ADELANTO | Las hijas de la tierra: Gloria y hermanas luchan por sus viñedos y un secreto se devela

05/09/2020 - 12:00 am

La vida de Gloria cambiará cuando, al liderar el negocio familiar, se desata una batalla con los caciques locales, quienes no conciben que una mujer ponga en duda sus privilegios. Ella y sus hermanas lucharán por recuperar su poder y regresar el esplendor a los campos de la finca Las Urracas, secos desde hace años por una supuesta maldición.

Ciudad de México, 5 de septiembre (SinEmbargo).- Año 1889, La Rioja. Hay quien dice que una maldición se ciñe sobre los viñedos, secos desde hace años, de la finca Las Urracas. Mientras las grandes bodegas de la región comienzan su edad dorada, Gloria -la joven hija del propietario- languidece en la vieja mansión familiar, viendo aproximarse otro otoño sin cosecha.

Sometida a la autoridad de una tía cruel y un padre ausente, Gloria verá cambiar su vida de un día para otro cuando tenga que ponerse al frente del negocio familiar. Será entonces cuando comience una larga batalla que la enfrentará a los bodegueros y caciques locales, que no conciben tener como rival a una mujer. Y menos a una que pone en duda sus viejos privilegios.

Con la ayuda de sus hermanas, Gloria luchará por recuperar el esplendor de sus viñedos, al tiempo que se adentra en los secretos que esconden las habitaciones cerradas y los campos muertos de Las Urracas. Bajo la sombra de una maldición que solo al final sabremos si es cierta, las mujeres de esta novela lucharán, sin miedo a nada ni a nadie, por el poder que les pertenece.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Las hijas de la tierra, segunda novela de la escritora española Alaitz Leceaga, tras el éxito de El bosque sabe tu nombre, ambas novelas sobre una saga familiar ambientada en una bodega de La Rioja. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

***

JUEGOS DE NIÑOS

Nuestra madre tenía también el pelo rojo: rojo como la sangre, rojo como el vino que produce esta tierra. Mamá era una endemoniada, igual que nosotras. Eso es al menos lo que todos cuentan de ella y puede que tengan razón, porque la noche de 1848 en la que ella nació, la comarca entera tembló abriéndose aquí y allá. Casi como si nuestra madre hubiera salido de las mismas entrañas de la tierra.

No era la primera vez que un terremoto sacudía esta región, pero, precisamente aquella noche, la presa de La Misericordia construida solo cinco años antes se derrumbó por el temblor cediendo al peso del agua. El río volvió a reclamar lo que era suyo, inundando el antiguo pueblo de San Dionisio y sepultando en una tumba de agua a cincuenta vecinos que en ese momento todavía estaban despidiéndose de sus casas y sus calles.

Así es como se empezó a hablar de la maldición de las Veltrán-Belasco: las endemoniadas con el pelo hecho de fuego. O puede que fuera antes de mamá, antes incluso de que el agua de la presa aplastara el antiguo San Dionisio.

Nuestra tía abuela Clara también tenía el pelo de color rojo brillante, y solía decir que los demonios la perseguían. Los describía como criaturas afiladas, de forma casi humana pero mucho más altos y delgados, con los brazos largos y los dedos puntiagudos. Demonios sin rostro que, a medianoche, mientras ella dormía, le susurraban secretos inclinados sobre su almohada.

Un brillante día de julio, mientras estaba pasando las vacaciones de verano en nuestra casa, harta de esas criaturas siniestras y de las voces que llenaban su cabeza, la tía abuela Clara se colocó un rifle de carabina debajo de la barbilla y apretó el gatillo. Tenía diecinueve años entonces, la misma edad que yo ahora.

—¿Crees que la campana de la vieja iglesia todavía puede sonar? —le pregunté a mi hermano—. Me gustaría escucharla aunque solo fuera una vez. Ya sabes, para comprobar si suena diferente por haber estado bajo el agua todos estos años en compañía de los muertos.

Rafael y yo estábamos tumbados sobre nuestra espalda en la orilla del lago de La Misericordia. Antes de responderme, se levantó sobre sus codos para mirar a las ruinas del pueblo que no habíamos llegado a conocer. En los meses de verano, cuando las semanas sin una sola gota de lluvia se acumulaban, podía verse el campanario de la iglesia del viejo San Dionisio asomando sobre el agua del lago a modo de lápida improvisada. Un monumento a todos los que murieron aquella noche.

