En Estados Unidos pervive un racismo estructural que hunde sus raíces en la esclavitud que practicaron los estados sureños durante casi un siglo. Pero ningún Presidente sin esclavos ha exhibido ese racismo en público de una forma tan descarnada como Donald Trump.
Líderes como Nixon o Reagan usaron lo que se conoce de forma coloquial como dog-whistleo silbato de perro, llamadas implícitas al voto del electorado racista. Trump es mucho más explícito en sus insultos.
Por Eduardo Suárez
España, 5 de agosto (ElDiario.es).– El Paso es una de las ciudades más seguras de Estados Unidos. En 2018 la policía local registró 23 homicidios, 13 veces menos que Baltimore con una población muy similar. El 82 por ciento de los 682 mil habitantes de El Paso son hispanos. Muchos nacieron allí. Otros llegaron del otro lado del Río Grande y se integraron en esta ciudad abierta, vibrante, orgullosa de su diversidad.
El éxito de El Paso rebate uno por uno los argumentos apocalípticos de Trump. Allí la migración no trajo miseria ni delincuencia sino prosperidad.
Esta evidencia no ha evitado que el Presidente haya usado El Paso como una arma arrojadiza en su campaña contra la migración. En su discurso anual ante el Congreso, aseguró en falso que la delincuencia sólo se había desplomado en la ciudad cuando se había construido una valla fronteriza en los alrededores. Unas horas después, viajó allí para agitar el espantajo de las caravanas de migrantes de Centroamérica y pedir apoyo para el muro que se propone construir. En aquel mitin uno de sus seguidores agredió a un reportero de la BBC.
Este contexto es importante para comprender por qué un joven blanco entró con un fusil en un supermercado de El Paso y recorrió cada pasillo disparando a los clientes hasta quedarse sin munición. El asesino, cuyo perfil de Twitter incluía elogios a Trump y referencias al muro, vivía con sus abuelos en un suburbio de Dallas. Lo separaban casi nueve horas al volante del lugar del crimen. Disparar en El Paso no fue una decisión casual.
Queda mucho por saber sobre el terrorista del sábado. Pero no es la primera vez que el autor de una masacre similar resulta ser admirador de Trump. Las cartas bomba que recibieron en octubre jueces, políticos y periodistas las envió un tipo huraño que trabajaba como disc-jockey en un club de strip-tease de Florida. Sus propios abogados aseguran que se fue radicalizando a medida que escuchaba los discursos de Trump y leía sus tuits. El hombre que asesinó a 11 personas en una sinagoga de Pittsburgh mencionó como móvil del crimen la caravana de migrantes que se dirigía esos días a Estados Unidos. El atentado tuvo lugar en mitad de la campaña de las elecciones de 2018. La caravana fue el argumento central de todos los mítines de Trump.
En Estados Unidos pervive un racismo estructural que hunde sus raíces en la esclavitud que practicaron los estados sureños durante casi un siglo. Pero ningún Presidente sin esclavos ha exhibido ese racismo en público de una forma tan descarnada como Trump.
Líderes como Nixon o Reagan usaron lo que se conoce de forma coloquial como dog-whistleo silbato de perro, llamadas implícitas al voto del electorado racista. Trump es mucho más explícito en sus insultos. En junio de 2015, lanzó su campaña diciendo que los migrantes mexicanos eran violadores y traficantes de drogas. En sus mítines a menudo lee un poema racista y utiliza el dolor de las madres de personas asesinadas por migrantes indocumentados. Algunos hispanos conservadores le votaron creyendo que sus palabras eran puro teatro. Al llegar al poder, sin embargo, Trump mantuvo la misma retórica, separó a cientos de niños de sus madres, encerró en jaulas a los inmigrantes y endureció las condiciones para pedir asilo en su país.
Es imposible demostrar que las palabras incendiarias de Trump son la causa directa de los disparos del asesino de El Paso. Pero los motivos que el asesino expone en su manifiesto no son muy diferentes de los argumentos de la campaña del Presidente o de los contenidos que programa cada noche su canal favorito: Fox News. En las últimas semanas, Trump se ha mofado de cuatro congresistas demócratas y ha permanecido en silencio mientras sus seguidores le pedían a gritos que enviara a su país de origen a una de ellas, de origen somalí. Durante un mitin en Florida, se preguntó qué podía hacer con los migrantes que llegaban a la frontera. “¡Dispararles!”, gritó uno de sus seguidores. El Presidente le rió la gracia. Este sábado en El Paso esa amenaza se cumplió.
Los delitos de odio se han disparado en Estados Unidos desde que Trump lanzó su candidatura a la Casa Blanca, pero no se han disparado en todas partes por igual. Un estudio de tres investigadores de la Universidad del Norte de Texas descubrió que subieron tres veces más en los condados donde Trump celebró un mitin durante su campaña. Allí donde no fue, llegó a través de los canales que transmitieron sus consignas sin filtros para ganar audiencia. Muchos racistas que hasta entonces habían callado empezaron a atreverse a decir en público lo que decía Trump.
