Un vaquero descubre un cráneo en el Valle de Juárez, y luego una espina dorsal. Los forenses piden rascar más en la tierra porque un omóplato no coincide con el otro. Y es entonces que empiezan a salir restos, más restos, muchos restos: tantos como para decir que, por los al menos 21 esqueletos encontrados hasta hoy, se trata del mayor cementerio clandestino de mujeres en la historia de Ciudad Juárez o, posiblemente, de todo México.
No son mujeres asesinadas años atrás. No son feminicidios de hace una o dos décadas. Son mujeres que estaban vivas apenas antes de que el entonces Presidente Felipe Calderón lanzara la guerra contra el narco. Son crímenes tan recientes que las fotos de ellas, muchas menores de edad, aún están pegadas a los postes de Juárez y sus madres siguen arrastrando su pena de oficina en oficina y de calle en calle.
Son jovencitas secuestradas cuando llegaron las fuerzas federales a la ciudad, y asesinadas poco antes de que se fueran.
La siguiente, es parte de esa historia...
PRIMERA PARTE
Praxedis G. Guerrero, Chihuahua, 6 de julio (SinEmbargo).– Cuando llueve en esta parte del Valle de Juárez, el agua colma los huecos formados de manera natural entre las rocas de la sierra y, en los veranos de hace unas tres décadas, los pobladores enterados subían para usarlos de balnearios. Aún le dicen “las tinajas” a ese paso entre dos cerros, donde están también las tapias de lo que hace siglos fue un rancho, higueras, manzanillas y el pequeño manantial que alimenta una cañada, llamada Arroyo del Navajo. Héctor García Treviso, un ejidatario hoy de 46 años, recuerda que en su infancia llegaba ahí con su madre y con sus siete hermanos para hacer días de campo, subiendo a veces por las brechas o por algún camino formado entre los cauces secos. A ella le gustaba sobre todo regresar “tardeando”, dice, tal vez porque desde casi cualquier punto se dominan el cielo, las planicies cubiertas entonces de algodón, las casas de El Porvenir, al norte el lecho del río Bravo y, casi enfrente, las luces de Fort Hancock.
El paisaje y la vida en esa zona alejada 77 kilómetros al sureste de Juárez, sin embargo, han cambiado con los años. La sequía obligó a miles a dejar la agricultura y a buscar provecho de la tierra con ganado; el verde de las plantas regadas empezó a desaparecer y, en esa parte sur de la Carretera Federal 2, o Juárez-Porvenir, se impuso el inclemente ocre del desierto. La arena y las espinosas varas de ocotillos reemplazaron los sembradíos; la gobernadora y los gatuños crecieron por todos lados.
Entre esa maleza cabalgaba García Treviso la mañana del 21 de octubre de 2011, conduciendo vacas a un corral próximo. Iba arroyo arriba por uno de los brazos que él llama de Las Arcinas cuando, a eso de las ocho o nueve, frente a la Loma Alta, sintió de pronto un movimiento extraño en su caballo. Fue quizá que el animal alzó las orejas, dice, o que volteó de manera brusca a la derecha, haciéndole notar entre las piedras y la tierra la presencia de una osamenta casi entera. Arriba estaba el cráneo, relata, luego la espina dorsal y, abajo, “lo que es una pierna y la otra así, para un lado”. Su esposa Isabel lo esperaba metros adelante en una camioneta Ford blanca, junto al encierro, y hasta allá llegó él con la novedad y la decisión de que, al volver a casa, avisaría de inmediato a la presidencia. “Yo no podría ver restos humanos y no hacer nada”, dice en entrevista.
Praxedis G. Guerrero es el último municipio del Valle de Juárez, una franja de tierras de cultivo que se extiende paralela al sur del Bravo. Para ese 2011, esta frontera vivía el tercer año de Operación Conjunta Chihuahua, como el gobierno federal llamó al envío y despliegue de hasta 10 mil efectivos del Ejército Mexicano y policías federales que llegaron a patrullar y sobrevolar la región para “combatir al crimen organizado”. La violenta toma del territorio inició el 21 de enero de 2008, cuando al ataque de los jefes policiacos locales le siguió el despliegue de 500 efectivos de la guarnición local. En marzo siguiente llegaron dos mil 500 soldados más que patrullaron Juárez y todo El Valle en vehículos artillados, catearon cientos de viviendas, detuvieron a miles personas y golpearon a una cantidad no especificada de ellas. Un puesto militar habilitado en la entrada a El Porvenir, a unos seis kilómetros de donde García Treviso encontró los restos óseos, continúa ocupado a la fecha en una granja. Otros retenes se mantuvieron por años instalados en diferentes puntos de la carretera federal 2. El saldo en medio de tal presencia armada para 2011 era de casi 10 mil víctimas, casi todos hombres jóvenes asesinados a balazos mientras se encontraban desarmados, unos en la vía pública, otros en sus vehículos o aún en el interior de negocios o viviendas, en más del 90 por ciento sin mayor explicación sobre las autores o las causas.
