Elvira Liceaga habló con SinEmbargo sobre su novela Las vigilantes, una narración que parte de lo sencillo, pero que de fondo proyecta grandes temas sobre la condición humana.
Ciudad de México, 6 de mayo (SinEmbargo).– Julia vuelve a México y decide instalarse en la casa de su madre, Catalina, quien le pedirá que ayude a leer a Silvia, una joven embarazada que se encuentra en un hogar de monjas y que está lista para entregar a su bebé a otros padres. Entre estos tres personajes se establecerá una relación de sororidad y de vigilancia que es relatada por la escritora Elvira Liceaga en Las vigilantes (Lumen), una novela que se nutre de los recuerdos de muchas mujeres.
“Las primeras escrituras de esta novela eran bastante apegadas a mi historia, recuerdos de mi infancia, recuerdos con mi madre, recuerdos ajenos de mi madre con sus primas, con sus tías, sus abuelas. Ella pertenece a una generación muy numerosa de mujeres, mucho más numerosa que la nuestra, en donde a lo largo de años han tejido redes de complicidad, de cuidado, de protección, incluso a veces de salvación, en donde también hay mucha complejidad, mucha intimidad, mucha contradicción, mucha ambivalencia y mi mirada sobre estas otras relaciones ha sido muy importante en la novela”, compartió la autora en entrevista de SinEmbargo.
Liceaga expresó que este texto nació en un taller de escritura autobiográfica, pero a medida que el proyecto avanzó ella empezó a recurrir a la ficción hasta que de pronto se dio cuenta que tenía en el papel a Julia, a Catalina y a Silvia, tres mujeres que podían parecerse a las mujeres sobre las cuales había estado escribiendo, aunque en realidad, confiesa, eran diferentes y ella tenía que “aprender a escuchar sus deseos, sus necesidades, sus planes, sus orígenes, sus miedos, sus heridas, sus dolores, sus cicatrices, sus alegrías, sus tristezas, sus propias incoherencias, sus coherencias, y fue ahí donde me decidí a escribir una novela”.
Las vigilantes se configura así en un relato que se alimenta de una cotidianidad que desentraña los elementos más complejos del ser, tal como el lector lo descubrirá a partir de los duelos, pérdidas, heridas y alegrías de estas tres mujeres, que tienen que lidiar, además, con las marcas de la violencia machista que laceran sus memorias y cuerpos.
En ese sentido, Elvira Liceaga aclara que más que abordar un tema en concreto, al escribir lo que ella se propuso fue provocar al lector y tocar ciertas fibras a partir de una escritura profunda e íntima como lo muestra en el desarrollo de cada uno de los personajes.
“Mi objetivo más que tratar temas era provocar emociones, provocar reflexiones, provocar ternura, provocar autocuestionamiento, cuestionamiento de la mirada que tenemos sobre la vida, pero todo a través de la sensibilidad, no a través de la teoría”, expuso.
De esta forma desarrolló a Catalina, una terapeuta jubilada que ha vivido una maternidad muy difícil, muy dolorosa, con un duelo de hija muy lacerante con el que pudo hacer las paces solo llevando la tristeza con ella a todos lados; a Julia, una hija que vive un duelo de hermana y quien “de manera errática y torpe” busca sustituir ese amor que perdió en la infancia, y desde luego, Silvia, una joven embarazada que no quiere criar a su bebé.
“Me interesaba la experiencia de la madre, de la no madre, de la hija, de la hija que perdió una hermana, la madre que perdió una hermana, de la joven que no quiere ser madre, y me interesa sobre todo cómo entre ellas hay mucha sororidad, pero también se cruzan límites, y algo que también me interesaba mucho en la experiencia de estas mujeres era cómo se escuchaban las unas a las otras, me acuerdo cómo escuchaba no sólo lo que la otra tuviera que decir sino también lo que el cuerpo de la otra tenía que decir, cómo dialogaban esos gestos, eso que no está atravesado por el lenguaje”, compartió.
—¿Son experiencias que se alimentan de la cotidianidad?
—Claro. Sí son experiencia que se alimentan de mi mirada, de la mirada de mi madre, la mirada de mis amigas. A mí me interesaba muchísimo la intimidad, me interesa mucho la intimidad en general, me interesaba, o sea, para construir estas relaciones yo también me fui fijando en cómo viven las otras personas, leí muchos testimonios, entrevisté a mujeres, conversé con muchas mujeres y no solo me fijaba en qué tenían que decir y en qué argumentos o qué explicaciones daban a sus experiencias sino también en cómo se movían, cómo se hacían el pelo detrás de la oreja, cómo se cruzaban de brazos, cómo se abrían gestualmente y eso está en la novela. Es una novela de lo cotidiano, de lo chiquito, para mí la literatura es muy valiosa en eso, en las imágenes que puedes ver en cómo te cuentan a una mujer y dices “la estoy viendo”.
—Pareciera una narración, dices de lo sencillo, de lo simple, pero de fondo lo que proyectas son los grandes temas, que es lo que hablabas en un principio…
—Pienso en muchas escritoras y escritores que describen las cotidianidades, y es en esos pequeños gestos de lo que aparentemente no tiene relevancia, donde se asoman las profundidades y se revela realmente quiénes somos.
Estas tres mujeres están en un quiebre de su cotidianidad, ninguna de ellas está en el momento más normal de su vida y a mí me interesaban quiénes eran ellas en ese momento de ruptura y cómo se viven las rupturas en lo menor, y cómo en lo menor en ese día a día no sólo se revela quiénes son, y cómo lo menor en estas pequeñas vivencias o experiencias de lo más ordinario se revelan en la profundidad de quienes son”.
—¿Por qué Las Vigilantes?
—Hay un momento, hay una escena en la que Julia está reflexionando sobre lo que solemos pensar que se vigila para castigar, pero también a veces se vigila con amor para cuidar, a veces cuando vigilas a un bebé tienes que vigilar que no se accidente, cuando Julia vigila a su madre porque su madre vuelve a caer en la tristeza, vigila que vuelva a comer. Entonces me interesa como en la experiencia, lejos de la teoría, el cuidado y la vigilancia se funden.
—Es una vigilancia a partir de un acto de amor…
—Exacto, totalmente…