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Alejandro Páez Varela

05/08/2024 - 12:08 am

Fentanilo y colitas de pavo

Para que exista un “sueño americano” debe haber alguien que lo pague, y no son los hombres-güeros-adultos-mayores de Washington, que se comen la pechuga del mundo y que reparten desechos a los demás. Desechos que venden caros: el tipo que vendía lonches de colitas de pavo de mi adolescencia seguramente también se los comía porque era obeso y respiraba con dificultad. Millones habrán muerto de esa grasa maligna en Samoa o en la frontera con Estados Unidos y millones habrán muerto dentro de Estados Unidos porque también explotan a los que están adentro: los chinos, los latinos, los afrodescendientes, los blancos en zonas rurales y minorías que sin quererlo son parte de esa enorme, enorme, enorme estafa piramidal que llaman “sueño americano” para no llamarle “duermo-bien-porque-mi-vecino-sueña-las-pesadillas”.

https://www.youtube.com/watch?v=3Nt5xRd0RL0

John Woller, un internista de Baltimore, narra en un breve ensayo publicado este domingo 4 de agosto en The New York Times cómo su madre halló a su hermano frío, rígido, hinchado y azul a causa del fentanilo. Lo que hizo fue taparlo y acostarse con él, y esperar la llegada de la policía y la funeraria. “Cuando la prueba resultó positiva, informaron a mis padres que no era seguro entrar en la habitación de mi hermano. Les indicaron a mis padres que programaran una costosa limpieza de descontaminación y les proporcionaron información de contacto para una agencia de ‘limpieza biológica’ que se ocupa de sustancias y entornos peligrosos”.

Luego, cuenta John, al día siguiente en la funeraria les dijeron que no se permitiría estar en la misma habitación que el hermano fallecido debido al riesgo de exposición al fentanilo y de sobredosis accidental. “Un empleado de la funeraria contó historias de familiares que habían perdido el conocimiento después de ver a sus seres queridos que habían muerto por sobredosis de fentanilo, y de un familiar que sufrió una sobredosis y murió después de visitar a un pariente fallecido”.

John Woller es un especialista en la materia. Trata pacientes que consumen fentanilo. Les dijo, a empleados y autoridades, que todas sus afirmaciones eran incorrectas; información falsa y anécdotas incompletas que “estaban privando innecesariamente a las familias de oportunidades de ver a sus seres queridos”. Woller culpa sobre todo a la DEA por la desinformación; también al ministerio que está a cargo de la agencia antidrogas: el Departamento de Justicia. 

Ni la muerte salva a las familias enlutadas de la información retorcida de Internet y que las mismas autoridades retuercen a su gusto para encontrar propósitos y justificar el tremendo fracaso de la política antidrogas de Estados Unidos. El adormecimiento de los estadounidenses no siempre es inocente. Encontrar sitios web para desinformarse suele tener la misma o hasta más complejidad que hallar aquellos en los que hay información que salva vidas.

Es de tal magnitud el fracaso de la sociedad “americana” (como les gusta llamarse, aunque sepan que es incorrecto) en el manejo de sus propios excesos, que una salida que le parece correcta es vivir desinformada. Decide ser una sociedad desinformada y punto. Los europeos de la Edad Media culpaban por la peste negra a todos los demás: migrantes, judíos, gitanos, pordioseros, el diablo, satanás, etcétera. Y de alguna manera se entiende, porque en 1347 no se podía culpar a un agente infeccioso microscópico. Pero Estados Unidos ha decidido culpar a todos los demás antes que reconocer sus propios pecados; es una política pública deliberada y es también una actitud deliberada de mucha de su gente.

