Galardonada con el Premio Pulitzer 2017 y con el National Book Award, El ferrocarril subterráneo ha sido el acontecimiento literario del año en Estados Unidos. Colson Whitehead es uno de los pocos escritores que ha conseguido ambos premios por el mismo libro. Con El ferrocarril subterráneo entra a formar parte del grupo de grandes nombres como Faulkner, Proulx, Updike y A. Walker.
Ciudad de México, 6 de enero (SinEmbargo).- Una renovada visión de la esclavitud donde se mezclan leyenda y realidad y que oculta una historia universal: la de la lucha por escapar al propio destino
Cora es una joven esclava de una plantación de algodón en Georgia. Abandonada por su madre, vive sometida a la crueldad de sus amos. Cuando César, un joven de Virginia, le habla del ferrocarril subterráneo, ambos deciden iniciar una arriesgada huida hacia el Norte para conseguir la libertad.
El ferrocarril subterráneo convierte en realidad una fábula de la época e imagina una verdadera red de estaciones clandestinas unidas por raíles subterráneos que cruzan el país. En su huida, Cora recorrerá los diferentes estados, y en cada parada se encontrará un mundo completamente diferente, mientras acumula decepciones en el transcurso de una bajada a los infiernos de la condición humana… Aun así, también habrá destellos de humanidad que le harán mantener la esperanza.
Whitehead nos brinda una historia universal, onírica y a la vez brutalmente realista, sobre la libertad y las ilusiones truncadas, que nos habla de la fuerza sobrehumana que emerge ante la determinación de cambiar el propio destino.
Fragmento de El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead, con autorización de Literatura Random House
La primera vez que Caesar le propuso a Cora huir al norte, ella se negó.
Fue su abuela la que habló. La abuela de Cora no había visto el océano hasta aquella tarde luminosa en el puerto de Ouidah y el agua la deslumbró después del encierro en las mazmorras del fuerte. Los almacenaban en las mazmorras hasta que llegaban los barcos. Asaltantes dahomeyanos raptaron primero a los hombres y luego, con la siguiente luna, regresaron a la aldea de la abuela a por las mujeres y los niños y los condujeron encadenados por parejas hasta el mar. Al mirar el vano negro de la puerta, Ajarry pensó que allá abajo, en la oscuridad, se reuniría con su padre. Los supervivientes de la aldea le contaron que, cuando su padre no había podido aguantar el ritmo de la larga marcha, los negreros le habían reventado la cabeza y habían abandonado el cadáver junto al camino. La madre de Ajarry había muerto años atrás.
A la abuela de Cora la vendieron varias veces en ruta hacia el puerto, los negreros la cambiaron por conchas de cauri y cuentas de vidrio. Costaba decir cuánto habían pagado por ella en Ouidah porque fue una compra al por mayor, ochenta y ocho almas por sesenta cajones de ron y pólvora, a un precio que se fijó tras el regateo de rigor en inglés costeño. Los hombres sanos y las embarazadas valían más que los menores, lo que dificultaba los cálculos individuales.
El Nanny había zarpado de Liverpool y había hecho dos escalas previas en la Costa de Oro. El capitán alternaba las adquisiciones para no acabar con un cargamento de un único temperamento y cultura. A saber qué tipo de motín podrían tramar los cautivos de compartir un idioma común. Ouidah era la última parada antes de cruzar el Atlántico. Dos marineros de pelo amarillo acercaron a Ajarry al barco en bote, tarareando. Tenían la piel blanca como los huesos.
El aire tóxico de la bodega, la penumbra del confinamiento y los gritos de los demás encadenados la enloquecieron. Dada su tierna edad, sus captores no satisficieron inmediatamente sus impulsos con ella, pero al final, a las seis semanas de travesía, algunos de los oficiales más veteranos terminaron sacándola a rastras de la bodega. Ajarry intentó suicidarse dos veces durante el viaje a América, una privándose de comer y la otra ahogándose. Los marineros, versados en las maquinaciones e inclinaciones de sus esclavos,frustraron ambos intentos. Ajarry ni siquiera alcanzó la borda cuando trató de saltar al mar. Su pose bobalicona y su aspecto lastimero, vistos enmiles de esclavos antes que ella, delataron sus intenciones. La encadenaron de los pies a la cabeza, de la cabeza a los pies, multiplicando así el tormento.
