Susan Crowley
06/01/2024 - 12:04 am
Goya: El infinito no tiene bordes
No existe una explicación, ni narrativa, ni estética para comprender el abismo en el que se sumergió. ¿Locura por envenenamiento del plomo? En los muros pinta como desahogo.
Más de tres millones de personas visitaron durante 2023 el Museo del Prado. Un promedio de ocho mil personas diarias. ¿Qué lo hace tan atractivo? ¿su nombre y tradición? ¿la exhibición de obras célebres justifica horas de filas? Y, una vez adentro, ¿debemos recorrer todo el museo hasta quedar sin aliento? O tal vez haya que estudiarlo antes y solo visitar las obras que nos atrapen, que nos intriguen y que exciten nuestro músculo de la imaginación. Según los gustos de cada quién, desde luego, pero sin olvidar que algunos tesoros tienen el valor suficiente para justificar unas horas dentro del emblemático edificio. Aunque como diría André Malraux, el verdadero museo está en la imaginación. Las siguientes líneas te proponen una visita desde la comodidad de tu hogar.
Las pinturas negras, como se les ha conocido siempre, más bien deberían llamarse oscuras. Del artista Francisco Goya (1746-1848), son una de las razones para visitar el Museo del Prado. Uno de los pintores más importantes de la historia, vivió ochenta y dos años (para la época, un verdadero longevo) y le tocaron muchos de los cambios más significativos de la historia de España: el reinado de tres Borbones; las reformas, un estira y afloja entre la monarquía absolutista y los cambios exigidos por el pueblo y la invasión napoleónica.
Durante gran parte de su vida fue pintor por encargo. Si hubiera quedado en esa categoría, sería recordado como el artista de los calendarios y souvenirs del Museo del Prado. La calidad indiscutible de su obra complacía a una sociedad atrapada entre las tradiciones locales y la moda napoleónica. Ansiosos de mostrar su estilo y sofisticación, delante de los artistas franceses, defendían un costumbrismo a veces forzado. La España profunda, flamenca, de toros y de gitanos que, vista desde Europa, era considerada una tierra exótica. Más tarde, y gracias a Goya, así la vería Manet en sus retratos y la cantaría Bizet en su provocadora Carmen.
El recorrido de las obras de esa primera época nos abre ventanas a la sensualidad. Especialmente en sus Majas, la vestida y la desnuda. Una provocación a la moral de su tiempo, un acto de agudeza del artista que juega con el espectador y que invita a pensar en la potencial desnudez de todas esas mujeres cubiertas con ropajes bellísimos.
Un hito en su trayectoria fue convertirse en el pintor de cámara de los reyes; Goya el pintor cortesano. En el retrato de Carlos IV y su familia, el sagaz artista encara lo que hoy sería “políticamente incorrecto”. Los miembros dejan ver ciertos rasgos de cretinismo que irán en aumento conforme primos hermanos y sobrinos, se casen entre sí. La consanguineidad lanza señales de alarma en los rostros de sus modelos, la historia se encargará de confirmar lo que Goya sabe ver con antelación.
Goya no oculta, no idealiza. Habla francamente al espectador y, como lo hiciera Velázquez en Las Meninas, se autorretrata al fondo del cuadro. Parece decirnos: soy parte de esta aristocracia, ellos están aquí por herencia, yo por derecho propio. Los retratos de personajes de la alta sociedad le llevaron a ser el pintor por encargo más famoso de la época. Las imágenes de hombres y mujeres que llenan salas y que nos miran de frente, en poses solemnes, en entornos que garantizan su poder económico e influencia social, todo pasajero, todo temporal, fueron inmortalizados por el artista. Goya podía acabar sus días retratando a esos ricos que, gracias a él, se convertirían en obras de arte. Todos querían un retrato pintado por él. Pero Goya quería más.
Su vida y obra pueden definirse como arte a contracorriente. Crítico velado, revolucionario de corazón. Para el fusilamiento del 3 de mayo, ese pasaje de la historia que pone los pelos de punta por su crudeza, el aragonés monta una escena que puede ser para una película o como para encabezar las primeras planas de cualquier periódico de la actualidad. La muerte es la misma. Un rostro que nació para ser gesto de dolor, que no puede ser otra cosa, que nos recuerda el salvajismo de la lucha entre seres humanos. Nos salpica el dolor como nos salpica la desesperanza de las imágenes de Ucrania y de Gaza. El fusilamiento rebasa un hecho momentáneo y lo convierte en icono universal. Se trata de víctimas de último momento: prisioneros españoles masacrados por soldados franceses, antes de que estos emprendan la huida tras su derrota. Me atrevo a decir que no existe otra obra que sintetice los horrores de la guerra como esta y vaya que es un tema recurrente. Goya había dado un paso adelante, muy adelante a los retratos históricos.