Justo al siguiente año del inicio de la Operación militar, en 2009, empezó a ser notorio otro fenómeno criminal que, de no ser por las miles de hojas con las pesquisas pegadas en decenas de paredes y postes, las marchas y denuncias públicas de las familias, casi se pierde en medio del exterminio de la llamada guerra por Juárez: decenas de jovencitas, entre 15 y 21 años, estaban siendo reportadas como desaparecidas; la mayoría, en la zona Centro. El punto de riesgo era tan claro que se reducía a dos cuadras, entre la calle Francisco Javier Mina -donde varias víctimas, la mayoría residentes del poniente de la ciudad, debieron descender del transporte público- y las inmediaciones del mercado Reforma, una cuadra al norte de la primera y casi a un lado de la Catedral. La zona ha aparecido por más de 20 años en los reportes de desaparición de las mujeres que, a la postre, han sido encontradas asesinadas en Juárez desde al menos 1993. Entre 2008 y 2012, sin embargo, las cifras de desapariciones aumentaron drástica, marcadamente: hasta 86 casos en ese periodo; casi tres veces más que en las dos décadas anteriores.
Desde un inicio, las pistas encontradas por las familias y confirmadas por la Fiscalía General del Estado indicaron que, en ese primer cuadro de la ciudad, entre comerciantes, vecinos y ante la presencia de militares y policías de los tres niveles, operaba una red de trata de personas comandada por integrantes de la pandilla de los “Aztecas”. Esta organización, argumenta ahora la Fiscalía en un juicio, justo en los años de la Operación armada “enganchó” a decenas de víctimas y las mantuvo cautivas ofreciendo trabajo sexual en diferentes hoteles, bares y esquinas. Entre los clientes, declaró uno de los testigos protegidos, había jefes del narcotráfico que las pedían para trabajar en Juárez, en Chihuahua o incluso, dijo ante el tribunal en mayo pasado, en Estados Unidos. Otros servicios de la red de trata, agrega el testimonio, eran para elementos del Ejército Mexicano.
Hasta 2011, las pistas de las víctimas se perdían para las familias en el Centro Histórico de Juárez. Pero el reporte de García Treviso estableció un segundo rastro en el Arroyo del Navajo. Al analizar los restos que encontró el ejidatario, el trabajo de antropología forense de la Fiscalía estableció que un omóplato no correspondía con el primero, por lo que en los alrededores debía estar al menos otro cuerpo. Agentes de la Unidad de Personas Ausentes y de Servicios Periciales establecieron entonces un radio de cinco kilómetros para hacer rastreos y, apoyados por cientos de elementos ministeriales, entre el 26 de enero y el 7 de febrero siguientes, entre las laderas y las piedras encontraron esparcidos ropa, fragmentos óseos, y ocho cráneos. Se trataba, se estableció en cuestión de días, de los restos de al menos nueve mujeres. Otras doce han sido encontradas a la fecha; al menos once, se ha establecido con pruebas de ADN, están entre las jovencitas, varias menores, secuestradas en la zona Centro. Son María Guadalupe Pérez Montes, de 17 años, estudiante de quinto semestre de la preparatoria Guerreros y quien fue vista por última vez por su familia el 31 de enero de 2009, cuando salió a esta parte de la ciudad a comprar un par de tenis. También Lizbeth Avilés García, de 17 y con reporte de desaparición del 21 de abril del mismo año, cuando fue a buscar trabajo en el mercado Reforma; Perla Ivonne Aguirre González, de 15, también estudiante que desapareció en sus vacaciones de verano, el 20 de julio de 2009, cuando debía volver de un trabajo temporal que encontró vendiendo hamburguesas; Idaly Juache Laguna, de 19 años, aspirante a modelo y extraviada desde el 23 de febrero de 2010; Beatriz Alejandra Hernández Trejo, de 20, madre de dos bebés y desaparecida el 27 de abril siguiente; Jessica Leticia Peña García, de 15, estudiante de secundaria y desaparecida apenas poco más de un mes después, el 30 de mayo, cuando también fue a buscar trabajo a la zona Centro. También fueron identificadas Deisy Ramírez Muñoz, de 16 años, estudiante que buscaba empleo para ayudar a su familia y secuestrada el 22 de julio de 2010; Andrea Guerrero Venzor, de 15, estudiante de enfermería, embarazada y secuestrada entre el 16 y el 18 de agosto de ese año; Mónica Liliana Delgado Castillo, de 18 años, graduada de prepa y recién llegada a Juárez con su madre, que la vio por última vez el 18 de octubre de ese mismo año; Jazmín Salazar Ponce, de 17, con reporte del 27 diciembre, cuando también salió a buscar trabajo, y Jessica Terrazas Ortega, vista por su familia hasta el 20 de diciembre de ese 2010, cuando fue al Centro por el mismo motivo.
