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Melvin Cantarell Gamboa

05/06/2024 - 12:05 am

Reflexiones sobre el odio

El odio, en primera instancia, no es un sentimiento, ni emoción ni pasión es un instinto, no se aprende ni se enseña se produce de forma inconsciente; los humanos, en tanto seres vivos responden defensivamente a situaciones y amenazas concretas; cada especie ha desarrollado habilidades propias para enfrentar lo que percibe como intimidante, amenazador o peligroso.

Humo se eleva durante un ataque israelí en Rafah, en la Franja de Gaza, el jueves 30 de mayo de 2024.
“El odio, en primera instancia, no es un sentimiento, ni emoción ni pasión es un instinto, no se aprende ni se enseña se produce de forma inconsciente; los humanos, en tanto seres vivos responden defensivamente a situaciones y amenazas concretas; cada especie ha desarrollado habilidades propias para enfrentar lo que percibe como intimidante, amenazador o peligroso”. Foto: Abdel Kareem Hana, AP

“El odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar… tiene que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. 

Jean-Paul Sartre. 

Mensaje a la Tricontinental. 1967.

La mañana del miércoles 29 de mayo, visitaba al azar algunos sitios de Internet cuando me topé con dos fotografías que me sacudieron profundamente; una mostraba a un niño palestino de 4 años enfrentando a un enorme tanque israelí con una piedra en la mano, la segunda, a otro niño de once, también palestino, haciendo frente a la misma situación. Me pregunté ¿Qué lleva a un ser humano, que no ha alcanzado la pubertad, a desafiar a un monstruo mecánico al que no puede causar el menor daño? ¿A qué responde esa ira que le proporciona el coraje suficiente para desafiar a un engendro de acero guiado por bestias humanas? La pregunta me recordó un pasaje de la novela La noche del Morava de Peter Handke en la que el protagonista narra su viaje por Europa, en uno de los capítulos relata que al atravesar con sus amigos un pueblo de los Balcanes, un niño de tres años con rostro iracundo y enorme osadía se atravesó en su camino lanzándoles piedras; la ira de ese pequeño, pensó, era una respuesta emocionalmente poderosa surgida de la idea de que los extraños estaban violando su territorio profanando sus  derechos de posesión y de ahí su coraje; su valor, sin miedo a la inutilidad de su acción, mostraba la aceptación adelantada del fracaso como parte de la vida y, como los niños palestinos, enfrentaba la adversidad para manifestar algún oculto sentimientos de opresión; no fue, sin embargo, la descripción que Handke hace de la actitud del menor lo que dio lugar a esta reflexión, sino la pregunta que sé hizo el protagonista de la narración ¿Quién educó a ese niño en el odio?

Ahora bien ¿Está el odio en nuestra genética o es adquirido? ¿Se enseña y educa para odiar? ¿Cuáles son las raíces? Mi primera búsqueda apuntó a un texto de Oriana Fallaci: Las raíces del odio, en ese  libro, la autora defiende el odio como un derecho y sin medias tintas ni concesiones, hace una vigorosa defensa de las mujeres islámicas cuyas vidas, escribió, “valen para los hombres menos que un camello o un caballo” y  reclama, sin temor alguno, el  derecho de esas mujeres a odiar al culpable; sin embargo, tres años después, en otro escrito, “La rabia y el orgullo”, en el que recoge decenas de entrevista hechas como periodista a los más importantes políticos del siglos pasado, adopta una postura que nada abona para explicarnos la génesis del odio, por lo contrario, al destapar la existencia de una guerra de religiones entre el Islam y Occidente, tomó partido por su cultura (era europea) y acusa a los islamitas de pretender apropiarse de las almas de los judeo-cristianos utilizando como medio el llamado de los sacerdotes islamitas a la Yihad (guerra santa); afirmó, los ayatolas y califas (sacerdotes islámicos) “son los nuevos inquisidores de la Tierra”; palabras que encierran una repudiable incitación al odio y al desprecio al hacer descansar sus argumentos en la imposibilidad de poner en el mismo plano dos culturas diferentes, “como si fueran dos realidades paralelas” (Op. Cít). Arguye como prueba la superioridad de la civilización Occidental, culta, abundante en grandes pensadores, filósofos, científicos, pintores y artistas como Sócrates, Platón, Da Vinci, Miguel Ángel, etc. etc., frente a la despreciable “cultura de los barbudos de la sotana y el turbante” (Op. Cit.). Este derramamiento de hiel en las palabras de la Fallaci, muestran, en este caso, que no defiende un derecho, revela un profundo sentimiento de aversión por el que es diferente y considera inferior. Bien ¿Por qué una mujer inteligente que con justa razón hizo la defensa del derecho al odio para denunciar a hombres brutales que oprimen y someten por la fuerza al sexo femenino, defiende una cultura, la suya, en detrimento de la cultura del “otro”? Lo más grave es que en La rabia y el orgullo hace también un llamado a la destrucción, por odio, de los árabes porque son diferentes; oculta, sin embargo, que el choque histórico de esas dos culturas tiene como trasfondo la dominación colonial de Europa sobre esos pueblos y que, en sentido opuesto, Sartre llamo a odiar a los colonizadores europeos, como se lee en la cita que encabeza este artículo. 