Aunque habían intentado que no los separasen en la subasta de Ouidah, el resto de su familia lo compraron los tratantes portugueses del Vivilia, que sería avistado a la deriva cuatro meses después a diez millas de Bermuda. La peste se había cobrado las vidas de todos. Las autoridades incendiaron el barco y lo vieron arder y hundirse. La abuela de Cora ignoraba el destino de la nave. Durante el resto de su vida imaginó que sus primos trabajaban en el norte para amos amables y generosos, ocupados en tareas más indulgentes que la suya, tejiendo o hilando, sin salir a los campos. En los cuentos de Ajarry, Isay, Sidoo y los demás conseguían comprar la libertad y vivir como hombres y mujeres libres en la ciudad de Pennsylvania, un lugar sobre el que una vez había oído hablar a dos blancos. Estas fantasías la consolaban cuando el peso que soportaba amenazaba con romperla en mil pedazos.
La siguiente vez que vendieron a la abuela de Cora fue tras el mes en el lazareto de la isla de Sullivan, en cuanto los médicos certificaron que tanto ella como el resto del cargamento del Nanny no eran contagiosos. Otro día ajetreado en el mercado. Una gran subasta siempre atraía a una multitud variopinta. Comerciantes y proxenetas de toda la costa convergían en Charleston, inspeccionando los ojos, articulaciones y espaldas de la mercancía, recelosos de moquillos venéreos y demás dolencias. Los espectadores comían ostras frescas y maíz caliente y los subastadores voceaban. Los esclavos permanecían desnudos en la plataforma. Estalló una puja muy reñida por un grupo de sementales asantes, esos africanos de renombrada musculatura y laboriosidad, y el capataz de una cantera de piedra caliza compró un puñado de negritos por una ganga. La abuela de Cora vio a un niño entre el público mascando embobado una barra de caramelo y se preguntó qué sería lo que se llevaba a la boca.
Justo antes de anochecer un agente la compró por doscientos veintiséis dólares. Habría costado más de no haber sido por la abundancia de chicas esa temporada. El traje del agente era del tejido más blanco que Ajarry había visto. En sus dedos destellaban anillos con piedras de colores. Cuando le pinzó los pechos para comprobar su estado, Ajarry notó el frío del metal. La marcaron, no por primera ni última vez, y la encadenaron al resto de las adquisiciones de la jornada. La hilera inició la larga marcha al sur esa misma noche, tamba- leándose detrás de la calesa del comerciante. Para entonces el Nanny navegaba de vuelta a Liverpool, cargado de azúcar y tabaco. Se oían menos gritos bajo cubierta.
Se diría que la abuela de Cora estaba maldita, de tantas veces como la vendieron e intercambiaron y revendieron en los años siguientes. Sus propietarios se arruinaban con una frecuencia pasmosa. A su primer amo lo estafó un hombre que vendía un artilugio que limpiaba el algodón el doble de rápido que la desmotadora Whitney. Los planos eran convincentes, pero Ajarry terminó liquidada junto con el resto de los bienes por orden del juez. Alcanzó doscientos dieciocho dólares en un apresurado canje, un descenso del precio ocasionado por las circunstancias del mercado local. Otro propietario falleció de hidropesía, tras lo cual la viuda vendió las propiedades para costearse el regreso a su Europa natal, más limpia. Ajarry pasó tres meses como propiedad de un galés que al final la perdió, junto a otros tres esclavos y dos cerdos, en una partida de whist. Y así sucesivamente.
Su precio fluctuó. Cuando te venden tantas veces, el mundo está enseñándote a prestar atención. Ajarry aprendió a adaptarse rápidamente a las nuevas plantaciones, a distinguir a los matanegros de los meramente crueles, a los haraganes de los trabajadores, a los chivatos de los discretos. A amos y amas por sus grados de maldad y diversos estados de ambición y recursos. En ocasiones los hacendados solo querían ganarse la vida modestamente, y luego había hombres y mujeres que querían dominar el mundo, como si fuera cuestión de poseer la cantidad de acres apropiada. Doscientos cuarenta y ocho, doscientos sesenta, doscientos setenta dólares. Dondequiera que fuera había azúcar e índigo, salvo la semana que pasó doblando hojas de tabaco antes de que volvieran a venderla. El tratante llegó a la plantación de tabaco en busca de esclavos en edad de procrear, preferiblemente con la dentadura com- pleta y actitud maleable. Ajarry ya era mujer. La vendieron. Sabía que los científicos del hombre blanco indagaban bajo la superficie de las cosas para comprender cómo funcionaban. El movimiento de las estrellas por la noche, la cooperación de humores en la sangre. La temperatura adecuada para una buena cosecha de algodón. Ajarry convirtió en ciencia su cuerpo negro y acumuló observaciones. Cada cosa tenía un valor y dado que el valor variaba, todo lo demás también. Una calabaza rota valía menos que una que retuviera el agua, un anzuelo que sujetara al siluro se valoraba más que uno que dejara escapar a su presa. En América lo raro era que las personas eran cosas. Mejor cortar por lo sano con un viejo que no sobrevivirá a la travesía oceánica. Un joven de un linaje tribal fuerte volvía locos a los compradores. Una esclava paridora era un filón, dinero que alumbraba dinero. Si eras una cosa –un carro o un caballo o un esclavo– tu valor determinaba tus posibilidades. Ajarry sabía cuál era su lugar.