Con ellas, este lecho seco en el Valle se sumó a la siniestra lista de parajes que desde hace más de 20 años han sido utilizados por criminales para arrojar cadáveres de víctimas de feminicidio en esta frontera. Es el mapa en el que están también el Lote Bravo, Lomas de Poleo, el Cerro del Cristo Negro y el Campo Algodonero. Con al menos 21 víctimas a la fecha, sin embargo, el Arroyo del Navajo es, por mucho, el mayor cementerio clandestino de mujeres en toda la historia de Ciudad Juárez.
“¿MIRASTE A M’IJA?”
A Lupita Pérez los delfines le gustaban no sólo por bonitos, sino por curativos. Su madre, Susana Montes, recuerda haberle preguntado qué le fascinaba de esos animales acuáticos que a veces dibujaba y que conocía porque un día, de niña, le regalaron uno pequeño de cristal adornando un llavero. “Son buenos para cuando la gente está mala –le respondía ella, María Guadalupe, la segunda de sus cuatro hijas. Dan tranquilidad, lo ayudan a uno”.
A seis años de no verla, Susana decidió por eso en febrero pasado que sería un delfín el elemento que acompañaría el rostro de su hija, el cual reconstruiría con piezas de mosaico y a manera de terapia para soportar el duelo. La imagen de la fotografía que por años usó para los cientos de pesquisas con las que trató de localizarla sirvió entonces de patrón para un cuadro. Se trataba de que cada pieza fuera un recuerdo, dice en entrevista, que al unirlas pudiera sentir que la formaba otra vez, como cuando la tenía en el vientre; que le daba vida de nuevo. Aquí un cuadrito obscuro en su pelo, en recuerdo de las horas que pasaban juntas en el sofá de la casa; otro blanco en la media sonrisa con la que salió en la foto de su fiesta de quince años, otros más para las diferentes sombras y facciones de la cara. Cada pieza tenía que ser una memoria feliz, explica, las horas que jugaba con sus hermanas, la energía con la que llegaba corriendo de la escuela y le contaba cómo había cuestionado a sus maestros, su gusto por las clases de Historia, de Español; su pasión por las series de investigación policiaca, sus planes para estudiar criminología… Hacer el cuadro con su rostro fue finalmente curativo, como el delfín que le gustaba a Lupita. Fue una manera de proyectar, dice Susana, “cómo la quiero, cómo la amaba, cómo nos hace falta”.
Susana vive con su esposo y la más pequeña de sus hijas en la colonia Guadalajara Izquierda, en la parte poniente de Ciudad Juárez, entre las colinas de la sierra en cuyas piedras una iglesia pintó con cal un letrero gigantesco que dice “La Biblia es la Verdad, Léela”. Habitada con una de las primeras olas migratorias que llegó a trabajar en las maquilas, el poniente, como aquí se le conoce, es también una de las zonas más marginadas de esta frontera. Hay viviendas protegidas de las pendientes con llantas de desecho, los árboles son contados y sólo tienen pavimento algunas calles principales. La casa de Susana está en la calle Islas Cozumel, en un terreno familiar en el que su esposo, empleado de maquila, construyó otras cinco piezas.