—Pues claro que esa campana todavía puede tañer, es más: yo la he oído desde mi habitación algunas noches de invierno, cuando sopla el cierzo —dijo, tan seguro de sí mismo como siempre—. Pero esa campana es una trampa mortal, hermanita.
—¿Una trampa mortal? —repetí, colocándome una mano sobre los ojos para protegerme del sol de mediodía mientras miraba al campanario—. ¿Para quién?
—Para los vivos, claro. Esa campana la hacen sonar los muertos que esperan bajo el agua a que nos reunamos con ellos —añadió Rafael—. De vez en cuando se cansan de esperar y tocan la campana para atraer a algún desgraciado hasta la orilla. Cuando el infeliz está lo suficientemente cerca, entonces ¡zas! sacan sus brazos de muertos del agua y se lo llevan al fondo para siempre.
A pesar del insoportable calor, un escalofrío me recorrió la espalda al imaginar los brazos de un muerto saliendo del agua, muy cerca de donde estábamos tumbados.
—Otro muerto más para las endemoniadas —añadió Rafael—. Las Veltrán-Belasco se roban otra alma.
—Yo no le he robado el alma a nadie —respondí, todavía mirando la superficie del lago para asegurarme de que nada se movía.

Estábamos despidiendo septiembre de 1889 y apenas había llovido un día desde abril, así que el nivel de agua en el lago de La Misericordia estaba muy bajo. Tanto que, además del campanario de la iglesia, podían verse los viejos tejados de las casas cortando la superficie del pantano. Desde la orilla también se intuía la silueta del viejo puente que antes unía las dos orillas de San Dionisio separadas por el río, pero que ahora solo servía para que las ramas de los árboles ahogados se enredaran en él.

—¿Sabes una cosa? No te creo. La única campana que has oído repicar es la que todavía cuelga en el patio trasero de la casa, la que antiguamente servía para avisar a los hombres que trabajaban en los viñedos cuando era la hora de comer —añadí, antes de volver a tumbarme sobre el suelo caliente de cantos rodados—. La vieja campana de esa iglesia no puede sonar, no después de haber pasado más de cuarenta años bajo el agua, así que deja de intentar asustarme. Ya soy muy mayor para cuentos de fantasmas, Rafael.

Él se volvió hacia mí y me miró desde el fondo de sus ojos claros. Eran tan distintos a los míos que a menudo me daba la impresión de que era un extraño quien me devolvía la mirada y no mi hermano mellizo.

—Sí, ya me he dado cuenta de cuánto has crecido, Gloria. Ahora eres toda una mujer —me dijo, sin molestarse en ocultar una media sonrisa—. No creas que no me he fijado. Ya deberías saber que yo siempre estoy pendiente de ti.

Rafael había nacido solo cinco minutos antes que yo, pero esos cinco minutos bastaban para que él no tuviera el pelo rojo como el fuego o arrastrara una maldición. Esos cinco minutos de ventaja, junto con el hecho de que era un varón, bastaban para que él fuera el único heredero de los Veltrán-Belasco. Rafael lo heredaría todo tras la muerte de padre: la gran casa solariega donde vivíamos, las tierras que la rodeaban, las viñas, la bodega... todo, menos la maldición. Ese era mi legado, mi siniestro privilegio. Mío y de mis dos hermanas pequeñas, Teresa y Verónica, ambas con el pelo tan rojo como el mío.

—Deja de mirarme así, por favor —susurré sin ninguna esperanza de que él me hiciera caso—. Ya sabes que está mal, esto está mal. Lo que haces... lo que hacemos cuando nadie nos ve, es un pecado mortal.
—No he hecho nada aún —respondió Rafael, volviendo a tumbarse sobre su espalda para fingir que me ignoraba—. No te hagas ilusiones.
Suspiré aliviada, pero entonces él extendió su brazo para acariciarme el dorso de la mano.
—La tía Angela dice que nuestras viñas duermen y que el campo está seco desde hace años porque algo malvado ha infectado nuestra tierra. Algo diabólico —murmuré.
Rafael se rio en voz baja y sentí su cuerpo caliente moviéndose junto al mío.
—Ya entiendo, esa vieja solterona y amargada te lo dice, ¿y tú la crees? ¿De verdad crees que las viñas duermen por lo que hacemos aquí? ¿Por nuestra culpa? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Por eso hace años que no tenemos una buena cosecha en la casa? Qué inocente eres.