Por fin, Georgia. Un representante de la plantación Randall la compró por doscientos noventa y dos dólares pese a que una nueva expresión de perplejidad la hacía parecer corta de luces. En lo que le restaba de vida jamás volvió a poner un pie fuera de la tierra de los Randall. Estaba en casa, en una isla sin nada a la vista.
La abuela de Cora tomó marido tres veces. Sentía predilección por las espaldas anchas y las manos grandes, como el Viejo Randall, aunque el amo y su esclava tenían distintas finalidades en mente. Las dos plantaciones estaban bien surtidas, noventa cabezas de negros en la mitad norte y ochenta y cinco en la sureña. Por lo general Ajarry elegía a su gusto. Cuando no, se armaba de paciencia.
Su primer marido se aficionó al whisky y empezó a emplear sus grandes manos como puños. A Ajarry no le entristeció verlo perderse por el camino cuando lo vendieron a una plantación de caña de azúcar de Florida. A continuación, se juntó con uno de los dulces chicos de la mitad sureña de la plantación. Antes de morir de cólera, a su marido le gustaba contar historias de la Biblia; su antiguo amo tenía una mentalidad más abierta en lo tocante a esclavos y religión. Ajarry disfrutaba de las historias y parábolas y suponía que a los blancos no les faltaba razón: hablar de salvación podía darles ideas a los africanos. Pobres hijos de Cam. A su último marido le perforaron las orejas por robar miel. Las heridas no dejaron de supurarle hasta que falleció.
Ajarry dio a luz cinco niños de esos hombres, todos paridos en los mismos tablones de la cabaña, adonde señalaba cuando los pequeños erraban la conducta. De ahí habéis salido y ahí volveréis si no atendéis. Si les enseñaba a obedecerla, tal vez obedecieran a todos los amos por venir y sobrevivieran. Dos murieron dolorosamente de fiebres. Un chico se cortó el pie jugando con un arado oxidado, que le emponzoñó la sangre. El benjamín no volvió a despertarse después de que un capataz lo golpeara en la cabeza con un madero. Uno detrás del otro. Al menos nunca los vendieron, le dijo una vieja a Ajarry. Lo cual era cierto: por entonces Randall rara vez vendía a los pequeños. Sabías dónde y cómo morirían tushijos. El que vivió más de diez años fue la madre de Cora, Mabel.
Ajarry murió entre el algodón, las cápsulas cabeceaban a su alrededor como las olas en un océano embravecido. La última de su aldea, cayó de rodillas en los surcos por un nódulo en el cerebro mientras le manaba sangre de la nariz y una espuma blanca le cubría los labios. Como si pudiera haber muerto en otra parte. La libertad estaba reservada para otros, para los ciudadanos de la ciudad de Pennsylvania que trajinaban miles de millas más al norte. Desde la noche que la raptaron la habían valorado una y otra vez, cada día se despertaba en el platillo de una nueva balanza. Si sabes lo que vales conoces tu lugar en el orden de las cosas. Escapar de los límites de la plantación suponía escapar de los principios fundamentales de tu existencia: era imposible.
Había sido su abuela quien había hablado por boca de Cora aquella noche de domingo cuando Caesar le propuso coger el ferrocarril subterráneo y ella se negó.
Tres semanas después aceptó.
Esta vez habló su madre.
