Ernesto Hernández Norzagaray
05/08/2023 - 12:02 am
Mazatlán, el viaje nunca termina
“Y es que responde a la también necesidad natural de huir de las rutinas que asigna la vida moderna a cada uno. Llevados a pensar que, cambiando de lugar, de clima, de paisaje, de compañía, de ambientes o comiendo otros platillos, escuchando otras voces, otra música (…)”.
Quienes vivimos en Mazatlán estamos acostumbrados a encontrarnos por sus calles a distintos tipos de viajeros: Están aquellos pudientes a los que se les ve comiendo o cenando en los restaurantes VIP del puerto o jugando golf en los campos del coto privado El Cid; están aquellos clasemedieros de fin de semana que llegan por montones especialmente desde Durango, Coahuila, Zacatecas, Sonora y el norte de Sinaloa; están además viajeros pobres que haciendo economías traen a sus familias para encontrarse con el mar y sus atardeceres espectaculares; están también otros que bajan de los Cruceros o llegan por aire y tierra desde los estados fronterizos estadounidenses y le dan un toque internacional al puerto “donde hasta un pobre se siente millonario”, cómo lo identificaría sorprendido José Alfredo Jiménez; finalmente, están aquellos mochileros que llegan desde cualquier lugar para vivir quizá la experiencia esencial que tuvieron Jack Kerouac y sus amigos beats en los ya lejanos años cincuenta y sesenta.
A unos y otros se les ve despreocupados sobre el paseo de Olas Altas o por las calles de la mal llamada Zona Dorada, o en cualquier bar bebiendo una cerveza fría y disfrutando de un plato de camarones, pulpos o las tostadas con el exquisito ceviche de sierra o pez vela. A muchos de esos viajeros por las noches se les llegando hasta la Plazuela Machado y disfrutando sentados o parados de la música vernácula, trova, rock retro o jazz latino. A todos ellos se les ve felices a pesar de los calores que se hacen sentir y que llama a disfrutar de un nuevo trago. El gesto de ellos nos habla de la predisposición natural del ser humano de disfrutar del tiempo libre a través del ejercicio de un ocio generalmente contemplativo, gastronómico, alcoholizado, sensual.
Y es que responde a la también necesidad natural de huir de las rutinas que asigna la vida moderna a cada uno. Llevados a pensar que, cambiando de lugar, de clima, de paisaje, de compañía, de ambientes o comiendo otros platillos, escuchando otras voces, otra música, durmiendo en hoteles o sitios Airbnb o haciendo el amor en otras camas, es vivir si no plenamente, al menos relajados. Para luego de unos días de la experiencia costera volver a la rutina del trabajo, la escuela, los deberes hogareños, los amigos y vecinos de todo el año. Y pasado el tiempo, la familia revisara toda junta las fotos de ese viaje y comentaran entre risas de nostalgia las anécdotas de ese “viaje inolvidable” y hasta programaran el siguiente para cargar nuevamente las pilas.
¿Cuántas veces no hemos escuchado la expresión “ya necesito unas vacaciones”? Seguramente muchas. O al menos, hemos sentido la necesidad de decirlo para espantar los fantasmas del tedio, el fastidio de las rutinas, sin embargo, más allá de aquel estado de autocomplacencia, está vivir el momento con nuevas experiencias y enriquecerse a través de la mirada en los restos del pasado, la arquitectura, el paisaje y sus atardeceres; de los oídos que estallan a ritmo de tambora y sonidos marinos; las papillas gustativas que estallan con el sabor intenso de un aguachile o una salsa humeante tatemada; de un olfato estremecido cuando fluyen aguas negras con sus fétidos olores o la bruma de un pargo zarandeado y, ese tacto infinito, que se renueva cuando se palpa suavemente la piel deseada.
Está la otra dimensión del viaje, aquella que enseña tiene que ver con la forma de como esas sensaciones tocan lo más profundo del ser, es decir, de como traducir las experiencias básicas en experiencias enriquecedoras, que varias veces nos recomendó el viajero italiano Claudio Magri después de escribir su obra más emblemática: Danubio, esa obra maestra de historia, geografía, cultura que recorre la huella del pasado y el presente de una decena de países en la vega de este río ancho y sereno.
Y es que bien lo decía Magris, el viaje nunca termina o mejor nunca terminará, porque el que viaja se impregna del otro, y de lo otro, con sus alcances singulares de su cultura convertida en música, paisaje, aromas, sabores, texturas.
Sé que se dirá en contra y con cierta dosis de certeza que el turismo de masas es una mercancía pirata, por ser en serie, estereotipada, hecha a imagen y semejanza de una tarifa, de un perfil social, de un anhelo construido en un programa de inteligencia artificial y que, por lo tanto, el viajero no le interesa saber sino sentir, sin embargo, en el sentir está la clave.
Sentir que rompe el principio de inercia rutinaria. Sentir que puede consumir el producto deseado. Sentir que puede ver en vivo lo que quizá vio en televisión. Sentir para presumir al que no lo puede o no quiere viajar de esa manera.
Es decir, trasladarse a otro lado, es la misma sensación cuando se viaja a través de los libros o el cine y cualquiera puede sentir estar en el castillo donde pasó parte de su vida el Conde Montecristo que construyó la magia de Alexander Dumas. También vivir las batallas de Ernest Hemingway en Italia y España. Los sabores de la cocina sofisticada francesa e italiana que tantas novelas y películas han mitificado e inmortalizado.
Sentir la pobreza y la soledad en el Paris de Henry Miller y John Dos Passos. Sentir el valor del misticismo que Octavio Paz encontró en la India. Sentir la desesperación e impotencia de Yukio Mishima ante la pérdida de la tradición samurái entre los jóvenes del pueblo japonés que capturó extraordinariamente Francis Ford Coppola. Sentir la muerte por amor que inmortalizó José Martí con la niña de Guatemala. En fin, poder decir con Amado Nervo: Vida nada te debo, vida estamos en paz.
Entonces, volviendo a Mazatlán, el de la bruma húmeda y el sudor del calor veraniego; el del vaho gris que flota imperceptible en la atmosfera por las embarcaciones grandes y pequeñas que flotan sobre las aguas del océano y rompen olas como el ruido de planchas que caen pesadas y hacen nuevas olas que van a sucumbir estruendosamente sobre bañistas sin distinguir el uno del otro. Aquellos que luego de los días de asueto volverán a sus lugares de origen con el cuerpo bronceado, una sonrisa de satisfacción, unas deudas bancarias y los recuerdos que están tatuados en la mente llevándonos a la conclusión de Magris: el viaje nunca termina.
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