Cerré mis dedos sobre los cantos rodados calentados por el sol que rodeaban el lago, pero el resto de mí permaneció inmóvil mientras Rafael me apretaba la mano cerrada sobre las piedras hasta hacerme daño. El calor acumulado en los pedruscos me quemó la palma de la mano, pero yo estaba acostumbrada porque eso era algo que solíamos hacernos: daño.

—No, no solo por lo que hacemos aquí —dije, mientras intentaba con todas mis fuerzas que no me temblara la voz por el dolor caliente que ahora me subía por el brazo—. Ya lo sabes.
—Mejor, porque la verdad es que no importa si lo que hacemos está bien o mal porque tú tienes el demonio dentro, Gloria. Igual que las dos pequeñas, mamá o la tía abuela Clara antes que vosotras, los demonios os echaron el ojo desde que nacisteis —respondió él con tranquilidad—. Mis pecados, lo que yo haga o piense no cambia eso. Lo sabes, ¿verdad?
Asentí en silencio, mordiéndome el interior de la boca para contener el dolor en mi mano.
—Por eso no crece nada bueno en nuestra tierra y por eso mismo las viñas de la finca están secas. Dormidas. Es solo vuestra culpa, vosotras os habéis llevado la vida de esta tierra —terminó él.
Me soltó la mano porque ya no necesitaba seguir apretando: el daño de sus palabras era más intenso y afilado que el dolor en mi mano.

—Yo intento ser buena, de verdad, con todo mi corazón. Pero algunas veces puedo sentir su peso sobre mis hombros: el peso del demonio. Así es como solía llamarlo mamá antes de morir. —Al pensar en ella cerré los ojos un momento y dejé que el sol seco me quemara los párpados—. De vez en cuando, mientras sueño, noto la piel áspera del demonio alrededor de mi cuello, acariciándome, apretando hasta dejarme sin respiración. Y sus palabras incomprensibles se cuelan por mi oído, arañando mi cabeza por dentro con sus uñas afiladas.
Los labios finos de Rafael se curvaron en una sonrisa.
—Sé que intentas ser buena, de verdad, pero ahí tienes tu prueba: a los demonios no les importan tus planes. Por eso mismo nada de lo que hagamos aquí cuenta —me aseguró—. Por muy bien que te portes y por mucho que te esfuerces, no hay salvación posible para tu alma, hermanita. Dios nunca mira en tu dirección.

Abrí los ojos de nuevo para ver el cielo azul y vacío sobre nosotros.
—¿Y qué pasa con Teresa y Verónica? No quiero que mis pecados se conviertan en los suyos. A lo mejor, si ellas son buenas y se portan bien...
—¿Teresa y Verónica? Pero si se pasan el día solas haciendo Dios sabe qué, merodeando por las habitaciones prohibidas de la casa y vestidas como salvajes. No, nuestras hermanas pequeñas ya están condenadas, lo están desde el mismo día en que nacieron. Antes incluso —respondió él, convencido—. De nosotros cuatro yo soy el único que verá el cielo.

Me acomodé mejor sobre el suelo de guijarros, al moverme sentí como algunas piedras pequeñas se colaban por la espalda de mi vestido de lino blanco de verano y bajaban hasta encontrarse con el límite de mi corsé. Incluso con el calor sofocante de finales de verano yo seguía llevando corsé y saya de algodón con puntillas debajo de mi vestido.

Arreglarse era importante, a pesar del calor, a pesar de las malas cosechas y de la falta de futuro. No quería convertirme en una de esas chicas dejadas con las que ningún muchacho querría pasear del brazo por el centro de San Dionisio.

—A mí me da igual no conocer nunca el cielo —admití—. Me conformaría con poder vivir a salvo el tiempo que pase en la tierra. Y con que lloviera de vez en cuando también.
—Estás a salvo, yo cuido de ti. No tienes nada de que preocuparte mientras sigamos juntos.

Preferí no decirle nada a Rafael sobre los gritos que oía algunas noches desde mi habitación. Gritos espantosos, seguidos de una risa histérica que recorría las paredes de piedra de nuestra gran casa de madrugada para llegar hasta mi dormitorio. Los gritos empezaron hace ya algunos años, pero nunca me había atrevido a contárselo a nadie para no terminar como mamá. Mi habitación estaba alejada de la que mis hermanas pequeñas compartían, así que no tenía manera de saber si ellas también podían oírlos o si yo era la más endemoniada de las Veltrán-Belasco.