Con la prosperidad económica que le ofrece ser el pintor de moda, a los 73 años adquiere una casa de campo a las afueras de Madrid en la que puede retirarse, cultivar un huerto y practicar la caza. Ahí se interna, se fuga de la vida mundana. Y es ahí donde expresa su otro lado, el del supersticioso, el melancólico y misterioso. Es el otro Goya. El que entra en un periodo decadente en el que profundiza sus infiernos y se deja carcomer por la rabia contra la historia. Es en este espacio en el que se permite volcar sus odios, su angustia metafísica.
No existe una explicación, ni narrativa, ni estética para comprender el abismo en el que se sumergió. ¿Locura por envenenamiento del plomo? En los muros pinta como desahogo, lo hace de una forma cruda, directo sobre la pared, sin ninguna preparación técnica; no son obras para ser apreciadas, son su diario íntimo, su “yo confieso”. Es el inconsciente que atisba y se muestra en rostros que en realidad son máscaras terroríficas, gritos ahogados, locura y como se ha nombrado a una de ellas, aquelarres. Solo comparables a sus caprichos que merecerían otro texto.
Saturno devorando a sus hijos, una imagen que en nada se relaciona con los bodegones de flores y frutos acostumbrados por los ricos, custodiaba la mesa del comedor, un padre monstruoso que está deglutiendo a uno de sus hijos. ¿Qué había en la cabeza del artista? Duelo a garrotazos es la pintura de las emociones, de lo primitivo y salvaje que puede ser España y el mundo.
Perro semihundido o simplemente El perro. En un plano de color, aparentemente vacío, nos ofrece una salida posible: oriente en un alma tan española como la de Goya. El vacío no es más que un concepto, no existe, está lleno, en este caso de pintura. Abre, como ninguna otra, las puertas a distintas interpretaciones; cada uno encontrará algo de sí: angustia o consuelo; ansiedad o calma. Sin duda un avance para lo que vendrá muchos años después: ahí están Turner y sus paisajes abstractos, Rothko y su obsesión por la materia. Los amplios campos de color forman una cuesta arriba: el perro Sísifo que, exhausto, ve la colina que ha de subir eternamente. El infinito no tiene bordes. El perro transita en ese no tiempo al que todos hemos de llegar.
Las pinturas negras fueron plasmadas entre 1820 y 1823. Rápidamente abandonadas. Goya había sufrido dos enfermedades, una a los cuarenta cuya consecuencia es la sordera total y la otra tifus, de la cual parecía no sobrevivir pero que dejó consecuencias. Por su diezmada salud y a manera de exilio político, decide marcharse a Burdeos; quizá por la decepción de no ver a una España liberada de sus propios lastres. En la finca quedaron las pinturas plasmadas en los muros. La casa fue derrumbada, pero antes, su último dueño pidió que fueran extraídas. Recuperadas mediante la técnica conocida como strappo (un lienzo impregnado de laca es cuidadosamente colocado sobre la imagen, como si fuera una calcomanía, se desprende de la pared). Las catorce pinturas se trataron de vender sin éxito; demasiado avanzadas para la época. Donadas al museo del Prado, no fueron expuestas hasta 1900 por el temor al rechazo del público.
Imágenes inverosímiles de noches de Walpurgis, de desafíos a Dios y de ritos macabros, de hechicería y de cantos satánicos, fueron recuperadas de pésimas restauraciones y colocadas en forma circular, con una baja iluminación que aporta el dramatismo necesario para apreciar aún más sus claroscuros. Literalmente nos envuelven en su misterio. Apartadas de los pasillos llenos de visitantes confusos que buscan llegar a las obras maestras promovidas: Velázquez, Bosco, El Greco, el mismo Goya cuyo legado es inabarcable en una sola visita, la sala redonda ofrece un ambiente íntimo que solo se ve alterado por la cantidad de visitantes.
Como si se tratara de viejos amigos, cada vez que las visitamos las obras de arte nos abren a nuevas conversaciones. Incluso si la experiencia, como en este caso, resulta inquietante y perturbadora. Justamente como en ocasiones sucede con los viejos amigos. @Suscrowley
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