Vo es “una estrella del rock” que atiende a los necesitados, según Alex Cárdenas, exalcalde de El Centro, la sede administrativa del condado. Las dos clínicas del médico han hecho más de 27 mil pruebas de coronavirus desde el 23 de marzo y entre el 25 por ciento y el 30 por ciento han dado positivo.
Por Elliot Spagat
CALEXICO, California, EU, 5 de agosto (AP) — La última parada del doctor Tien Vo, ya casi de noche, es en la casa de una mujer de 35 años que padece diabetes, asma, artritis reumatoidea y, ahora, el coronavirus. El COVID-19 había matado a su padre hacía seis días. Su hijo de 15 años se enteró esa mañana de que él también se había contagiado.
Sentada en una silla reclinable junto a su cama y usando oxígeno, Cynthia Reyes le cuenta al médico que ya no puede pararse sola.
“Me falta el aire. Me toma mucho tiempo llegar al baño. Siento que me voy a desmayar”, dice la mujer.
Vo, quien se comunica con Reyes a través de mensajes de texto varias veces al día y habla con ella por teléfono casi a diario, la escucha y asiente.
“He hecho todo lo que puedo. Pero, a veces, eso no es suficiente”, comenta Vo al salir de la casa.
Reyes vive en el Imperial County de California, un condado agrícola en la frontera con México a menudo olvidado. Hasta hace poco tenía la tasa de infecciones de coronavirus más alta del estado y sus dos hospitales estaban desbordados. La mayor parte de la población del condado es hispana y pobre, un sector que es afectado de una forma desproporcionada por el virus.
Vo es “una estrella del rock” que atiende a los necesitados, según Alex Cárdenas, exalcalde de El Centro, la sede administrativa del condado. Las dos clínicas del médico han hecho más de 27 mil pruebas de coronavirus desde el 23 de marzo y entre el 25 por ciento y el 30 por ciento han dado positivo.
Vo y su esposa, quien es enfermera, emigraron de Vietnam siendo adolescentes. Llegaron a Nueva York y de allí se mudaron al oeste. Hace diez años se instalaron en el Imperial County, que produce muchos de los vegetales que se venden en los supermercados estadounidenses durante el invierno.
Vo, de 43 años, dice que se quedó porque la gente es amable y agradecida. Nota su felicidad cuando lo reciben.
“Aquí hace mucha falta un médico”, expresó desde el asiento de una camioneta de la empresa entre visita y visita. “No es difícil complacerlos. Conversan conmigo. Me mandan mensajes de texto todos los días”.
Hasta ahora el Imperial County ha tenido más de cinco mil 200 casos por cada 100 mil habitantes, casi el triple que el Los Ángeles County, el condado más grande del país. Casi el 20 por ciento de los pacientes del Imperial han dado positivo, comparado con la tasa del 6,3 por ciento del estado.
Ha habido 220 muertes en un condado con 180 mil residentes. San Francisco tienen cinco veces esa población y solo un tercio de las muertes que hubo en el Imperial.
El Centro Médico Regional de El Centro, que dejó de recibir pacientes por un corto tiempo en mayo, “está que revienta”, dice el doctor Adolphe Edward, su director ejecutivo. Se instalaron carpas en el estacionamiento que reciben a los pacientes del COVID-19, también una en la sala de emergencias y otra en una unidad de cuidados intensivos.
La falta de camas obligó a transferir a más de 600 pacientes de coronavirus a hospitales de otros sitios de California y generó ayuda de los gobiernos estatal y federal, incluido un hospital de 80 camas en el gimnasio de un community college y más camas para unidades de cuidados intensivos.
Las razones del fuerte brote en el Imperial County son varias, pero las desigualdades figuran prominentemente. A menudo tiene las tasas de desempleo más alta de entre las 389 áreas metropolitanas del país. La tasa de desempleo era del 27,3 por ciento en junio.
El 85 por ciento de la población del condado es hispana, con elevados índices de diabetes y obesidad. El polvo que levanta el viento contribuye al asma. Su tasa de pobreza del 21 por ciento es una de las más altas de California. Abundan las casas donde viven varias generaciones de una familia, lo que contribuye a propagar el virus.
