Sandra Lorenzano
05/03/2023 - 12:03 am
Donde como y duermo es mi patria, ¿cuál es tu samovar?
¿Qué es verdad y qué es ficción en Samovar? La autora no se cansa de decir “todo es absolutamente verdad” , a la vez que nos hace un guiño sabiendo que la literatura construye mundos en que ambos elementos se trenzan, se entrecruzan, se enriquecen, crecen en tensión y en diálogo, como lo hacen las voces de esas tres mujeres que conviven, ya para siempre, como cómplices amorosas en un departamento de la Condesa.
Soy aquellos que fueron antes de mí.
—Natalia Ginzburg
Permítanme empezar con este párrafo:
“No deseaba hablar de mí. Ésta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia. Debo añadir que ya en la infancia y adolescencia me propuse escribir un libro sobre las personas que entonces me rodeaban. En parte, puedo decir que éste es el libro. Pero sólo en parte, porque la memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos.”
Estas líneas de Natalia Ginzburg, que aparecen en la nota introductoria de uno de sus más deliciosos libros, Léxico familiar, podrían haber sido escritas por Ethel Krauze en su Samovar, la novela de la que hoy quisiera hablarles.[1] Porque también ella sabe que, como la memoria, “los libros que se basan en la realidad (…) son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos”, y que nos aferramos a esos “atisbos y fragmentos” como si fuéramos náufragos desesperados en un mar de recuerdos, de ausencias y presencias, de luces y de oscuridades, de pasiones y dolores.
Y allí va recuperando un pasado que es y no es el propio. Un pasado desconocido, o apenas intuido, que sin embargo lleva tatuado en la piel. En su sangre fluyen las historias de sus abuelas y bisabuelas; Ethel es también todas ellas: sus sueños, sus deseos, sus temores, sus soledades, su resistencia, su rebeldía. Se constituye, entonces, en un puente entre lo que ellas fueron y lo que puede ser, por eso escribe en algún momento: “Entre resplandores, descubro que hay una felicidad en esto que nunca hubiera imaginado. La abuela es mi futuro, no mi pasado. ¿Podré alcanzarla algún día?” (p.148)
Pero empecemos por el principio. Partí de las primeras líneas de Natalia Ginzburg, para ir dibujando, bordando a partir de ellas, mi propia lectura de Samovar, una novela que por muchas razones resuena dentro de mí y me conmueve. Y no sólo porque también mi abuela, llegada desde Odesa a Buenos Aires con apenas nueve meses de nacida, tuviera un samovar en casa -aunque casi siempre nos recibiera con un mate perfumado con cáscara de naranja- y en su mesa tampoco faltaran los arenques o el borscht, y junto al té llegaran los más deliciosos bizcochitos que, tal como lo cuenta Ethel, se deshacían en la boca al contacto de la bebida caliente. Digo que no sólo por eso me conmueven estas páginas, ni porque todos los exilios y migraciones se parecen a los nuestros -el de aquellas abuelas y bisabuelas huyendo de la violencia o el hambre, nosotras huyendo tantas décadas después de nuevas violencias, o el de nuestras migrantes huyendo de la imposibilidad de soñar (“Son riesgos, pero tenemos sueños”, decía una migrante hondureña en el documental “Los invisibles” de Gael García Bernal. Toda mujer que se mueve de su tierra sabe que para defender esos sueños que la sostienen debe enfrentarse -como en los cuentos tradicionales- a múltiples riesgos). Decía que no sólo por todo esto me conmueven las páginas de Ethel. O, dicho de otro modo: me conmueven por todo esto, sí, y porque con esos elementos ella teje en filigrana una historia de identidades abiertas y generosas, una historia alejada de esencialismos, de fundamentalismos y exclusiones.
Allí están, entrelazando sus voces y sus silencios, su español lleno a la vez de baches y de amor a una lengua que les dio cobijo, tres mujeres: la bobe Anna, la tutta Lena y la imprescindible Modesta, arropando las inquietudes de una protagonista de 27 años, Tatiana, sobre la cual Ethel repite en cada entrevista, como una Flaubert rediviva, “Tatiana soy yo”.
El pacto nace entre la bobe y su nieta, en una reunión familiar, amparadas por las jacarandas que hacen de la ciudad de México, durante unos cuantos meses cada año, una de las más hermosas del mundo. De ese pacto, surge un viaje al pasado que Tatiana emprende cada miércoles al mediodía en un departamento de la colonia Condesa, y en el cual la comida judía y la mexicana se mezclan con historias, acentos, palabras y sazones de uno y otro lado, reuniendo alrededor de la mesa una sola patria:
– Y cuando te preguntan qué eres, ¿qué contestas?
– Judía.
– ¿No dices rusa?
– No
– Bueno -interviene Modesta-, eso le dice a los que ya conoce.
– ¿Y tu patria, bobe?
– México. Donde yo como y duermo es mi patria.
Está claro, una vez más, que –como decía Chavela Vargas, y a mí me encanta citarla– los mexicanos nacemos donde nos da la rechiflada gana.
