Nunca como ahora se hace tan evidente la posibilidad de expresar la solidaridad, pero también el odio, el racismo, el resentimiento y el desprecio a las y los demás. Gracias a Internet y a las redes sociales millones de personas han comprendido que pueden romper la barrera de la educación, de los límites éticos y que, bajo la máscara del anonimato, son capaces de descalificar, amenazar o atacar a quien les plazca. ¿Es cierto que la pantalla les impide asumir el riesgo emocional de expresar odio o ira? ¿qué sucede con la salud emocional de quienes pasan varias horas del día entregando expresiones violentas en la red? ¿y con quienes la usan para ocuparse de mejorar el mundo?
Cada día miles de seres humanos se sientan frente a algún aparato que les interconecta con el mundo real de forma virtual y leen textos de todo tipo; acto seguido teclean respuestas para entablar un diálogo enriquecedor, un debate necesario o una crítica constructiva que nos ayuda a mejorar nuestro análisis. Pero también están quienes han perdido los filtros emocionales. Son personas que serían incapaces de pararse frente a otro ser humano y mirándole a los ojos con su real identidad revelada, decirle lo que piensan sin intentar dialogar o disentir con civilidad. Lo cierto es que la gente frustrada en general queda paralizada.
Hay quienes viven el ciberespacio como un lugar que les vincula falsamente con los demás. La descarga emocional frente a un aparato electrónico puede hacer una diferencia para las y los receptores cuando se utiliza para ayudar a terceros, pero no solamente no ayuda a sentirse mejor a quienes escriben epítetos o amenazas, les hace sentir más alejados de su comunidad, les aísla y disminuye su poder de influencia.
Dice Fernando Savater, el abuelo de la ética aplicada, que el principal problema moral que plantea Internet es la veracidad. Decir la verdad o no se ha convertido en una cuestión más complicada que en el pasado. Según el filósofo español esto supone un reto moral porque se puede atacar a otros sin tener que asumir las consecuencias y rendir cuentas a nadie. A veces incomunica y da la falsa sensación de estar vinculado con el mundo.
Pero también nos ayuda a socializar la información para ejercer presión social y política. Internet nos permite leer más versiones de un tema, conocer a más personas y comunicarnos verdaderamente con quienes amamos. También está claro que hay circunstancias en las que el anonimato sí funciona para proteger a quienes trabajan por un bien colectivo y temen las represalias de regímenes autoritarios; quienes usan las nuevas tecnologías para fortalecer principios democráticos o causas justas. Allí nos enfrentamos con quienes usan las redes para propagar la violencia o la desinformación, para implementar la guerra sucia del gobierno, quienes nos hacen creer que la violencia es incontenible e insuperable.
Si pasamos tres horas leyendo los periódicos podríamos creer que el mundo está en llamas, que nada tiene solución; nos abruma la angustia de la imposibilidad del cambio.
Sin embargo salimos a la calle y nos encontramos con personas amables, valientes y bondadosas, les miramos a los ojos, reconocemos nuestra humanidad y algo cambia. Recogemos a un perrito callejero o ayudamos a una familia en apuros. Buscamos soluciones colectivas y pedagógicas en la escuela de nuestras hijas para que el bullying sea un fenómeno de aprendizaje y no una causa penal. Compartimos con nuestras amistades y conocidos la información que puede cambiar vidas, leemos más, vemos videos que nos conmueven y nos dan ideas para ser responsables con el entorno y con nosotros mismos. En la realidad palmaria y en la virtual todos los días nos enfrentamos a la posibilidad de actuar responsablemente, con ética; de ser protagonistas y no mirones morbosos.
Leo aquí mismo que ya el Vaticano ha declarado culpable de abuso sexual infantil al sacerdote Eduardo Córdova. Hace todavía cinco años el mundo esperaba una actitud responsable de la Iglesia frente a los derechos de la infancia y contra la pederastia. Hace veinte años el PRI hacía y deshacía a su antojo con una prensa sometida o vendida, hoy no hay manera de acallarnos, ni siquiera con la muerte y las amenazas los casos desaparecen. Hace una década se decía que a las mujeres las golpean porque ellas quieren, hoy se trabaja en todo el país contra la desigualdad. Hace seis años no había leyes contra la pornografía infantil, ni contra el feminicidio, ni contra la trata de personas. Hace veinte años nadie tomaba en serio el brutal daño del acoso escolar que ahora ocupa todos los medios; ni quien se atreviera a cuestionar el maltrato en los circos, que hoy es inaceptable. Podría llenar cuartillas de logros de la sociedad mexicana, de la valentía de millones de personas que diariamente denuncian y eligen hacer algo útil con la información, indignarse, rebelarse con causas y sus consecuencias. Pero no es necesario, tal vez lo verdaderamente urgente es recordarnos que ahora hay menos violencia que hace cien años, que ahora sabemos más y tenemos, por ello, mayor responsabilidad sobre qué podemos hacer respecto a aquello que conocemos. Los retos éticos cambian y nosotras también. Porque a diferencia de quienes se desahogan y simplemente atacan, quienes se preocupan y se mueven a la acción sí se sienten mucho mejor después de saber que la persistencia colectiva genera cambios sociales profundos. Todos los días elegimos seguir adelante, colectivamente, y lo logramos.