GEORGIA
RECOMPENSA DE TREINTA DÓLARES
Fugada del que suscribe, residente en Salisbury, el 5 del
presente, muchacha negra que responde al nombre de
LIZZIE. Se la supone en los alrededores de la plantación
de la señora Steel. Abonaré la recompensa citada a la
entrega de la muchacha o a cambio de información de su
paradero en cualquier Presidio del estado. Se advierte a
cualquiera que la esconda que será castigado de acuerdo
con la ley. W. M. DIXON 18 de julio de 1820
El cumpleaños de Jockey solo era una o dos veces al año. Intentaban celebrarlo como es debido. Siempre caía en domingo, su mediodía libre. A las tres en punto los jefes señalaban el final del trabajo y la plantación norteña corría a prepararse, se afanaba en sus quehaceres. Coser, recoger musgo,arreglar la gotera del tejado. La fiesta tenía prioridad, a menos que alguien hubiera conseguido permiso para ir al pueblo a vender artesanía o lo hubieran contratado fuera. Incluso aunque prefirieras renunciar al sueldo extra –y nadie lo prefería– no existía el esclavo lo bastante insolente para decirle a un blanco que no podía trabajar porque era el cumpleaños de otro esclavo. Todo el mundo sabía que los negros no tenían cumpleaños.
Cora se sentó al borde de su parcela en su tronco de arce azucarero y se limpió la suciedad de debajo de las uñas. Cuando podía, aportaba nabos y verduras al festín de cumpleaños, pero ese día no tenía nada. Alguien gritó al fondo del sendero, probablemente uno de los chicos nuevos, cuya voluntad aún no había sido quebrantada completamente por Connelly, y los gritos degeneraron en disputa. Las voces sonaban más malhumoradas que enfadadas, pero fuertes. Iba a ser un cumpleaños memorable si la gente ya estaba tan irritada.
–¿Si pudieras elegir tu cumpleaños, qué día sería? –preguntó Lovey.
Cora no veía la cara de Lovey porque su amiga estaba a contraluz, pero conocía su expresión. Lovey no se andaba con complicaciones y esa noche tocaba celebración. Disfrutaba de esas escasas evasiones, ya fuera el cumpleaños de Jockey, Navidad o una de las noches de cosecha cuando todo el que tuviera un par de manos seguía recolectando y los Randall mandaban a los jefes repartir whisky de maíz para tenerlos contentos. Era trabajo, pero la luna lo hacía llevadero. Lovey era la primera en pedirle al violinista que tocara y la primera en arrancarse a bailar. Solía arrastrar a Cora de los márgenes, ajena a las protestas de su amiga. Como si fueran a girar cogidas del brazo y Lovey fuera a cruzar la mirada con algún chico en cada vuelta con Cora siguiéndole el paso. Pero Cora nunca bailaba con ella, retiraba el brazo. Observaba.
–Ya sabes cuándo nací –dijo Cora.
Nació en invierno. Su madre, Mabel, se había quejado a menudo de la dificultad del parto, una mañana de escarcha inusitada, con el viento aullando entre las juntas de la cabaña. Cómo había sangrado durante días y Connelly no se había molestado en avisar al médico hasta que ya parecía un fantasma. De vez en cuando la mente de Cora la engañaba y convertía el relato materno en uno de sus propios recuerdos, insertando las caras de los fantasmas, de todos los esclavos muertos, que la miraban con amor e indulgencia. Incluso gente que odiaba, que le había pegado o le había robado comida cuando su madre se marchó.
–Si pudieras elegir –insistió Lovey.
–No se puede –repuso Cora–. Deciden por ti.
–Más vale que mejores ese humor –dijo Lovey.
Y se marchó.
Cora se masajeó las pantorrillas, agradecida de descansar los pies. Fiesta o no fiesta, allí era donde acababa Cora todos los domingos una vez concluida su media jornada: aposentada en su asiento, buscando cosas que arreglar. Se debía a sí misma unas horas cada semana, así lo veía ella, para arrancar hierbajos, matar orugas, entresacar las hojas de las verduras y fulminar con la mirada a cualquiera que planeara una incursión en su territorio. Cuidar del huerto era necesario, pero también un mensaje de que no había perdido su determinación desde el día del hacha.
La tierra a sus pies tenía historia, la historia más vieja que Cora conocía. Cuando Ajarry empezó a plantar allí, al poco de la larga marcha hasta la plantación, la parcela era un montón de tierra y maleza detrás de su cabaña, al final de la hilera de viviendas para esclavos. Más allá, empezaban los campos y, después, el pantano. Entonces, una noche Randall soñó con un mar blanco que se extendía hasta donde alcanzaba la vista y cambió el cultivo de índigo, más seguro, por el de algodón Sea Island. Hizo nuevos contactos en Nueva Orleans, estrechó la mano de especuladores respaldados por el Banco de Inglaterra. El dinero entraba como nunca. Europa ansiaba algodón y había que alimentarla, bala a bala. Un día los hom- bres despejaron los árboles y al volver de los campos se pusieron a cortar madera para una nueva hilera de chozas.