La conversación en torno a esa mesa que va de la ciudad de México a Rusia, de Rusia al puerto de Veracruz, de Veracruz a México nuevamente, en un círculo virtuoso que es en realidad espiral que va creciendo entre bromas en idisch y refranes en castellano, rinde homenaje -no sé si de manera consciente- a uno de los primeros libros de nuestra literatura que recuperan la historia de la migración judía desde eso que hoy -sin entrar en polémicas- solemos llamar “autoficción”. Por supuesto me refiero a Las genealogías de Margo Glantz, publicado primero como artículos en el diario Uno más uno, finalmente como libro en 1981 y sobre el cual escribiera Sergio Pitol:
Margo Glantz ha sabido recrear toda la magia de estas vidas en su relato, […] y, sobre todas las cosas, ha logrado crear una forma fluida y rigurosa, la única que admite el abismo genealógico.[2]
Desde ese mismo “abismo genealógico” surge la prosa rica, conmovedora, de a ratos divertida, siempre entrañable, de Ethel Krauze, una nieta en busca de sus raíces para anclar en ellas su libertad, su deseo, el reconocimiento de un erotismo que la colma y a la vez la tortura (la historia con “el criminal” da testimonio de esta tensión). Para anclar allí, decía, en esa conversación envolvente, la búsqueda de su propia identidad. Una identidad femenina que es lengua, es tierra, es cuerpo.
Cuarenta años después de aquellos encuentros, cae sobre el mundo una pandemia, y es así que, en pleno Covid 19, Ethel volvió a los cuadernos que obsesivamente escribía cada miércoles al salir de la casa de la bobe.
Mi abuela cruzó revoluciones, guerras mundiales, pogromos, holocaustos, pérdida de hijos, de padres, de hermanos, de maridos, de patria, de idioma, y aún podía perfumarse para salir y cocinaba galletas para mí y me contaba cómo ‘llegó verde de óxido de mar’ el samovar invencible. (p. 113)
Tal vez allí estaba la clave de su escritura, en esa sabiduría de la sobreviviente, en ese no dejar de perfumarse a pesar de todo, en ese amor por la vida. Era cosa de que la nieta encontrara ahora su propio samovar. Aquello que “reúne a la familia en torno a sí; es un símbolo de resistencia y de fuerza”. “Mi samovar fue el lenguaje”, cuenta Ethel.
Quienes estudiamos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en los primeros años 80, tenemos muy presente a Rosa Krauze, una mujer que abrió brecha para que otras pudieran acceder a los estudios de filosofía. Otra filósofa, María Rosa Palazón, lo cuenta así: “nos abrió el sendero… para que nos lanzáramos a hacer filosofía en un tiempo en que ‘tan sólo éramos unas viejas usurpando una labor masculina por definición’.”[3] Pues esa madre sui generis, inmigrante, apasionada por el pensamiento y la enseñanza, que su hija Ethel recuerda zapateando contra Hitler en el muro de Berlín, nunca quiso ir a Polonia, el país en el que había nacido y del cual su familia había tenido que huir por la violencia antisemita. ¿Qué herida profunda queda en el exiliado, en el desterrado? ¿Qué herida profunda en aquel, en aquella que ha sido arrancada de su tierra y debe aprender a vivir -como decía el poeta Juan Gelman, otro judío desterrado- “como el clavel del aire, propiamente del aire”?
Rosa Krauze escribió una tesis cuyo título “Los seres imaginarios. Ficción y verdad en literatura”, me lleva, claro, a pensar en este hermoso libro que estoy comentando. ¿Qué es verdad y qué es ficción en Samovar? La autora no se cansa de decir “todo es absolutamente verdad” , a la vez que nos hace un guiño sabiendo que la literatura construye mundos en que ambos elementos se trenzan, se entrecruzan, se enriquecen, crecen en tensión y en diálogo, como lo hacen las voces de esas tres mujeres que conviven, ya para siempre, como cómplices amorosas en un departamento de la Condesa. Y en ese trenzado de relatos, de experiencias, de amores y enconos escondidos, de dolores sobre los que es mejor callar (“He sufrido mucho”, decía la bobe Anna, pero con su sabiduría prefería hablar de las luces y no de las sombras que rodearon su vida, y así hace de la fragilidad, fuerza), hay una nieta que escucha, que anota, que deja que esas voces se hagan carne en su interior, se hagan sangre, se hagan verbo durante cuarenta años, para permitir ahora el renacimiento de ese universo de mujeres mayores, ancianas, las más olvidadas por nuestro mundo juvenilista y fatuo, en un libro que es cobijo, protección, abrazo cálido; en un libro que tiene ya también para nosotras, sus lectoras y lectores, la dulzura, la fuerza y la calidez de un samovar.
[1] Ethel Krauze, Samovar, México, Alfaguara, 2023.
[2] En https://books.google.com.mx/books/about/Las_genealog%C3%ADas.html?id=AD-3DwAAQBAJ&source=kp_book_description&redir_esc=y
[3] María Rosa Palazón Mayoral, “La imaginación y una rosa”, p. 132.
En revista Cuadernos Americanos. Nueva época. Año XVII, vol. 6, núm. 102. México, noviembre-diciembre del 2003, pp. 125-133.
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