En enero de 2009, Ciudad Juárez cumplía casi un año en “guerra”, o patrullada por miles de militares (cinco mil entonces), dos mil 600 policías federales y otro tanto de municipales y estatales que, armados, recorrían las calles de casi toda la ciudad y los alrededores. En este contexto, la violencia no sólo no disminuía, sino que aumentaba a diario. Más de mil 600 personas fueron asesinadas en 2008 y, para ese inicio de año, iban otras 150.
La profundidad de la barbarie, sin embargo, se fue sintiendo sólo poco a poco. Ese sábado 31 de enero de 2009, Lupita pasaba vacaciones de invierno y planeaba el regreso a sus clases de sexto semestre en la preparatoria Guerreros. Días antes había ido ya con su madre a comprar zapatos, pero aún le faltaba un par de tenis. Fue así que ese mediodía, poco antes de la una de la tarde y después de pensarla por horas, recuerda ahora su hermana mayor, Lupita se puso su chamarra negra, sus audífonos y avisó que iba al Centro a comprar lo que le hacía falta.
La zona Centro es un paso obligado para todos los habitantes del poniente que se trasladan en transporte público. De las pedregosas calles de colonias como la Guadalajara Izquierda, Adolfo López Mateos o Plutarco Elías Calles, los viejos camiones pintados de rosa de la Ruta 3B, la que debió tomar Lupita, cruzan de sur a norte la avenida División del Norte, toman el viaducto Gustavo Díaz Ordaz y, en unos 10 minutos, llegan al Centro a través de la calle Francisco Javier Mina. Ahí, los pasajeros se internan en cuadras de casas viejas y despintadas que, a la altura de la calle Otumba, empiezan a llenarse de negocios de todo tipo de productos, desde frutas y abarrotes hasta zapaterías, farmacias, tiendas de bolsas, ropa, lentes, teléfonos, discos pirata y demás fayuca. Miles se aglomeran por las banquetas; otros tantos, sobre todo hombres, están de pie ante sus puestos, las paradas de los camiones o ante la entrada de bares que también abundan, como el “Tangas”, el Nuevo Vaqueros o las casas de huéspedes Paris o El Refugio, donde por años se ha ejercido la prostitución.
Lupita fue vista por última vez en esta calle, a eso de las seis de la tarde de ese sábado de enero. Una hora antes, a eso de las cinco, cuando aquí obscurece en invierno, su madre ya se había preocupado y en algún momento empezó a buscarla por teléfono. Al recibir más de una vez el tono de ocupado, salió de inmediato a buscar a su hija y lo primero que hizo fue ir al Centro, a preguntar por una adolescente delgadita, de 1.45 metros de alto, morena clara y ojos grandes. Un ex compañero de trabajo en la tienda Modatelas, sobre la calle Mina, casi frente a Noche Triste y donde la menor había trabajado meses atrás, fue su única pista.
–¿Miraste a m’ija? –le preguntó Susana, todavía afuera de la tienda.
–Sí, la miré y traía una bolsa de zapatos. Le dije “espérate, Lupita”, pero no se paró. Dijo que quería llegar a su casa antes de que se hiciera tarde.
EL CENTRO, OTRA VEZ
Los medios locales detectaron desde los primeros meses que había un claro patrón geográfico en los casos de desaparición de adolescentes y mujeres que se estaban registrando de manera cada vez más frecuente desde 2008. Al reportar la pesquisa de Lupita, El Diario publicó que tan sólo en los primeros 30 días de ese 2009 había al menos 10 reportes vigentes de menores del sexo femenino en situaciones similares. La información del periódico Norte agregó que, además de la frecuencia, la zona Centro aparecía como territorio común en las desapariciones de alto riesgo, como se considera a los casos de menores extraviadas sin antecedentes de pasar tiempo fuera de casa. Ahí, en esa zona que la lógica de la disputa por el narcotráfico atribuye a la pandilla de Los Aztecas, se perdió también Brenda Berenice Castillo, de 17 años, apenas dos semanas antes que Lupita. Antes, el 22 de diciembre de 2008, también ahí había sido vista por última vez Brenda Lizeth Vera, de 16 años, cuando acudió también a buscar zapatos. Y, el día primero de ese mes, también ahí se había perdido Lidia Ramos Mancha, de 17. Antes, en octubre de 2008, ahí se había perdido también Cinthia Jocabeth Castañeda Alvarado, de 13 años, que había acudido a la Plaza Velarde a buscar cuadernos; también Brenda Ponce, de 16, además de otros casos que empezaron con el de Adriana Sarmiento, una estudiante de 15 años a quien una compañera de escuela vio por última vez el 18 de enero de 2008 en un camión de la ruta Juárez-Zaragoza que la debió dejar también en la calle Francisco Javier Mina.