En los últimos dos años, el medio sin ánimo de lucro ProPublica ha reunido decenas de testimonios de personas que han sufrido este rebrote de odio en su proyecto Documenting Hate. En esa atmósfera han germinado plataformas digitales como 4chan o 8chan, donde jóvenes varones supremacistas intercambian consejos sobre cómo burlar a la policía o impresiones sobre los crímenes del terrorista que atentó contra dos mezquitas en Christchurch. Allí colgó el terrorista de El Paso su manifiesto y allí se celebró su matanza como una hazaña más.
Robert Evans ha explicado en detalle cómo estos jóvenes racistas usan esos foros y cómo describen cada nueva masacre como un juego en el que el objetivo del terrorista es batir el registro del terrorista anterior. Ni su edad ni su actitud ni sus actos son muy distintos de los de los terroristas del ISIS. Sí es distinta la respuesta del Estado, más timorato a la hora de aplicar la legislación antiterrorista. Una investigación del medio The Intercept desveló que el Departamento de Justicia sólo se la había aplicado a 34 de los 268 militantes de extrema derecha arrestados desde el 11 de septiembre de 2001. También es distinta la actitud de los medios. Según un estudio liderado por la investigadora Erin Kearns, los periodistas cubrimos cuatro veces más los atentados vinculados a grupos yihadistas. Sólo un 12.5 por ciento de los 136 actos terroristas que tuvieron lugar entre 2006 y 2015 fueron obra de un musulmán, pero esos actos recibieron más de la mitad de la cobertura en los medios de comunicación.
Esta actitud del Estado y de los medios se explica a la luz del racismo estructural que se resiste a morir en Estados Unidos. En términos políticos, es un grave error. Según la Anti-Defamation League, supremacistas blancos perpetraron el 70 por ciento de los 427 homicidios relacionados con el extremismo que se registraron en Estados Unidos en la última década. Ni el Gobierno federal ni las autoridades de los estados han dedicado por ahora recursos suficientes a atajar esta amenaza. Ojalá esta masacre les haga recapacitar.
Quienes murieron asesinados en El Paso son las víctimas de un movimiento terrorista tan organizado como el ISIS. Sus asesinos son jóvenes racistas y misóginos que a menudo se han radicalizado al calor de las palabras de Trump. Este fantasma recorre el mundo. Pero es especialmente mortífero en Estados Unidos por el impacto de la Segunda Enmienda de la Constitución, despojada de restricciones por el poder de la poderosa Asociación Nacional del Rifle, que financia las campañas de decenas de congresistas y gobernadores republicanos. Según Gallup, seis de cada 10 ciudadanos están a favor de leyes más estrictas. Pero esas leyes no se aprueban por la resistencia de los republicanos (y de algunos demócratas) del Capitolio. Ni siquiera Barack Obama fue capaz de sacarlas adelante en diciembre de 2012, después de la masacre de la escuela de Sandy Hook.
Y sin embargo El Paso no es Dayton. Un atentado terrorista no es un tiroteo más. Su objetivo es influir en el Gobierno e intimidar a los ciudadanos, en este caso a una parte de la población. Si el ataque de El Paso hubiera sido obra de un yihadista, la reacción de los líderes republicanos habría sido muy distinta. Todos se habrían pegado por aparecer delante de las cámaras en lugar de salir corriendo. Ninguno se habría atrevido a mencionar como posibles causas del atentado los videojuegos, la violencia en las series o las políticas que velan por la salud mental.
Después del atentado contra la sinagoga de Pittsburgh, Trump se quejó de que los medios no habían culpado a su predecesor del ataque contra una iglesia negra de Charleston en junio de 2015. El contraste entre la reacción de ambos es tan grande como el abismo que les separa. Obama pronunció entonces uno de sus mejores discursos. Trump apenas ha escrito un par de tuits y se ha ido a New Jersey a jugar al golf.
Ese contraste resume la tragedia que sufre Estados Unidos desde noviembre de 2016: haber cambiado a un líder sabio y reflexivo por un narcisista al que no le importa ensanchar las brechas que separan a sus ciudadanos si eso le ayuda a sobrevivir. Sólo cabe aferrarse a las palabras que pronunció Obama en el funeral del pastor de aquella iglesia de Charleston el 26 de junio de 2015, apenas 10 días después de que Trump se lanzara a la carrera presidencial. “En esta terrible tragedia, Dios nos ha dado su gracia y nos ha permitido ver donde estábamos ciegos. Estando perdidos, nos dio la oportunidad de encontrarnos con la mejor versión de nosotros mismos”. Entonces no ocurrió. Ojalá ahora sí.