Ahora, contemplándolas mientras la gente entraba y salía de ellas, preparándose, a Cora le costaba imaginar un tiempo en que las catorce cabañas no existían. Pese al desgaste, a los quejidos de las profundidades de la madera a cada paso, las cabañas poseían la cualidad de eternidad de las colinas del oeste, del arroyo que partía en dos la propiedad. Irradiaban permanencia y a su vez inspiraban sentimientos atemporales en quienes vivían y morían en ellas: envidia y rencor. Si hubieran dejado más espacio entre las cabañas viejas y las nuevas se habrían ahorrado muchos sufrimientos a lo largo de los años.
Los blancos discutían ante jueces reclamando una u otra extensión a cientos de millas de distancia que alguien había delimitado en un mapa. Los esclavos se peleaban con idéntico fervor por sus minúsculas parcelas. La franja entre cabañas servía para atar a una cabra, construir un gallinero, cultivar alimentos con los que llenar el estómago además del puré que repartían en la cocina cada mañana. Si llegabas de los primeros. Cuando Randall, y luego sus hijos, pensaban venderte, el contrato no tenía tiempo de secarse antes de que alguien se hubiera apropiado de tu parcela. Verte en ella en la tranquilidad del atardecer, sonriendo o tarareando, podía despertar en tu vecino la idea de coaccionarte para que renunciaras a la parcela recurriendo a métodos intimidatorios y provocaciones diversas. ¿A quién ibas a apelar? Allí no había jueces.
–Pero mi madre no les dejaba tocar su campo –le contó Mabel a su hija. “Campo” lo decía en broma, puesto que no llegaba a tres metros cuadrados–. Los amenazaba con clavarles un martillazo en la cabeza si lo miraban.
La imagen de su abuela atacando a otro esclavo no cuadraba con sus recuerdos de la mujer, pero en cuanto Cora empezó a ocuparse del terreno comprendió la veracidad del retrato. Ajarry vigilaba su huerto mientras iban sucediéndose las transformaciones derivadas de la prosperidad. Los Randall compraron al norte la finca de los Spencer cuando estos decidieron probar suerte en el oeste. Compraron la siguiente plantación al sur y cambiaron el cultivo de arroz por el de algodón, además de añadir dos cabañas más a cada hilera, pero la parcela de Ajarry siguió en medio de todo, inamovible, como un tocón enraizado demasiado hondo. A la muerte de Ajarry, Mabel asumió los cuidados de los boniatos o el quingombó, lo que más le apeteciera. El lío comenzó cuando la sucedió Cora.
Cuando Mabel desapareció, Cora se quedó sola. Tendría unos diez, once años más o menos; ya no quedaba nadie para confirmarlo. El impacto transformó el mundo en impresiones grises. El primer color que Cora recuperó fue el rojo amarronado de la tierra de la parcela familiar. Volvió a despertarla a la gente y las cosas, y Cora decidió aferrarse a su terruño, incluso a pesar de lo joven y menuda que era y de que nadie cuidaba ya de ella. Mabel era demasiado callada y terca para ser popular, pero la gente respetaba a Ajarry. Su sombra las había protegido. A la mayor parte de los esclavos originales de Randall los habían enterrado o vendido, en cualquier caso, no estaban. ¿Quedaba alguien leal a su abuela? Cora hizo una exploración de la aldea: ni uno. Estaban todos muertos.
Luchó por la tierra. Estaban las plagas menores, los niños demasiado pequeños para trabajar de verdad. Cora espantaba a
los críos que pisoteaban sus brotes y les gritaba por arrancar los boniatos germinados empleando el mismo tono que utilizaba en las fiestas de Jockey para convocarlos a carreras y juegos. Los trataba con buenos modos.
Pero aparecieron pretendientes por los flancos. Ava. La madre de Cora y Ava habían crecido en la plantación en la misma época. Receptoras de la misma hospitalidad Randall, donde los engaños eran tan rutinarios y familiares como un tipo de viento y tan imaginativos por su monstruosidad que la mente se negaba a asumirlos. En ocasiones una experiencia así une a las personas; con la misma frecuencia la vergüenza por la indefensión de alguien convierte a los testigos en enemigos. Ava y Mabel no se llevaban bien.
