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Jorge Javier Romero Vadillo

05/09/2024 - 12:02 am

Un delirio en vigilia

“Solo unos pocos sectores de la izquierda han abandonado las ideas hegemónicas y han optado por el reformismo democrático”.

“No estamos viviendo una pesadilla de la que podamos despertar, sino un delirio en plena vigilia, una alucinación colectiva alimentada por la fe en un líder, que inevitablemente llevará al desastre”. Foto: Victoria Valtierra, Cuartoscuro

La idea de este artículo surgió de una publicación en redes del inteligente profesor de la FLACSO, Nicolás Loza Otero: “No pensé que mis sueños de juventud se harían realidad estando en vida, con la aquiescencia de la mayoría, y menos aun cuando creo que se trató, y se trata, de verdaderas pesadillas”. Loza se refería a la aprobación al vapor de las reformas constitucionales impulsadas por López Obrador, entre ellas la purga estalinista del Poder Judicial, una maniobra que recuerda las distopías revolucionarias del siglo XIX y principios del XX, cuando algunos teóricos creían que la democracia burguesa debía ser destruida y reemplazada por el poder proletario.

Esos delirios de antaño, que alimentaron atrocidades en los regímenes comunistas, comenzaron a resonar en las universidades de Europa y América Latina a partir de los años sesenta del siglo XX. La Revolución Cubana, Sartre, Althusser, Lenin, Trotski, el Che Guevara, Mao, y los manuales de Marta Harnecker se convirtieron en lecturas obligatorias para los jóvenes estudiantes que, en su mayoría, compartían la ilusión de una revolución inminente que acabaría con la democracia burguesa.

Si bien pocos realmente creían que el modelo burgués podía desmantelarse de inmediato, muchos mantenían esa idea como una meta a largo plazo, una especie de horizonte utópico. Algunos, los más fervorosos, se unieron a la guerrilla, con el sueño emular a Fidel Castro. La mayoría, sin embargo, no era insurreccional, pero alimentaba la fantasía de que algún día el pueblo tomaría el poder, destruiría al régimen capitalista y traería la verdadera democracia.

En esa visión, la democracia liberal no era más que una fachada, una forma de mantener el control del Estado en manos de la burguesía. Para los sedicentes marxistas-leninistas, las instituciones democráticas —parlamentos, elecciones, libertades civiles— no eran más que herramientas para garantizar el dominio del capital sobre las masas trabajadoras, que vivían bajo la ilusión de que participaban en un sistema justo. La solución, según esta vulgata, era la revolución, que daría paso a una dictadura del proletariado como fase transitoria hacia una sociedad sin clases ni Estado.

Sin embargo, la historia fue implacable con estas ideas. La caída de la Unión Soviética y de otros regímenes comunistas a fines del siglo pasado desmanteló el proyecto comunista en Europa. Mientras tanto, la izquierda socialdemócrata, que entendió que era necesario convivir y negociar con otros sectores de la sociedad, incluidos los grandes intereses económicos, se consolidó como la opción que logró mejoras reales para los trabajadores, sin destruir la economía.

En América Latina, la historia ha sido diferente. Solo unos pocos sectores de la izquierda han abandonado las ideas hegemónicas y han optado por el reformismo democrático. Las excepciones notables son Chile y Uruguay, donde la izquierda ha aprendido a negociar y buscar consensos. En el resto del continente, incluidas figuras pragmáticas como Lula, persisten las tentaciones autoritarias, aunque la complejidad de países como Brasil ha evitado que estos líderes se conviertan en caudillos omnipotentes.

La idea de que destruir la democracia burguesa conducirá a un orden superior ignora los desastres evidentes de países como Cuba y Venezuela, o los justifica culpando al “imperialismo yanki”. Sin embargo, ese es el credo profundo de la Presidenta electa, que coincide con la nostalgia reaccionaria de López Obrador por un régimen presidencialista fuerte, como el del viejo PRI, donde el líder de turno se convierte en la reencarnación sexenal del Mesías.

Coincido con Nicolás en que, si alguna vez tuve un sueño adolescente sobre la destrucción de la democracia burguesa, fue efímero. Pronto entendí que ese camino llevaba a la pesadilla, y que la verdadera apuesta debía estar en perfeccionar la democracia, para hacerla más inclusiva y, así, abrir espacios de deliberación a todos los intereses presentes en la sociedad. A principios de este siglo, parecía posible en México avanzar hacia un Estado que incluyera a los sectores más vulnerables mediante una reforma gradual e incremental.

Sin embargo, hoy, los bolcheviques han tomado el Palacio de Invierno, y su objetivo no es otro que demoler la “democracia burguesa”. Lo más alarmante es que esta coalición no está compuesta por idealistas revolucionarios, sino por una mezcla de oportunistas que solo buscan su parcela del botín, apoyados con gusto por los grandes empresarios monopolistas que buscan la protección estatal contra la competencia. No estamos viviendo una pesadilla de la que podamos despertar, sino un delirio en plena vigilia, una alucinación colectiva alimentada por la fe en un líder, que inevitablemente llevará al desastre.

Como corolario, cito un comentario del Financial Times sobre el legado constitucional de López Obrador: imagina que diriges una multinacional en un país donde te enfrentas a un competidor estatal que juega sucio. Tus abogados dicen que tienes un caso sólido, pero el juez es cercano al partido en el gobierno, el regulador es un funcionario del ministerio que controla a tu competidor, y la autoridad fiscal te amenaza con encarcelarte mientras revisa si tus facturas son fraudulentas. Este escenario suena más a Rusia que a una nación norteamericana que es el principal socio comercial de Estados Unidos. Por eso, los líderes empresariales están alarmados por las reformas que se están impulsando en México. El diluvio que viene…

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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