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Jorge Javier Romero Vadillo

05/10/2023 - 12:02 am

La lógica de los pactos institucionales

Aquel pacto les garantizó a los empresarios mercados cautivos sin competencia, a los políticos empleo público con capacidad de venta de sus servicios de interpretación de la Ley y de protección de privilegios y a los militares les dejó la regulación informal de los mercados ilegales.

Militares con la Bandera de México.
“Aquel pacto les garantizó a los empresarios mercados cautivos sin competencia, a los políticos empleo público con capacidad de venta de sus servicios de interpretación de la Ley y de protección de privilegios y a los militares les dejó la regulación informal de los mercados ilegales”. Foto: Michel Balam, Cuartoscuro

Los pactos institucionales son momentos cruciales de cambio mayor en las reglas del juego de una comunidad política. Esto no quiere decir que sea posible hacer tabla rasa de la trayectoria institucional, ni que se puedan cambiar a partir de un pacto, de la noche a la mañana, las maneras de hacer las cosas en una sociedad; empero, sí pueden provocar cambios relevantes en las consecuencias distributivas –de riqueza y de poder– de la política. 

Los acuerdos de cambio institucional son una posible salida a momentos de crisis, cuando la organización estatal pierde la capacidad de reducir la violencia y ejercer con eficacia su monopolio. En ocasiones el pacto se da después de un periodo de guerra; en otras, el acuerdo se produce para evitar rupturas sociales, frente al agotamiento de un régimen autoritario, como ha ocurrido en los procesos pacíficos de transición a la democracia. 

México vivió durante el siglo XX cinco procesos de ajuste institucional: el fundacional, de 1917, el pacto de 1929, del que surgió al PNR, el de 1938, que estableció el acuerdo corporativo, el de 1946, cuando se cerró el acuerdo proteccionista con los empresarios y el de 1996, cuando se establecieron las reglas para la competencia electoral democrática.

El pacto fundacional fue producto de la revolución, ese profundo proceso de cambios en el poder y la propiedad que culminó con una Constitución que acababa con la esencia de la propiedad liberal y sentaba las bases de un arreglo político de preeminencia presidencial. La Constitución fue el reflejo de un pacto interno entre los integrantes de la coalición que había ganado la guerra. Los caudillos constitucionalistas y sus aliados políticos civiles fueron los que dictaron la nueva Ley Suprema, con exclusión de todos los grupos derrotados.

Pero aquel pacto fue insuficiente para acabar con la violencia en la lucha por el poder político. La Constitución fracasó como marco de reglas del juego desde la primera vez que se debió aplicar a una sucesión presidencial, en 1920. Antes de las elecciones, una rebelión derrocó al Presidente Constitucional, quien acabó asesinado. Tampoco se pudo dirimir la Presidencia de acuerdo con el método electoral establecido en 1924 y de nuevo la cosa se dirimió a balazos, aunque entonces los rebeldes fueron derrotados. 

Para 1928 tuvieron que cambiar la Constitución en uno de sus núcleos centrales: la no reelección presidencial, pero la reinstauración caudillista fracasó cuando el caudillo fue asesinado antes de volver a la Presidencia. Sólo entonces se abrió la posibilidad de un nuevo acuerdo en las reglas del juego para acabar con la violencia como método para resolver las controversias políticas. Después de varios meses de incertidumbre y con la amenaza latente de la rebelión militar, finalmente en marzo de 1928 se logró crear una organización de arbitraje de la competencia por el control político: el Partido Nacional Revolucionario. La rebelión que estalló entonces fue nimia.

Aquel pacto fue exitoso, porque redujo sustancialmente la violencia. A partir de entonces era la cúpula del partido la que arbitraba las disputas por el poder. Quien era elegido candidato oficial tenía todas las de ganar en unas elecciones controladas por redes de intermediarios y en las que el voto ciudadano era sólo una abstracción. La no reelección inmediata de legisladores garantizó el control del Poder Legislativo.

Eran las elecciones internas, los llamados “plebiscitos”, donde se medía el arrastre de cada candidato y se ponían a prueba sus coaliciones. No es que se contaran los votos con nitidez en aquella suerte de primarias. Más bien servían de indicador al gran elector, Plutarco Elías Calles, sobre quién tendría mayores posibilidades de garantizar la estabilidad en los gobiernos locales o quiénes serían premiados con cargos legislativos.

Pero la coalición de poder se fracturó con la ruptura entre el General Calles y el General Lázaro Cárdenas, en 1935. La crisis de junio de 1935 provocó un ajuste institucional resultado de nuevo acuerdo: se excluyó a una buena parte de los integrantes del pacto previo, sobre todo generales callistas, y se amplió la coalición de poder con la inclusión de las principales organizaciones sindicales y campesinas, a las que se les concedió reconocimiento exclusivo. Aquel fue el pacto corporativo de 1938, del que surgió el Partido de la Revolución Mexicana.

El nuevo acuerdo resultó vulnerable a la ruptura y tenía el gran defecto de resultar desafiante para las elites económicas. En 1940 las elecciones fueron bastante violentas, aunque ya no provocaron una gran rebelión. La coalición de poder logró al final imponerse, pero no parecía viable que siguieran siendo los generales los que compitieran en las elecciones, porque al final las cosas siempre estaban a punto de acabar a balazos.

Se fue gestando entonces el siguiente gran acuerdo, el de 1946, del que surgió el Partido Revolucionario Institucional y el sistema electoral que cerraba la competencia sólo a los partidos “con registro”, es decir, aceptados por el régimen y establecía reglas que disuadían la ruptura del partido oficial. Pero lo más relevante de aquel pacto fue que estableció las bases del arreglo económico basado en la industrialización orientada al mercado interno. 

Se trató de un pacto de consolidación, pues precisó las reglas de inclusión en la competencia por el poder; fue también un nuevo arreglo, pues institucionalizó una novedosa forma de relación con las cúpulas empresariales, a las que les vendió protección frente a la competencia exterior y frente a las demandas obreras, las cuales tenía controladas a través del arreglo corporativo heredado del pacto anterior.

El acuerdo de 1946 fue muy eficaz en la reducción de la violencia y generó condiciones más que buenas para el crecimiento económico, aunque su capacidad distributiva dejara mucho que desear. Fue un acuerdo abusivo entre las elites económicas, políticas y militares para repartirse el botín de rentas. A los trabajadores urbanos y rurales, supuestamente también protegidos del régimen, les tocaron las migajas de la prosperidad, pues la subordinación política de los sindicatos implicó salarios bajos y una seguridad social apenas aceptable, mientras que las reglas de tenencia de la tierra sometían a los campesinos a sobrevivir como clientelas del Estado. 

Aquel pacto les garantizó a los empresarios mercados cautivos sin competencia, a los políticos empleo público con capacidad de venta de sus servicios de interpretación de la Ley y de protección de privilegios y a los militares les dejó la regulación informal de los mercados ilegales. El arreglo duró, con pequeños ajustes en el margen, hasta 1982, aunque ya chirriaba desde hacía más de una década. Sobre la larga crisis de aquel régimen y el pacto de 1996 seguiré la próxima semana.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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