrentar a los criminales. Así, además de recriminarle las consecuencias mortuorias de su decisión, los integrantes de “No más sangre” reprochaban también, y con razón, la incongruencia de que como candidato el panista nunca prometió un acto de tal calado.

Un par de años después ocurrió algo similar. En el otoño de 2013, una amplia movilización, fundamentalmente de militantes de Morena que entonces aún era Asociación Civil, devino en marchas, protestas y plantones en contra de la reforma energética de Peña Nieto, que pretendía que, por primera vez en setenta y tres años, hubiera inversión privada foránea en sectores de Pemex y se aminorara la rectoría estatal en la empresa.

En las acciones colectivas de inconformidad, abundaron los argumentos históricos y constitucionales sobre la inconveniencia de dejar al mercado un recurso estratégico, pero hubo también otro con el cual se justificó organizar acampadas en el Congreso para instar a los legisladores a votarla en contra. Y ese argumento era que Peña Nieto, como candidato, no había prometido la privatización de Pemex y que ya como presidente, de espaldas a los votantes, pretendía una maniobra legislativa que no se hubiera atrevido a proponer como aspirante.

El rasgo compartido de ambos episodios está precisamente en cómo dos ex presidentes de la república ejecutaron acciones políticas enormes, de consecuencias indeseables, con base en un sobregiro a sus funciones y sin previo aviso. En una democracia, donde la claridad de objetivos en tu proyecto de gobierno es un imperativo ético, ejecutar acciones improvisadas o no anunciadas, incluso incompatibles con los principios ideológicos de tu partido, es tomarle el pelo a los electores, y, como parte de sus consecuencias, puede haber inconformidad que demande claridad o exija recular la acción discutible.

En un contraste histórico, vale recordar un aserto del periodista Álvaro Delgado en un libro suyo de 2007, cuando entrevistaba a un ideólogo oficioso del PAN. Decía el periodista: “El proyecto de López Obrador puede gustar o no gustar, pero nunca ha ocultado sus objetivos y ha sido abierto en sus planteamientos, que pueden ser criticados”. Y esa frase sirve para reflexionar sobre lo que ocurre en la coyuntura actual.

Las protestas pacíficas son, en un contexto democrático, una expresión legítima que no se le debe escatimar a nadie, aunque sea válido discrepar de sus metas y sus proclamas. Y también, se pueda criticar su origen. Hoy, con esa óptica vale la pena mirar a la inconformidad que ha desatado la reforma judicial.

Como suele pasar cuando se trata de propuestas provenientes de la llamada Cuarta Transformación, se cae en el disparate esotérico de un burdo psicologismo. Así, una explicación, entre comillas, que se le da a la propuesta de reforma es que es una “venganza” de López Obrador, aunque quienes esgrimen tamaña cosa no suelen completar su explicación sobre de qué exactamente se quiere vengar el presidente, pues para hacerlo tendrían que contar con un lector de mentes.

Como un analista no cuenta con la capacidad de leer pensamientos, es más confiable leer los diarios y los hechos. Así, sabemos que la propuesta de modificar al poder judicial es un proceso que deviene de un diagnóstico con muchos aciertos, como es el de detectar la negligencia y sevicia con que, realmente, han operado muchos jueces en México y que, además, es consecuencia de un intento de reforma política que incluía otros ámbitos como el electoral.

En la recta final del sexenio del actual mandatario, se convirtió esta reforma en un objetivo y luego en una bandera de campaña, que Claudia Sheinbaum, otra integrante del movimiento que encabeza Morena y que ha sido una constructora añeja de ese actor político, se comprometió a asumir como candidata, al tratarse de una meta proveniente de su propia organización política.

Así, en cuanto se convirtió en candidata, también se tornó en una difusora de dicha propuesta y no sólo eso, sino que su partido hizo campaña bajo la premisa de que era deseable votar lo más posible por las candidatas y candidatos al legislativo de la coalición gobernante, porque se requería de una mayoría calificada para posibilitar una reforma a la Constitución.

El dos de junio pasado, esa proclama de la coalición encabezada por Morena se tornó en una realidad con base en las urnas. Acto seguido, se instó a foros y discusiones a su respecto donde participaron diversas entidades y actores. No era la primera vez. La deliberación, así sea limitada o no vinculante, ha sido acompañante sempiterno en el movimiento obradorista, como oposición y en el poder. Así, en 2008 esa organización fue el motor de un inédito debate senatorial que envolvió a legisladores, políticos, expertos y miembros de la sociedad civil para debatir la reforma petrolera propuesta por Calderón en abril de ese año. Tiempo después, ya el obradorismo en el gobierno, hizo exactamente lo propio en el marco de la propuesta de reforma eléctrica hace dos años. Así, metas torales del proyecto que hoy gobierna no sólo se han anunciado como plataforma programática en caso de ganar, sino que se ha abierto a espacios de deliberación más allá de los recintos legislativos.

Y se vuelve aquí a la premisa original: la reforma judicial que hoy se procesa en el legislativo no tiene un origen oscuro ni turbio -como sí lo tuvo, por ejemplo, el Pacto por México en 2012 o la propuesta de unir al PAN con el PRI en 2020-. Tampoco es resultado de un manotazo en la mesa y una fachada improvisada para esconder un acto criminal y sanguinario, como fue la Guerra contra el narco en 2006. Es resultado, una vez más, de que una bandera política se puso en la palestra y se sometió al escrutinio del voto.

Es legítimo que haya quien discrepe con ella. Es legítimo que haya quien exija modificaciones al respecto, tanto en las sedes legislativas como fuera de ellas. Lo que no se entiende es el desdén a un proyecto que, guste o no, es resultado de la base de la democracia procedimental: el sometimiento al voto.

¿Por qué el discurso opositor contra la reforma emplea términos tan apocalípticos como insostenibles, como que esa reforma es un paso más a una dictadura que llevan lustros anunciando y nunca llega? ¿Por qué no se toma con honestidad no sólo el mandato de las urnas, sino con seriedad el contenido de la reforma, para resarcirle lo que se le considere indeseable? ¿Por qué se recae en argumentos que no sólo son falaces sino antidemocráticos como que la gente optará por votar por popularidad y no por capacidad, cuando claramente hay filtros para que no cualquiera pueda ser candidato a miembro del poder judicial?

Quizá la clave está en la consigna que muchos de los que protestan blanden, al comparar su movilización con las estudiantiles de 1968. Quizá esa barbajanada sea reveladora de algo poco loable: así como es indeseable que un candidato oculte lo que como presidente desea, lo es también que alguien se disfrace de figura histórica sin tener memoria.

Héctor Alejandro Quintanar
Héctor Alejandro Quintanar es académico de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, doctorante y profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa, autor del libro Las Raíces del Movimiento Regeneración Naciona

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