Cuando se perdió Lupita, Susana se fue de esta calle a la estación municipal Delicias, ubicada a la misma zona, pero ahí le dijeron que debía esperar 48 horas para iniciar la búsqueda. Junto con su esposo volvió al Centro hasta que, ya en la madrugada del domingo, se fue a las oficinas de la Subprocuraduría estatal para poner la denuncia por desaparición. Los reportes de ese entonces agregan que las autoridades aplicaron el “protocolo alba”, por lo que la fotografía de Lupita se imprimió en decenas de pesquisas que unas 40 personas, entre policías y familiares, repartieron y pegaron en paredes y postes de la zona Centro, donde ya estaban las de otras jovencitas extraviadas en los meses anteriores.
El 15 de marzo siguiente, llegó un contingente de mil 500 militares adicionales, sumando la mayor cantidad de tropas enviadas hasta ese momento. Patrullaban intensamente el Centro y el poniente; un puesto militar se mantuvo por años vigilando el Puente Santa Fe y, en ese tiempo, el Gobierno federal controló incluso el Centro de Respuesta Inmediata, que recibía todas las denuncias. Pero los homicidios no sólo no disminuyeron, sino que se agudizaron en los siguientes meses y años. Lo mismo ocurrió con las desapariciones de mujeres.
Susana Montes no había dejado de buscar a Lupita cuando, el 21 de abril siguiente, interpuso su denuncia la familia de Lizbeth Avilés García, de 17 años, diciendo que la menor había salido de su casa con dirección al mercado Reforma. Luego se reportó a Perla Ivonne Aguirre González, a Beatriz Alejandra Hernández, a Jéssica Leticia Peña García, a Deisy Ramírez, a Andrea Guerrero Venzor, a Mónica Liliana Delgado, a Jazmín Salazar Ponce, a Jéssica Terrazas Ortega, a Perla Marisol Moreno, de 17; a María de la Luz Hernández, de 18, a Jéssica Ivone Padilla Cuéllar, de 16…
La búsqueda es más que difícil. La presencia de integrantes de la pandilla de Los Aztecas que aseguran las autoridades controlan el crimen en el Centro se disuelve entre los cientos, miles de hombres de todas las edades que transita por esas calles, algunos con tatuajes y cabello por lo general casi a rape, aspecto compartido con los integrantes de la organización.
Los comerciantes, varios con décadas en posesión de sus negocios, han sostenido por años no haber visto a las víctimas que aparecen en las fotos de las pesquisas. “Pasan por aquí y a veces piden trabajo y preguntan si hay vacantes, pero llegan preguntando y luego se siguen”, dijo en 2012 Carlos Soto, dueño de una joyería ubicada frente al mercado Reforma, y a cuyo negocio avisó a su familia que iría a pedir trabajo Perla Marisol Moreno.
Pero fue la investigación de Norma Laguna, madre de Idaly Juache, una de las primeras que ubicó este punto como el de mayor riesgo. “Como a la semana que ella fue desaparecida, un niño miró una pesquisa y nos preguntó que si ya la habíamos encontrado, que porque había visto cuando la habían subido a una camioneta a la fuerza”, narró Norma Laguna por años ante medios y autoridades. “Después investigué y fui a ver qué había pasado, con los vendedores, y una muchacha que vendía ropa, ella dijo lo mismo, que había visto cuando habían subido a esa muchacha, que quién sabe que habría hecho porque la habían subido a la fuerza, un hombre robusto y pelón, que eso fue como a las seis de la tarde. Nomás vieron cuando la subieron a la camioneta, que le decían que se subiera, pero como ella no quería, que la agarraron y aventaron para adentro, que se subieron y que había dos muchachos donde ella iba sentada, que traían radio. Entre el mercado Reforma y la Tres Hermanos, ahí estaba la camioneta”.