La carga de los servicios médicos aumenta porque llega mucha gente de Mexicali, ciudad industrial mexicana de un millón de habitantes del otro lado de la frontera. Muchos son ciudadanos estadounidenses o residentes legales.
Dulce García nació en México y su familia se radicó en el Central Valley de California cuando ella tenía 12 años. Se mudó a Mexicali hace diez años porque su marido fue deportado. Cruza la frontera a pie todos los días para trabajar en Calexico como asistente médica en una clínica del Centro Médico Regional de El Centro. Es una de 60 empleados del hospital que viven en Mexicali.
García, de 38 años, alquila una habitación en una casa de Calexico junto contras mujeres, lo que le permite inscribir a sus hijos de 17 y 15 años, ambos nacidos en Estados Unidos, en escuelas públicas de la ciudad. De vez en cuando pasa la noche en esa habitación, pero generalmente regresa a su departamento de Mexicali. Su esposo la recoge en su Chevrolet Monte Carlo del 2001 y la lleva al barrio de calles arboladas donde vive, a diez minutos, con un gran parque por el que caminan al caer la tarde.
García, quien se naturalizó estadounidense, dice que le preocupa tener que cruzar la frontera todos los días para estar junto a pacientes del COVID-19, pero que, al igual que tantos otros, no tiene otra alternativa. Su sueldo en dólares rinde mucho más en México y compensa lo poco que gana su marido como obrero de la construcción en Mexicali.
“Todo el mundo le teme a la pandemia, pero hay que cruzar”, dijo García después de mostrar sus documentos a los inspectores del servicio de inmigración al final de un corredor. “Hay que sobrevivir”.
La clínica de Vo se encuentra cerca de la zona comercial de la ciudad, de la que parten calles anchas con numerosos negocios. El presidente Donald Trump visitó la ciudad de 40 mil habitantes el año pasado para observar su nuevo muro con postes de acero de nueve metros (30 pies) pintados de negro.
El estacionamiento de Vo se llenó de autos cuando empezó a hacer pruebas del virus al paso en marzo. Al poco tiempo comenzó a recibir gente sin cita previa y las colas se hicieron más largas.
Vo conoció a su esposa cuando ella estudiaba en Nueva York y él hacía su residencia. Vivieron en el estado de Nueva York, en Phoenix, Yuma (ambas en Arizona) y finalmente el Imperial County, donde dice que tiene unos 40 mil pacientes. Son además propietarios de una residencia de ancianos de 31 camas.
Uno de los factores que los atrajo a este condado es su proximidad con el Orange County, donde viven muchos inmigrantes vietnamitas. Ellos pasaron su adolescencia allí y sus padres todavía viven en Orange. La pareja tiene una niña de nueve años y un varón de diez.
El incansable médico a menudo se desplaza con su uniforme quirúrgico, incluso después del cierre de su clínica a las seis de la tarde. Los domingos se toma las cosas con más calma y cierra a las dos de la tarde.
Cárdenas, el exalcalde de El Centro, condujo el auto de Vo una noche reciente durante un recorrido para llevar comida a personas en cuarentena que no tienen nadie que las asista.
La primera parada fue en la casa rodante de un individuo de 62 años que vive solo y tiene diabetes y asma. Luego pasaron por la modesta vivienda de un hombre de 55 años con diabetes, que es una de siete personas infectadas con el coronavirus en una residencia donde viven 12 miembros de una misma familia de tres generaciones.
Judith Aguirre, de 53 años, cree que su esposo contrajo el virus durante una visita para recibir diálisis porque varios otros pacientes de la misma clínica también se contagiaron. Ella, una hija que está embarazada y cuatro de sus ocho nietos que viven con ella en una casa de cinco dormitorios también se contagiaron.
“Doctor, le agradecemos mucho lo que hace por el valle”, dijo Aguirre después de que Vo le entregó cajas de carne asada, macarrones y queso, pan y ensalada de repollo. “Escuché que usted atiende gente de noche, que va a las casas de la gente”.
En la última parada de Vo, Reyes le habla de su padre de 69 años, “un hombre muy fuerte” que falleció tres semanas después de que se le diagnosticó el virus.
“De repente, fue al hospital y no podía respirar”, comentó.
Una semana después, los síntomas de Reyes habían mejorado, pero todavía requería oxígeno y encaraba un proceso de recuperación largo.