Ava era nervuda y fuerte, con las manos veloces como una víbora. Velocidad que era buena para recolectar y abofetear a sus pequeños por vagancia o cualquier otro pecado. Quería a sus gallinas más que a sus hijos y codiciaba la tierra de Cora para ampliar el gallinero. “Qué desperdicio –decía Ava, chasqueando la lengua–. Todo eso solo para ella.” Por la noche
Ava y Cora dormían una al lado de la otra en el desván y, aunque se hacinaban con otras ocho personas, Cora detectaba cada frustración de Ava transmitida por la madera. La respiración de aquella mujer estaba cargada de rabia y amargura. Se empeñaba en golpear a Cora cada vez que esta se levantaba a hacer aguas.
–Ahora vives en Hob –le dijo una tarde Moses cuando Cora acudió a ayudarle a empacar.
Moses había cerrado un trato con Ava, mediante algún tipo de divisa. Desde que Connelly había ascendido al peón de campo a jefe, a esbirro del capataz, Moses se había erigido en tratante de intrigas de cabaña. Había que preservar el orden en las filas, por así decirlo, y un blanco no podía hacer ciertas cosas. Moses aceptó su papel con entusiasmo. Cora creía que tenía cara malvada, como un nudo asomando de un tronco achaparrado y sudoroso. No le sorprendió cuando se reveló su verdadero carácter: si esperabas lo suficiente, siempre terminaba por mostrarse. Como el amanecer. Cora se trasladó a Hob, adonde desterraban a los desgraciados. No había recurso posible, no había más leyes que las que se reescribían a diario. Alguien había trasladado ya sus pertenencias.
Nadie recordaba al desventurado que había dado nombre a la cabaña. Vivió lo suficiente para personificar ciertas cualidades antes de que estas acabaran con él. Te expulsaban a Hob con los tullidos por los castigos de los capataces, a Hob con los que habían sido destrozados por el trabajo de formas a veces visibles y a veces no, a Hob con los que habían perdido el juicio. A Hob con los descarriados.
Al principio vivían en Hob los hombres maltrechos, medio hombres. Luego se instalaron las mujeres. Blancos y morenos habían utilizado los cuerpos de las mujeres con violencia, sus bebés habían nacido atrofiados y raquíticos, las habían enloquecido a golpes y ellas repetían los nombres de sus hijos muertos por la noche: Eve, Elizabeth, N’thaniel, Tom. Cora se ovilló en el suelo de la habitación principal, temerosa de dormir arriba con ellas, esas criaturas abyectas. Maldiciéndose por su estrechez de miras, pero incapaz de evitarla. Clavó la vista en las formas oscuras. La chimenea, las vigas que aseguraban el desván, las herramientas colgadas de clavos en las paredes. La primera vez que dormía fuera de la cabaña en la que había nacido. A cien pasos y otros tantos kilómetros.
Era solo cuestión de tiempo que Ava ejecutara la siguiente fase del plan. Y había que lidiar con el Viejo Abraham. El Viejo Abraham no era viejo, pero se había comportado como un anciano misántropo desde que aprendió a sentarse erguido. No tenía propósito alguno, pero quería que la parcela desapareciera por principios. ¿Por qué tenía él ni nadie que respetar las reclamaciones de una cría solo porque su abuela una vez así lo había decidido? El Viejo Abraham no respetaba la tradición. Lo habían vendido demasiadas veces para que la idea le importara. En numerosas ocasiones, Cora, mientras hacía algún recado, lo había oído presionar por la redistribución de su terruño: “Todo eso para ella sola”. Los tres metros cuadrados.
Entonces llegó Blake. Aquel verano el joven Terrance Randall asumió nuevas responsabilidades preparándose para el día en que su hermano y él heredasen la plantación. Compró un puñado de negros en las Carolinas. Seis de ellos, a decir del traficante, fantes y mandingas, cuyo cuerpo y temperamento se ajustaban al trabajo por naturaleza. Blake, Pot, Edward y el resto formaron una tribu propia en la tierra de los Randall y no se privaban de lo que no les pertenecía. Terrance Randall dejó claro que eran sus nuevos favoritos y Connelly se aseguró de que todo el mundo lo recordara. Aprendías a apartarte cuando no estaban de humor o las noches de sábado después de que hubieran acabado con la sidra.
Blake era grande como un roble, un hombre de doble ración que enseguida demostró la perspicacia de Terrance Randall para las inversiones. Bastaba pensar lo que sacarían solo por la prole de semejante semental. Blake solía dar el espectáculo peleándose con sus colegas y con cualquier recién llegado, pateaba el suelo e, inevitablemente, se alzaba vencedor. Su voz resonaba por las filas de chozas mientras trabajaba, y ni siquiera quienes lo despreciaban podían evitar cantar con él. Aquel hombre tenía una personalidad infame, pero los sonidos que salían de su cuerpo hacían que el tiempo volara.