—¿Sabes? Todavía recuerdo a madre en sus últimos días, mientras el cura le recitaba las sagradas escrituras para intentar salvar su alma. Antes de que su demonio particular se la llevara para siempre —empezó a decir Rafael como si pudiera adivinar mis pensamientos—. Por aquel entonces ella pasaba todo el tiempo tumbada en su cama, ya se había arañado el rostro y el cuello hasta hacerse sangre, así que tenía las manos atadas al cabecero para que no pudiera hacerse más daño o hacérselo a otros. Casi puedo verla ahora: con las llagas en la piel por haber pasado semanas en cama, los labios pálidos como los de un espectro y su pelo rojo sucio esparcido sobre la almohada amarillenta. Gritaba y gruñía igual que un animal salvaje mientras el demonio dentro de ella se hacía más fuerte cada vez, hasta que un día simplemente se rindió.

—Yo me acuerdo de cómo era mamá antes, antes de que el demonio se la llevara para siempre —murmuré sin atreverme a mirar a mi hermano.
—Los recuerdos son engañosos: mamá no siempre fue buena con nosotros. Algunas veces, incluso cuando los demonios no la rondaban, era malvada solo porque sí.
—Sí, lo era —admití, seguramente por primera vez en voz alta—. El último día que la vi me gritó e intentó arañarme la cara. Aun así, a pesar de todo el dolor, ella no se merecía lo que le pasó

Tragué saliva y me di cuenta de que la garganta me quemaba. Pensé que sería por el calor de la tarde o por el polvo seco que flota en el aire cuando pasan semanas enteras sin llover, pero eran las lágrimas amontonadas al recordar cómo murió nuestra madre. Aunque para mí era algo mucho peor que un recuerdo: era también una promesa, como echar un vistazo detrás de una cortina y ver un instante tu propio futuro.

—Si tú lo dices…
—En el fondo mamá era buena, estoy segura. No fue culpa suya. Lo que le pasó fue una desgracia, un puñetazo de la mala suerte en el estómago —dije, con los ojos fijos en el cielo despejado—. Es como en una tormenta: el rayo golpea la tierra quemándola, pero no es culpa de nadie, sucede y ya está.
—Pues claro que fue su culpa, por ser débil y por rendirse —masculló Rafael—. Si nos hubiera querido de verdad no le habría quedado un hueco dentro para el demonio. Pero ella no nos quería lo suficiente, sobre todo a mí.

Nuestra madre nos había dejado en el invierno de 1882, hacía casi siete años ya, pero al contrario de lo que suele suceder con aquellos que nos abandonan, yo la recordaba igual que si se hubiera marchado ayer. O mejor dicho, recordaba dos madres diferentes porque había conocido bien a las dos: la que iba a todas partes con su diario anotando detalles sobre las viñas, las plantas de la zona y datos sobre la temporada de lluvia.

Pero también había tenido otra madre: una que se pasaba días enteros sin mirarme o sin dirigirme la palabra a pesar de lo mucho que yo le suplicaba, hasta que de repente estallaba en llanto o en gritos para encerrarse después en su habitación durante una semana. Días más tarde salía de su dormitorio como si nada hubiera sucedido, simplemente abría la puerta y ahí estaba otra vez: mi madre. La madre buena. El demonio tardaba días o incluso semanas en volver, aunque al final siempre regresaba y todo empezaba de nuevo.

—¿Qué es lo último de mamá que recuerdas? —quise saber de repente—. Yo recuerdo cuánto amaba sus libros y diarios.
Antes de responder Rafael hizo un molesto chasquido con la lengua, igual que solía hacer cuando estaba enfadado.
—Una mañana, aprovechando un descuido del padre Murillo y de nuestro padre, entré en su habitación a escondidas.
Quería verla porque sospechaba que ya estaba en las últimas y quería despedirme de ella. ¿Y sabes lo que me dijo mamá la última vez que la vi? —Rafael hizo una pausa y me miró—. Me dijo que yo no era su hijo. Que el demonio me había llevado a casa envuelto en una manta para que ella me criara como si fuera suyo. Ya sabes, como hacen algunos pájaros que van a un nido ajeno y cambian sus huevos por los de verdad para que la otra madre se los cuide.
—Los polluelos intrusos se comen a sus hermanos recién nacidos —terminé yo—. Mamá me lo contó cuando era una niña. Tuve pesadillas espantosas con polluelos medio devorados al nacer durante semanas.
Rafael se rio en voz baja.
—Así era nuestra madre en realidad. Cruel, incluso cuando el demonio no la rondaba.