Un amigo de mi familia, que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, decía que Dios iba a castigar a Estados Unidos por la cantidad de desperdicio que generaba. Arturo González vivía austero y temeroso de Dios, y en la década de 1970 (recuerda mi hermano) alertaba sobre la destrucción de su propia sociedad a causa de la renuncia al autocontrol; por su amor a los excesos. Y lo que le faltó de ver. Una sociedad educada para el consumo que se volvió francamente grotesca. Si van a ser gordos, quieren ser mórbidamente gordos; si van a ser saqueadores de pueblos, lo son hasta las últimas consecuencias. Ya no hay vergüenza siquiera en decirlo, como Donald Trump, que se saboreaba en público el petróleo de Venezuela y lamentaba no haber doblado de hambre al pueblo venezolano, en su primer mandato, para apropiarse de toda su riqueza.

La sociedad estadounidense, creo, entendió mal su propio progreso. Lo sintetizo en una imagen que me viene ahora: un hombre con un bronceado impecable y sin camisa sobre un auto detenido, un Corvette descapotado, con el aire frío a toda su potencia mientras conversa con una chica. El motor ruge mientras él le mete rítmicamente el acelerador, como expresión de su virilidad. Mi hermano y yo, que hemos trabajado de madrugada (yo tendría 12, 13 años) habíamos hecho una pausa para tomar café negro de un 7-Eleven antes de dejar la playa de ricos de Malibú y dirigirnos, muertos de cansancio, hacia la casa rodante que habitábamos a hora y media de allí, en Monterrey, California.

Cuando éramos niños, un lonche de colita de pavo con una rebanada transparente de aguacate era un manjar. Y cuando éramos adolescentes, mi amigo Cri y yo hacíamos mandados en el periódico El Fronterizo y nos saboreábamos de lejos los lonches de colita que hacía un señor cerca de allí, en un carrito sobre la banqueta. No siempre podíamos pagarlo, pero los viernes que teníamos, nos lanzábamos. Recuerdo la sensación de angustia porque el vendedor ponía un pedacito de colita picada en el pan y otro se lo metía a la boca. Pensaba que no le iba a alcanzar para mi lonche. Sufría mientas él mascaba. Y yo devoraba esos lonches, tan ricos y tan llenos de la peor grasa.

Estados Unidos inunda la frontera con esa basura. Millones de colitas de pavo se habrán consumido sólo en Ciudad Juarez desde la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestros días. Las mandan para acá porque allá no se las comen. De hecho, un estrato social alto come la pechuga, otro mucho más bajo las patas y nosotros, alas y vísceras y la cola, por supuesto, que es una glándula generadora de grasa mala para el cuerpo. Y no somos los únicos que la consumimos. Norteamérica provocó una crisis de obesidad y enfermedades del corazón en distintas partes del mundo a las que ha exportado, durante décadas, esos desechos animales.

Recientemente (es decir, hace diez o quince años), los samoanos prohibieron la importación desde Estados Unidos de colitas de pavo debido a la pandemia de obesidad. Desde 1960, al menos, recibieron toneladas y toneladas de desechos a bajo costo que –contaba Jesús Del Toro en Yahoo!News en 2017– “se convirtieron en parte de su cultura y gastronomía y generaron ingresos comerciales sustanciales”. Pero la prohibición se vino abajo cuando la poderosa industria de los ataques cardiacos (los que exportan cola de pavo por todo el planeta) recurrió a la policía del neoliberalismo, la Organización Mundial de Comercio, y forzó a Samoa a reabrir sus puertas a la basura del pavo. Las famosas smoked turkey tails o colitas de pavo ahumadas han regresado a la dieta de los samoanos. Para su propia desgracia.

Para que exista un “sueño americano” debe haber alguien que lo pague, y no son los hombres-güeros-adultos-mayores de Washington, que se comen la pechuga del mundo y que reparten desechos a los demás. Desechos que venden caros: el tipo que vendía lonches de colitas de pavo de mi adolescencia seguramente también se los comía porque era obeso y respiraba con dificultad. Millones habrán muerto de esa grasa maligna en Samoa o en la frontera con Estados Unidos y millones habrán muerto dentro de Estados Unidos porque también explotan a los que están adentro: los chinos, los latinos, los afrodescendientes, los blancos en zonas rurales y minorías que sin quererlo son parte de esa enorme, enorme, enorme estafa piramidal que llaman “sueño americano” para no llamarle “duermo-bien-porque-mi-vecino-sueña-las-pesadillas”.