Tras varias semanas merodeando y valorando la mitad norteña, Blake decidió que el huerto de Cora sería un buen lugar para atar al perro. Sol, brisa, proximidad. Blake se había ganado al chucho durante un viaje al pueblo. El perro se había quedado, esperaba cerca del ahumadero mientras Blake trabajaba y ladraba al menor ruido de la ajetreada noche de Georgia. Blake sabía algo de carpintería; no era, como ocurría a menudo, una mentira del tratante para inflar el precio. Construyó una caseta para el chucho e intentó ganarse algunos halagos. Los cumplidos fueron sinceros, puesto que la caseta del perro era un buen trabajo, de bellas proporciones y ángulos limpios. Tenía una puerta de bisagra y aberturas en forma de sol y luna en la pared del fondo.
–Bonita mansión, ¿eh? –le dijo Blake al Viejo Abraham.
Blake había aprendido a apreciar la franqueza vigorizante del hombre.
–Un trabajo espléndido.¿Eso es una cama?
Blake había cosido una funda de almohada y la había rellanado de musgo. Decidió que el lugar más adecuado para el hogar de su perro era justo delante de su cabaña. Cora había sido invisible para él, pero ahora Blake buscaba su mirada cuando andaba cerca y la advertía de que ya no lo era.
Cora intentó cobrar algunas deudas de su madre, aquellas de las que tenía constancia. La rechazaron. Como Beau, la costurera a la que Mabel había cuidado cuando pilló fiebres.Mabel le había dado su ración de cena y le había llevado cucharadas de sopa de hortalizas y raíces a los labios temblorosos hasta que había vuelto a abrir los ojos. Beau dijo que ya había pagado de sobra esa deuda y mandó a Cora de vuelta a Hob. Cora recordaba que Mabel le había proporcionado una coartada a Calvin cuando se perdieron unos aperos. Connelly, con gran talento para los azotes, le habría arrancado la piel de la espalda de no haberse inventado Mabel una defensa. Connelly le habría hecho lo mismo a Mabel si hubiera descubierto que mentía. Cora se acercó a Calvin después de cenar: Necesito ayuda. Se la quitó de encima. Mabel le había contado que nunca había averiguado para qué había empleado Calvin los aperos.
No mucho después de que Blake comunicara sus intenciones, Cora se despertó una mañana para encontrarse con la profanación. Salió de Hob para ir al huerto. El amanecer había sido frío. Penachos de blanca humedad planeaban por encima del suelo. Y entonces lo vio: los restos de lo que habrían sido sus primeras coles. Amontonadas junto a los escalones de la cabaña de Blake, con los tallos enredados y ya resecos. Habían revuelto y apisonado la tierra para añadir un bonito patio a la caseta, que se erguía en el centro de la parcela como una fabulosa mansión en el corazón de una plantación.
El perro asomó la cabeza por la puerta como si supiera que la tierra había sido de Cora y quisiera mostrar su indiferencia.
Blake salió de la cabaña y se cruzó de brazos. Escupió.
La gente se movía por la periferia visual de Cora: sombras de rumores y reprimendas. Observándola. Su madre se había ido. Habían expulsado a Cora a la casa de los pobres diablos y nadie había acudido en su ayuda. Ahora ese hombre, tres veces más grande que ella, un matón, le había quitado el terreno.
Cora había estado meditando una estrategia. En los años futuros podría haber acudido a las mujeres de Hob, o a Lovey, pero entonces no. Su abuela había amenazado con abrir la cabeza de cualquiera que tocara su tierra. A Cora le parecía desproporcionado. En trance, regresó a Hob y descolgó un hacha de la pared, el hacha que se quedaba mirando cuando no podía dormir. Dejada por alguno de los habitantes previos que acabó mal por una u otra razón, enfermedad pulmonar o desollado por un látigo o porque cagó las entrañas en el suelo. Para entonces había corrido la voz y los mirones esperaban frente a las cabañas, con la cabeza ladeada, a la expectativa. Cora pasó por delante, doblada como si atacara un vendaval con el cuerpo. Nadie intentó detenerla, tan extraño resultaba el espectáculo. El primer hachazo arrancó el tejado de la ca- seta y un gañido del perro, al que acababan de cortar la cola. El animal corrió a esconderse bajo la cabaña de su amo. El segundo hachazo hendió gravemente el lateral izquierdo de la caseta y el último acabó con su sufrimiento.