—Creo que ella lo leyó en uno de sus libros de naturaleza —dije, intentando todavía alejar las visiones de los polluelos devorados de mi cabeza—. Me pregunto dónde estarán ahora todos sus libros y todo lo demás. Sus diarios, por ejemplo, ella siempre estaba tomando notas de todo. ¿Te acuerdas?
—Tampoco es que importe demasiado ya, ¿no crees? —dijo, pero Rafael lo pensó un poco mejor y añadió—: Seguramente padre hizo que sacaran sus libros, sus cuadernos y el resto de sus cachivaches científicos de la casa incluso antes de enterrarla. Y mejor así, de ese modo evitó que alguna de las tres os convirtierais en una sabidilla* o en algo peor. Bastante mal hizo ya padre al permitirle acumular todos aquellos libros y novelas mientras vivía. Seguro que todos esos libros tuvieron algo que ver en cómo terminó ella.

Suspiré y miré alrededor. En el terreno que rodeaba el lago de La Misericordia no había sombra y no crecía nada más que algunos arbustos bajos de tomillo y zarzamora desperdigados. Casi parecía que la muerte y la tumba de agua hubieran ahogado también la vida alrededor del pantano. Lo único que rompía la línea del horizonte era el cerro donde se levantaba el nuevo San Dionisio, bien a salvo del agua, pero estaba demasiado lejos como para que algún vecino entrometido pudiera ver lo que hacíamos allí. Precisamente por eso íbamos a aquel lugar cada tarde.

—Yo no voy a terminar como mamá, luchando en una cama mientras un cura asustado me recita salmos. Ni hablar. —Lo dije en voz alta pero en realidad era una promesa, un pacto conmigo misma—. Antes de eso busco la vieja carabina de la tía abuela Clara y hago como ella.
Despacio, Rafael apartó algunos cantos rodados del suelo y se tumbó más cerca.
—Pues claro que eso nunca te pasará a ti. Yo cuido de ti, ¿recuerdas, hermanita? —susurró, muy cerca de mi oído—. Solo nos tenemos a nosotros dos, estamos solos en esto. Algún día padre morirá y entonces tú y yo seremos los dueños de la casa, de la finca y de todo lo que hay debajo. Ese es nuestro plan.
—Ese es nuestro plan —repetí, aunque en realidad era solo «su» plan.

Pero él se rió con la garganta seca y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Las ondas de su pelo rubio oscuro resbalaron hasta mi cuello haciéndome cosquillas.
—No te preocupes tanto por el futuro, eso es lo que hago yo, es más fácil así —me dijo él, olvidando convenientemente que su futuro era mucho más prometedor y brillante que el mío—. Además, siempre he pensado que si alguna de vosotras tres tiene que terminar atada a una cama, retorciéndose mientras un sacerdote le salpica agua bendita para librarla del demonio, esa será Verónica.
—Pobre Verónica —murmuré.
Cerré los ojos un momento y sentí el sol del atardecer picándome en la piel. Respiré hondo dejando que el aire caliente inundara mis pulmones, llenándolos de fuego.
—¿Tú crees que los muertos de ahí abajo nos vigilan desde el otro lado del agua? —pregunté sin saber muy bien por qué.Rafael se incorporó un poco para mirarme.
—Espero que no —me dijo mientras sus ojos centelleaban—. No creo que les guste mucho lo que hacemos aquí.

Después me besó, un beso torpe pero ansioso. Sus labios tenían el sabor de la tierra arcillosa que rodeaba nuestra finca, agrietados, secos por el sol. Enseguida se colocó sobre mí y noté el peso de su cuerpo caliente apretándome aún más contra los cantos rodados.

Sus besos bajaron por mi cuello mientras sus manos buscaban el final de la falda de mi vestido. Le dejé hacer, como siempre. Miré el cielo azul brillante sobre nosotros sabiendo que esa semana tampoco caería una sola gota de lluvia, solo la luz dorada del sol aplastándonos a todos.

Entonces oí un ruido que venía de los arbustos cercanos.
Una voz.

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