Ya sé que tu dolor es especial, que nadie más ha sentido lo que sientes tú, que tu abismo es el más oscuro y tus aullidos los más silenciosos. Sé que hay un cansancio, un agotamiento de ser y de estar, unas ganas de abrir la llave y que se vaya la pena entre hilillos transparentes, por la coladera. He estado ahí a los trece, a los veinte y a los treinta, respirando con dificultad, preguntándome si habrá nadas mejores que los algos que no pasan y se entierran en las plantas de los pies con cada paso, hasta que parece que cualquier vereda está espinada, envenenada, y que nos rechaza el andar. Viví el recordar que ansiamos olvido, el rechazo que ansiamos masacre, el hueco que ansiamos absoluto para dejar de sentirlo todo. En esos tiempos fumábamos, tomábamos, escuchábamos a las canciones tristes. Mi tortura era leerme las cartas, llenas siempre de los símbolos que ya conocía, del rey perdido, el cuchillo enterrado, la niñez asesinada, la reina de corazones tristes, el cero de tréboles. Actuar otra vez la obra, buscar si el protagonista pudo actuar distinto, si la suma de los elementos pudo dar un resultado más luminoso, navegar por las mismas aguas ya rancias, ya algadas, para buscar los cadáveres de los peces. Así me lesionaba: recorriendo el mismo círculo hasta convertir la tierra en movediza, hasta hundirme, llenándome los ojos, la nariz y la garganta de negrura.
Tú, Anónima, te pones navajas en los dedos y atraviesas la frontera de la carne para ver qué más hay. Dices que te alivia, que así hasta los peores dolores toman siesta, que hoy no hay sanguijuelas y entonces hay que purgar la negrura del alma, darle alas a la sangre. Dices que así te perteneces y te aterrizas, que no hay terror más grande que el silencio y que necesitas el testimonio de la herida y el de la curación para poder despertar mañana, ayer. Anónima adolescente: tú llevas en la bolsa la cuchilla envuelta como quien lleva el vicio, como quien lleva al mejor amigo, encogido y avergonzado: el dolor. Te sangras y te das a las cloacas, alimentando a donde no hay hambre por el hambre que tienes.
Me dueles como me dolí, como me duelo al recordarme y querer consolarme cuando yo era quien eres hoy: la que no cree que la noche tiene que terminar y que la paciencia, que reseca la lengua a cada vuelta de la manecilla, está secando ríos contaminados y purificándolo todo, volviéndote desierto para que un oasis tenga donde nacer, a partir de la primera gota de agua que halles ahí, más adentro de la carne que te arañas, más allá de la curación que anhelas.
Anónima de huesos pequeños, de pasado breve y futuro infinito: quiero amarrarte las manos y arrastrarte hasta el oráculo, quiero que me veas en tu espejo y comprendas que ahí viene el mañana, que traces cuadrículas en otra parte y sonrías, después, al pensarte. Quiero intocado el envase de tu alma, quiero la navaja quebrada y enterrada bajo las piedras para que nada de ella germine.