Cora se quedó donde estaba, jadeando. Con ambas manos en el hacha. El hacha en alto, temblando, jugando al tira y afloja con un fantasma, pero la chica no flaqueó.
Blake cerró los puños y avanzó hacia Cora. Con sus hombres detrás, tensándose. Entonces se detuvo. Lo que pasó en ese momento entre esas dos figuras, el joven fornido y la niña delgada y vestida de blanco, dependió de la perspectiva. Para quienes observaban desde la primera línea de cabañas el rostro de Blake se descompuso por la sorpresa y la preocupación, como el de un hombre que pisara un avispero. Los que estaban de pie junto a las cabañas nuevas vieron la mirada de Cora ir de un lado a otro, como si midiera el avance no solo de un hombre, sino de una hueste. Un ejército al que no obstante estaba dispuesta a enfrentarse. Con independencia de la perspectiva, lo importante fue el mensaje que uno transmitió mediante la postura y la expresión y el otro interpretó: Tal vez me venzas, pero lo pagarás caro.
Se quedaron plantados hasta que Alice tañó la campana del desayuno. Nadie iba a perdonar el puré. Cuando regresaron del campo, Cora recogió el desorden en que había quedado su parcela. Empujó rodando el tronco de arce, un desecho de algún proyecto de construcción, y lo convirtió en el lugar donde se aposentaba en cuanto tenía un momento libre.
Si Cora no pertenecía a Hob antes de la estratagema de Ava, ahora ya sí. Era su ocupante de peor fama y la más duradera. Al final el trabajo terminaba con los tullidos –siempre–, y los que caían en la sinrazón eran vendidos baratos o se llevaban una navaja al cuello. Los puestos vacantes duraban poco. Cora se quedó. Hob era su hogar.
Aprovechó la caseta para leña. La calentó a ella y al resto de Hob una noche, pero su leyenda marcó el resto de su estancia en la plantación Randall. Blake y sus amigos empezaron a contar historias. Blake rememoraba cómo al despertar de una siesta detrás de los establos había descubierto a Cora plantada ante él, lloriqueando hacha en ristre. Era un imitador nato y sus gestos convencieron a todos. En cuanto a Cora empezaron a crecerle los pechos, Edward, el peor de la banda de Blake, alardeaba de que Cora agitaba el vestido mientras se le insinuaba y amenazaba con arrancarle la cabellera si la rechazaba. Las muchachas susurraban que la habían visto escabullirse de las cabañas con la luna llena en dirección al bosque donde fornicaba con burros y cabras. Quienes no consideraban creíble este último cuento reconocían no obstante la conveniencia de mantener a aquella chica tan rara alejada del círculo de respetables.
Al poco de que se supiera que por fin la feminidad de Cora había florecido, Edward, Pot y dos peones de la mitad sureña la arrastraron detrás del ahumadero. Si alguien oyó o vio algo, no intervino. Las mujeres de Hob la cosieron. Para entonces Blake se había marchado. Tal vez tras haberla mirado a la cara aquel día hubiera aconsejado a sus compañeros que no se vengaran: Os costará caro.Pero Blake no estaba. Se fugó tres años después de que Cora derribara la caseta, escondido en los pantanos durante semanas. Fueron los ladridos del chucho los que delataron su paradero a los perseguidores. Cora habría considerado que se lo merecía de no ser porque temblaba solo de pensar en el castigo que le impondrían a Blake.
Colson Whitehead nació en 1969 en Nueva York. Finalista del PEN/Hemingway con su primera novela, La intuicionista (Mondadori, 2000), ha publicado media docena de novelas y el libro de ensayos El coloso de Nueva York (Mondadori, 2005). Ha sido finalista del Premio Pulitzer con John Henry Days (2011), finalista del PEN/Oakland Award con Apex Hides the Hurt (2006) y del PEN/Faulkner con Sag Harbor (2009). Zona Uno (Planeta, 2012), novela sobre una Nueva York post apocalíptica, fue un best seller para The New York Times y en 2014 publicó The Noble Hustle: Poker, Beef Jerky & Death, una crónica del mundial de Póker. Su última novela, El ferrocarril subterráneo, ha sido galardonada con el Premio Pulitzer 2017 y con el National Book Award de 2016. Es profesor en instituciones como la Universidad de Columbia y la de Princeton, ha recibido las Becas Guggenheim y MacArthur.