Y una clave para que funcione el “sueño americano” es que la estafa piramidal opere como industria, y que pague impuestos y que pague campañas de demócratas y republicanos. Perdue Foods, por ejemplo. Genera miles de millones de dólares anuales con el esquema de estafa piramidal: deja la pechuguita del pavo a los de allá arriba, y reparte colas de pavo y vísceras, y alitas grasosas a los sectores más bajos y a los países más pobres, y con una debilidad suficiente como para no poder defender a sus ciudadanos ante la Organización Mundial de Comercio.

¿No le suena Perdue Foods, una de las mayores exportadoras de pavo procesado en el mundo? Bueno, quizás le suene Purdue Pharma. Son los mismos que en la década de los 1990 sacaron OxyContin. Los que causaron al menos 500 mil muertes por sobredosis en Estados Unidos durante dos décadas hasta que el Tribunal Supremo los paró. Aunque la matanza de adictos empezó en 1990, la farmacéutica se declaró en bancarrota en 2019. Y fue hasta 2020 que admitió que había provocado la crisis de fentanilo. Y fue hasta 2022 que se disculpó y pagó 270 millones en daños por las medicinas que envenenaron a una Nación y que dejaron ganancias por miles de millones de dólares.

Claro, su otra división, Purdue Foods, opera con ganancias y sin restricciones. Jamás se declarará en bancarrota; jamás se disculpará con la familia del vendedor de lonches de colitas de pavo de mi adolescencia que seguramente murió de manera fulminante porque esa grasa no perdona. Perdue Foods jamás pagará daños a los samoanos o a los juarenses o a los tijuanenses o los millones de individuos con arterias taponadas con su grasa maligna. Maligna, y sabrosa. Primero sabrosa, porque allí está el chiste de vender mierda al planeta. Debe saber a gloria sufrir de la espalda y tomar por primera vez fentanilo con receta médica, como saben a gloria los lonches de colita de pavo aunque tuvieran una rebanada transparente de aguacate. Y luego viene la parte cruel; el negocio perverso y deshumanizado que atrapa a los de abajo en la pirámide y que marea rico a los de mero arriba, como borrachera con burbujas de champán. Ese mareo es el sueño americano y se alcanza depredando a todos los demás.

“Pasar tiempo con el cuerpo de mi hermano fue doloroso para todos nosotros, pero fue importante para nuestro proceso de duelo. Nos despedimos entre lágrimas y tomamos la mano de mi hermano una última vez. Lo más importante es que le permitió a mi madre verlo descansar en paz, lo que le proporcionó una imagen final alternativa que puede llevar consigo. Durante los últimos años, más de 70 mil muertes por sobredosis en los Estados Unidos han involucrado opioides sintéticos, principalmente fentanilo y sus análogos. La mayoría de las familias que lloran estas muertes no tendrán un médico para discutir los conceptos erróneos perpetuados por las fuerzas del orden, las funerarias y otros. ¿Cuántas familias estadounidenses se ven privadas innecesariamente de un momento sombrío y sagrado en base al estigma y los rumores?”, escribe el internista en The New York Times.

Y qué bueno que John Woller no conoce la tragedia de las miles de familias que pierden hijos acá, en México, a causa de los adictos allá, en su país. Le daría para escribir muchas portadas en The New York Times, pero ese diario está más entretenido en historias fabulosas como la de “El Chapo” Guzmán y “El Mayo” Zambada que en investigar a las cabezas del crimen organizado en Estados Unidos; el crimen de verdad, de cientos de miles de millones de dólares; el que cubre sus impuestos y tiene oficinas en rascacielos que paga con colitas de pavo o con fentanilo en pastillas y con receta médica.

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx

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