La incongruencia de la Fallaci se profundiza con el odio mostrado a los pueblos islamitas, cuando pide a Estados Unidos castigar y tomar venganza contra los países que aprobaron o protegieron al grupo de terroristas de Arabia Saudita, aliada de Estados Unidos, que se atrevió a atentar contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 ¿Por qué sin recato alguno y sin mesura, por odio solamente, incluye como culpables no al grupo criminal y a quienes planearon eso actos, sino a 1800 millones de seres humanos que practican el islamismo? En su citado libro (La rabia y el orgullo), además de verter su odio a los musulmanes festeja el asesinato de 160000 seres humanos, la mayoría civiles, en la derrota que los norteamericanos infligieron a los talibanes en Afganistán en persecución de Osama bin Laden (saudita). Llegado a este punto, cancelé mi acercamiento a la obra de Oriana Falacci, resultó, lamentablemente, una búsqueda fallida de las raíces del odio, pruebo inmediatamente otros caminos.

Es muy posible encontrar las raíces del odio en el instinto de supervivencia que nos impulsa a cuidar de nuestro cuerpo y protegerlo de los depredadores. ¿Qué es el instinto de supervivencia? Un recurso de conservación que se manifiesta huyendo o atacando al agresor, condición que obligó a los seres vivos y a los humanos a hacer frente a las amenazas o huir; actitud que exige la presencia de ira, coraje y odio para enfrentar a un enemigo más poderoso sin miedo ni temores, aun cuando las situaciones se perciban totalmente adversas.

El odio, en primera instancia, no es un sentimiento, ni emoción ni pasión es un instinto, no se aprende ni se enseña se produce de forma inconsciente; los humanos, en tanto seres vivos responden defensivamente a situaciones y amenazas concretas; cada especie ha desarrollado habilidades propias para enfrentar lo que percibe como intimidante, amenazador o peligroso. En los albores de la humanidad, por ejemplo, las hordas primitivas confrontaron estas aprensiones  con asombrosa facilidad, optaron por la cooperación, la solidaridad y el establecimiento de lazos comunitarios; recursos que poco a poco quedaron en desuso en la medida en que esas sociedades fueron haciéndose más complejas y empezaron a priorizar el yo y el nosotros, para terminar haciendo diferencia entre la primera persona y su plural, por el ellos, el otro, el diferente, que muchas veces solo merece nuestro odio y desprecio. 

¿Cómo se llegó a este punto? El proceso de diferenciación es descrito por Hegel en su dialéctica del amo y el esclavo (Fenomenología del espíritu. FCE). Los hombres quieren ser reconocidos por otros hombres; este deseo los empuja a imponer, por la fuerza, el autorreconocimiento y la valorización ajena, condición que provoca una lucha a muerte en la que uno de los dos terminará imponiéndose al otro, lo que da lugar a una nueva relación que tendrá como telón de fondo el odio entre los contendientes y a un nuevo tipo de relación que Hegel denomino de amo-esclavo. Desde entonces, el curso de la historia tomó la forma de  una lucha de clases en que el derrocamiento de la clase dominante no se reduce a la pérdida de su dominio frente a otra a la que considera inferior, sino que da lugar al odio entre clases y al deseo de venganza de los vencidos, como sucedió en la democracia ateniense (ver las dos partes de mi artículo anterior: Comprender la democracia); cuando en Atenas la aristocracia perdió sus privilegios frente al pueblo y el yo burgués ante la autonomía del ciudadano y la soberanía del pueblo en la Revolución Francesa surgió el odio y el desprecio de la aristocracia y las oligarquías hacia las clases populares, desde entonces, los mejor dotados, los cultos, los educados y los grandes embaucadores, sacerdotes e intelectuales se adjudicaron el derecho de tutela sobre aquellos que ellos llaman “chusma”, “masa”, ignorantes, fanáticos, tontos e ingenuos que requieren de su dirección para la corrección de sus desatinos a la hora de decidir.

El formato comunitario desapareció y, en las épocas que le sucedieron, las sociedades de clase están infectadas de pasiones incompatibles con una vida en común y sin odios, hoy es imposible adoptar un código en favor de la cooperación y la solidaridad entre clases. El secreto de una democracia a la altura de las exigencias del momento ha de empezar por la superación de psicosis políticas como las que vivimos en las últimas semanas en México, que no fueron más que síntomas de estrés por desequilibrios de filiación y fallidas estrategias de poder puestas en práctica por la derecha nativa que envenenó la vida política del país. 

Lo que envenena la vida, dice el filósofo Benito Spinoza (Ética), son las pasiones:  “primero la tristeza, después el odio, la aversión y el desprecio que son sentimientos autodestructivos que acaban con la esperanza y la seguridad…la verdadera ciudad propone a los ciudadanos más el amor a la libertad que esperanzas de recompensa e incluso la seguridad de los bienes” (Etica, III) y no sé equivoca: los hombres son estúpidos, la historia de la filosofía ilustra esta verdad con las actitudes de Heráclito y Demócrito; Heráclito llora ante la estulticia y estolidez humana, Demócrito ríe, Spinoza prefiere comprender, escribe“: “en lo que a mí respecta, ni reír ni llorar, comprender” ¿Qué enseñanza nos transmitir Spinoza con sus palabras y en que contribuyen para entender el odio? Que los juicios de odio importan poco, para referirse al otro, al diferente, al que no encaja en mi posición ni piensa igual que yo, hay que situarse más allá del odio y tratar de comprender, solo que para hacerlo hay que tener el valor, ira y coraje como los niños palestinos y ponernos más allá de lo político, de las religiones y de las ideologías y restituir el comunitarismo.

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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